Llegar al barrio bravo
El calor es sofocante y el sexto vagón del metro de la línea B –de Ciudad Azteca a Buenavista– va repleto de gente que, con bolsas, maletas y cajas cargadas de fayuca, espera ansiosa la siguiente parada para tener un respiro de aire menos viciado y expandir algunos milímetros los linderos del espacio vital. En la estación Tepito las puertas se abren y varias decenas de personas salen en bloque.
Recuperada la individualidad, afianzadas las mercancías y resguardadas las carteras, uno piensa que, ahora sí, se está listo para encarar el barrio bravo. Pero no hace falta salir de los túneles del metro para que Tepito haga gala de su áspero ánimo: el ícono de la estación –un guante de box– es una mezcla de memorial, homenaje y advertencia de que usted ha llegado a la tierra del luchador.
Adentrándose en ella, entre las calles de Aztecas y Caridad, un pasillo de no más de medio metro de ancho, entre vendedores de relojes de imitación, conduce al Centro Deportivo Tepito, mejor conocido como El Maracaná, por el campo de futbol que alberga y es testigo tres días a la semana de aguerridos encuentros entre los equipos del barrio. A un costado de la cancha, el gimnasio José “Huitlacoche” Medel hospeda el cuadrilátero donde, dicen, nació la fama brava de Tepito. Aquí, de lunes a sábado, por 35 pesos al mes, decenas de hombres y algunas mujeres aprenden a boxear. Los más jóvenes aspiran a exhibir algún día sus dotes pugilísticas en la Arena Coliseo; otros asisten buscando consolidarse, bajo la dirección de Raúl Valdés, como boxeadores profesionales, y la mayoría acude para aprender a “levantar las manitas” y defenderse.
Los ánimos a lo largo del entrenamiento son grandes y elevados, pero nunca violentos. El código del ring dicta: “con la fuerza que pegues serás golpeado” y, sintiéndose todos compañeros, nadie pierde el control de sus puños. Incluso en el ring le sorprenderán Daniel y Adolfo Landeros (profesional de diez rounds) por la consideración que prestan a las combinaciones de golpes y defensas.
Si usted llega en punto de las seis de la tarde, mientras los pugilistas se duchan al final del entrenamiento, Valdés aceptará gustoso contarle sobre la debacle del box en Tepito. Para él el box constituyó durante mucho tiempo una válvula de escape y una garantía de ingresos y ascenso social en el barrio, pero la creciente comercialización de fayuca dio a los vecinos de Tepito una vía menos dolorosa de allegarse recursos. Aun así, está convencido de que lo que el barrio necesita es un campeón mundial (el último fue Bazán hace ocho años) para volver a encumbrar el box.
Confesiones de un cantinero
Ubicados en las calles de Jesús Carranza y Bartolomé de las Casas están La Guadalupana y el Salón Modelo, vinatería y cantina que operan en manos de la familia Ñáñez desde 1926.
Enrique Ñáñez, hombre regordete de poco y cano cabello, de unos setenta años, atiende de lunes a domingo la vinatería. De no ser porque cada tanto entra un hombre a comprar una cañita de diez pesos o una anforita de anís de veintitrés, uno pensaría que el establecimiento dejó de funcionar hace años y que don Enrique sólo levanta la cortina diariamente, en punto de las ocho de la mañana, como parte de un ritual de socialización. Los días de gloria de La Guadalupana, cuando todavía se vendían semillas, leche y huevo, han quedado atrás.
Don Enrique recuerda con nostalgia el barrio en que creció y crió a sus dos hijos. Aunque los ingresos que generan la vinatería y la cantina le hubieran permitido salir de Tepito con su familia, jamás ha tenido razones de peso para hacerlo, menos ahora que, habiendo sus hijos formado sus propias familias, a don Enrique sólo le quedan las amistades del barrio. Pero el arraigo y el afecto que tiene por él no lo engañan y resignado acepta que las costumbres de Tepito cambiaron a partir del terremoto de 1985. El sismo mató a muchos y alejó a otros tantos dejando el barrio en manos de desconocidos. “No, no estoy amarrado al barrio. Me iré cuando me muera o cuando el último de mis amigos haya muerto. No antes”, concede apesadumbrado.
No hay razones para apresurar la despedida. Sólo en una ocasión ha sido víctima de un acto de violencia, cuando hace cinco años un par de muchachos, que don Enrique no conocía, exigiéndole dinero tuvieron que conformarse, a falta de éste, con un par de botellas de ron. Los ladronzuelos pedían como parte del botín refrescos fríos. No los tenía y sin pensarlo los refirió a la tienda del “Jarocho”, a quien minutos después mataron “por un par de cocas frías”. Desde la muerte del “Jarocho”, cuando hace las de cantinero en el Salón Modelo, donde no se permite la entrada a “señoritas”, se da a la tarea de calmar los ánimos de borrachos desmemoriados e impetuosos.
Para él el confesionario y la barra de una cantina juegan papeles de igual importancia y la frase de “para el cura y el cantinero las confesiones son sagradas y secretas” será la respuesta a cada pregunta en que don Enrique intuya una indiscreción.
Pero el secreto de confesión de que es depositario tiene sus límites y está dispuesto a quebrantarlo para traer desde lejanos rincones de la memoria la historia de dos robos célebres en el barrio, causa de orgullo por “los buenos ladrones” de antaño.
Cuenta que cuando el gobierno de Adolfo López Mateos realizaba los preparativos para recibir la vista de John F. Kennedy (en junio de 1962), Herrick Hubbard, un agente de la CIA, se hospedó en el Hotel del Prado (que fue demolido tras el temblor del 85) para afinar los últimos detalles de la logística del viaje. Una mañana, cuando Hubbard caminaba por el vestíbulo hacia la salida del hotel, chocó con Carlos, carterista de una finura irrepetible. El breve encuentro no había sido casual, y el empujón, entre la sorpresa, la confusión y las disculpas, bastó a Carlos para tomar la cartera del agente. Uno sólo buscaba dinero para pagar la primera comida del día; el otro se le atravesó en el camino. Cerca del mediodía, mientras Enrique atendía la barra de la cantina, llegó Carlos, visiblemente perturbado. Fiel a sus labores de confesor, Enrique inquirió sobre el malestar de su cliente. Carlos prefirió ahorrarse las palabras: de la chaqueta sacó la billetera robada. Don Enrique aún recuerda la impresión que le causó la placa que “parecía de oro”. Temerosos de que las relaciones México-Estados Unidos se vieran afectadas, decidieron llamar al hotel y reportar el incidente. Carlos devolvió la cartera a Hubbard quien, apenado, se deshacía en felicitaciones a las diestras manos del carterista. Como recompensa, éste pudo conservar los dólares.
La otra que cuenta don Enrique tiene lugar en los años setenta, cuando el “Carrizos” y el “Niño Narciso”, famosos ladrones del barrio, desaparecieron durante algunos meses. Un día, mientras Enrique servía los ajenjos y rompopes que en su casa se preparaban, llegaron, discretos y silenciosos, ambos bribones. Todos en el Salón Modelo guardaron silencio y los siguieron con la mirada hasta que llegaron al final de la barra. Enrique les ofreció el primer trago. El silencio era casi total, sólo se escuchaban las gargantas nerviosas humedecidas con aguardiente. “¡Carajo, muchachos, nos tienen con el Jesús en la boca! ¿Dónde se han metido?, ¿qué les ha ocurrido?”, preguntó Enrique haciéndole un favor a su curiosidad y a la de sus clientes. Y en eso “el pinche ‘Niño Narciso’ se suelta a carcajadas y empieza a gritar: ‘Nos chingamos al preciso, nos chingamos al preciso’.” El “Carrizos”, sobrado de sí, les relató que meses atrás habían logrado colarse a la casa del entonces presidente Luis Echeverría, en San Jerónimo, para robarle “dos que tres pendejaditas”. Pudieron entrar sin ser detectados, pero a la salida fueron capturados por el Estado Mayor Presidencial. El “Carrizos”, ante la audiencia cautiva del Salón Modelo, narró un diálogo imposible entre ellos y el EMP, repleto de groserías y halagos mutuos. Finalmente, la guardia presidencial reconoció su casi artística propensión al hurto y con un par de palmadas en las espaldas los despidió de San Jerónimo, aconsejándoles no dejarse ver por un tiempo. La cantina estalló en vítores hacia los ladrones. “Estábamos tan orgullosos de los nuestros que esa tarde los muy hampones bebieron gratis”, relata don Enrique.
Cuando el barrio se levanta
Si usted planea un viaje a Tepito es aconsejable llegar cerca de las ocho de la mañana. Así no sólo podrá despejar su ruta sino que tendrá oportunidad de ver cómo se despereza el barrio. A estas horas de las bodegas salen cientos de armazones, los comales se calientan, el café y las migas (potaje preparado con agua, chile ancho, huesos de res y cerdo y al que, como toque distintivo, agregan trozos de bolillo) hierven esperando a los primeros transeúntes. El ambiente es un festín de ruido metálico y olor a grasa quemada.
Si cruza un saludo con los puesteros o ventila algunas dudas sobre su ubicación, no se sienta extrañado si a bocajarro, como si lo conocieran, lo alburean. Trate de pensar en las posibilidades del juego de palabras y siéntase abiertamente retado a un duelo de albures. Pero sobre todo no albergue muchas esperanzas de salir victorioso de ese combate verbal.
Miguel, un vendedor de discos pirata, confirma que sí, sin duda asaltan a los que “se apendejan” y que muchas veces ni siquiera se necesita una arma. Él lo ha hecho y “es pura presión de la mente, les llegas por atrás y te los bailas con el choro”, pero también sabe que la fama de que en Tepito asaltan no conviene a nadie, pues ahuyenta a la clientela. Así que el protocolo entre comerciantes es cuidar, por lo menos dentro de su puesto, a sus clientes. Pero la protección que los comerciantes ofrecen depende de la cantidad de dinero que sus mercancías atraen. Por ejemplo, los vendedores de relojes, alrededor del Deportivo Tepito, ofrecen un espectro de seguridad más amplio: sus principales compradores son escoltados, hasta la puerta de sus coches, por gente de la zona. La contraparte es que muchas asperezas entre puesteros se liman llevando a la ruina al contrincante, asaltando de manera sistemática a todos sus clientes.
En Tepito ser asaltado o no depende tanto de la ingenuidad, el descuido o la ostentación del cliente, como de a quién y qué le compra.
Otro método preferido de asalto es mediante motonetas, vehículo común de transporte por las calles de Tepito; en términos de tránsito resulta poco práctico pues la cantidad de peatones y comercios acota los límites de velocidad. Pero a pesar de todas las complicaciones las motonetas son efectivas para despojar a los peatones de sus pertenencias y acelerar una cuadra para entregar el botín a un cómplice. Con ello logran disfrazar el delito.
Un narcomenudista temible
El “Enterrador” nació y vivió en la vecindad ubicada entre las calles de Tenochtitlán 40 y Jesús Carranza 33 hasta el 14 de febrero de 2007, fecha en que el GDF emitió un decreto de expropiación por motivos de “utilidad pública”.
En Tepito la venta de pequeñas dosis es sumamente redituable. Cigarrillos de mariguana en veinte pesos y puntos de crac por quince: son precios accesibles que crecen exponencialmente el mercado de consumidores pues “hasta el más jodido tiene veinte varos para ponerse”.
El “Enterrador” es un intermediario entre los vendedores de mariguana, cocaína y crac y los consumidores. Su negocio consiste en tomar la orden del cliente, cobrar por adelantado y hacer la transacción con el vendedor principal. Los intermediarios como él cumplen una función doble: por un lado, evitan al “choncho” convertirse en un rostro conocido para cientos de consumidores menores; por otro, le ahorrarán a usted, en caso de estar interesado, un mal rato al ser amedrentado por la escolta de estos vendedores. A esta doble labor corresponde también una doble paga: el “Enterrador” recibirá una comisión por parte del distribuidor y otra que logrará sacarle a usted entregándole menores cantidades de droga o pidiéndole más dinero por la mercancía.
La fama del “Enterrador” no es muy buena. Nadie se aventurará a darle una explicación de cómo se ganó ese mote. Si el apodo le trae a la mente a los peones que, después de haber recibido el toro la estocada, dan vueltas a su alrededor para acelerar su muerte, no estará tan errado, pero por supuesto nadie confirmará nada y tampoco nadie lo desmentirá. Sin embargo, la gente que lo conoce se sentirá un poco más libre para quejarse sobre la calidad de la mariguana que él vende: “Al barrio puro coquito, las colas chidas se las guardan para Polanco”, lamentarán los consumidores del barrio.
“Van a ver a Tepito arder”
El 16 de marzo cerca de mil tepiteños formaron el Foro Abierto Tepito (FAT) para “echar abajo el plan de Marcelo Ebrard-Slim que pretende expulsar a casi treinta mil gentes del barrio”. La consigna de los foristas es poner un alto a “los grandes capitales nacionales y extranjeros que buscan despojarlos de sus casas y lugares de trabajo”.
El foro nace dividido: por un lado se encuentran los 63 líderes de comercios ambulantes y sus agremiados y, por otro, quienes se asumen como “tepiteños de verdad, sin banderas políticas”. Unos y otros se acusan de encender los ánimos del barrio para con ello justificar los operativos que, aseguran, el gobierno de la ciudad tiene previsto implementar dentro de poco para desalojar la zona. Los vecinos están convencidos de que la expropiación del 40 de Tenochtitlán fue el comienzo de un gran proyecto de transformación urbana que acabará con Tepito y sus tepiteños. Y peor aún, están casi seguros de que Ebrard pactó con los líderes de ambulantes la rendición del barrio.
Irma y Pedro se reúnen diariamente en las asambleas abiertas que el FAT organiza sobre la calle de Bartolomé de las Casas a las diecinueve horas y aseveran que el barrio bravo no hizo gala de su fama el 14 de febrero pasado, fecha de la expropiación, por dos razones; la primera fue que el operativo, al llevarse a cabo en la madrugada, los tomó por sorpresa y, la segunda –posiblemente la decisiva–, que los vecinos están hartos de las mafias que se habían apoderado de esa vecindad y que los mantenían en un incómodo estado de alerta; por eso, sólo por eso “no ardió Tepito el día del amor y la amistad”.
La gente de la generación de Irma y Pedro, que deben rondar los cincuenta años, se expresa en el mismo sentido: “Apoyamos que saquen a los malandrines del barrio, pero que no paguen justos por pecadores.” Acusan al gobierno capitalino de iniciar una “ofensiva discriminatoria en contra de los habitantes de este barrio en su afán de entregar su territorio a empresarios nacionales y extranjeros”. Para ellos la estrategia de expropiar predios en la zona por motivos de “utilidad pública” es una salida fácil por parte de las autoridades. “¿Si ya saben quiénes son y qué venden, por qué no vienen y se los llevan? Nosotros también queremos vivir en paz.”
Los vecinos dejaron que los 5,600 metros cuadrados de Tenochtitlán 40 y Jesús Carranza 33 fueran tomados por las autoridades, porque pensaban que con eso se mandaba una señal de escarmiento a los vendedores de drogas y armas.
“Tepito no cargaría más con culpas ajenas”, aunque eso les costara a 73 familias, que al parecer no tenían nada que ver con las actividades ilícitas de la vecindad, perder sus casas.
Pero los vecinos ahí reunidos temen que la “no acción” por la que optó el barrio ese día se lea de manera equivocada y el gobierno decida que es más fácil arrasar con el barrio que diferenciar el grano de la paja. En ese caso, advierten, “van a ver a Tepito arder”.
Irma y Pedro acusan de apatía y confabulación a las autoridades, “pues no es ningún secreto que en el 6 de Jesús Carranza o en el 78 de Peralvillo se venden drogas y armas”. ¿Por qué no se detiene a estas personas? Nadie lo sabe y su libertad sólo fortalece las sospechas y temores de los vecinos de que esos grupos tienen comprada la impunidad gracias a sus “padrinos judiciales”.
Asesino sin censura
El mostrador de la recepción de la agencia número uno del ministerio público ubicada a unas cuadras del metro Tepito luce vacío. Al fondo, detrás de los cubículos, se oye el barullo que un grupo de cinco policías arma sin reparo. Esperando en el mostrador, el “San Quintín” (apodado así por los cuatro años y medio que pasó en esa cárcel californiana), un hombre calvo, delgado y correoso, con un escandaloso derrame en el ojo izquierdo, enmarcado con accidental simetría por un par de costras, se muerde inquieto los labios.
Desde su puesto de tenis en la contraesquina del MP ha visto que han traído a “una rata por andar de pedo” y ha venido a toda prisa con la esperanza de que sus amigos “licenciados” o los de la AFI le den permiso de “recetarle un masajito” a aquel pobre tipo, con quien, dicho sea de paso, “ya se ha dado sus trompos en el pasado”. Después de varios minutos, los policías sacan a empellones al borracho y haciendo caso omiso de preguntas y peticiones cruzan la Plaza del Estudiante; entre teporochos y mendigos doblan en la primera esquina y se pierden de vista.
El “San Quintín” habla sin censura alguna de sus portentosas heridas. Las más frescas, con la sangre aún por coagular, son el precio de la infidelidad, ganadas al tratar de impresionar con una motocicleta a su amante. Después de algunos detalles no solicitados sobre su frustrada vida marital y los sinsabores que ocho hijos con seis mujeres distintas a sus escasos 36 años le provocan, concluye que está “vivo de milagro”.
La palabra “milagro” le funciona como entrada para hablar un poco de su vida. Nació y creció en Tepito. Vendió “perico” muchos años, gracias al cual pudo hacerse de “buenas naves”, pero no fue sino hasta que empezó a viajar a Colombia con las suelas de los tenis vulcanizadas y repletas de “puro fajo de cien dólares” para pagar las drogas del barrio cuando empezó a “hacerse de varo en serio”. Como muchos vecinos de Tepito, el “San Quintín” es arisco y de ánimo temperamental para la charla y a más de dos preguntas al hilo responde con una interrogación inquisidora: “¿Eres policía?” Así que, restringida la sección de preguntas, las anécdotas de Colombia, su estancia en San Quintín y la venta de drogas en Tepito suceden a su contentillo, engalanadas con notas de astucia, valor y virilidad.
No sólo era un traficante. Por esos años también estudiaba contabilidad en la UNAM y se vio obligado a acabar la carrera pues era la única condición que su abuela le había impuesto para terminar de heredarle en vida dos puestos en el tianguis y dos locales más a las orillas de Tepito. Tras recibirse se dedicó de lleno al tráfico de drogas y a la venta de tenis, pero pronto descubrió, en los constantes viajes a San Diego, una veta igualmente lucrativa: el comercio de armas. Empezó a cruzar Colt Delta Elite de diez milímetros. Con una de estas pistolas el “San Quintín” se convirtió en un asesino y, sin un gesto de remordimiento, rayano en el cinismo, confiesa que “ya debe tres [vidas]”. Todas penosamente ridículas. La primera porque “el fulano no aflojó la nómina: pinches setecientos pesos”; la segunda “por andarse de pancheros con la que era mi vieja en ese entonces”, y la tercera “por pendejo yo, porque pensé que le había dado en las patas, pero le di en la vena de la ingle y se desangró”.
El “San Quintín” afirma que desde hace un par de años sólo vende “perico, piedra, chochos y mota a los cuates y, eso sí, tenis pa toda la ‘bandera’”. Pero además ofrece las pistolas Delta Elite, contactarte con quienes por cinco mil pesos “matan por ti” o investigan a alguien por diez mil. Extraña escala de precios en que es más cara la información que cobrarse la vida de alguien.
Templito, fierrito, pito…
Sobre el origen de la palabra Tepito existen varias versiones, aunque la mayor parte de ellas coincide en otorgarle una raíz etimológica que la vincula con imágenes de un templo o una tierra marginada de pequeñas dimensiones. De acuerdo con el Diccionario de aztequismos de Cecilio A. Robelo, Tepito viene de teocali-tepiton que significa “pequeño templo, ermita o capilla”.
En el Vocabulario en lengua castellana mexicana, fray Alonso de Molina la asocia a tepíyotl, “pequeñez”, o tepitóyotl, “cosa pequeña”; refiriendo que “era un barrio menor perteneciente a un barrio mayor”. Y Pedro de Urdimalas comenta que Antonio Caso hablaba de un tianguis de objetos usados a las afueras del mercado El Volador, al que llamaba “El Tepo” (otro nombre para el fierro). Este mercado fue trasladado a la plaza de San Francisco el Menor o Francisquito y, por el uso de diminutivos, “El Tepo” se habría convertido en “Tepis” y luego en “Tepito” (Centro de Estudios Tepiteños).
También están las explicaciones de corte “ancestral” que ven una analogía mítica e inexplicable entre las palabras “México” y “Tepito”, pues ambos vocablos “constan de tres sílabas y están pareadas sus tres vocales. Y este amarre no es casual”. Por último está la interpretación popular que atribuye el origen de la palabra “Tepito” a una anécdota conocida entre los vecinos. Cuentan que años atrás, cuando los policías se preparaban a realizar sus rondines de vigilancia, se proponían como estrategia de captura lo siguiente: “Si veo a un ratero te pito.” El número de veces que tenían que utilizar este pequeño instrumento de sonidos agudos –el pito– para anunciar la presencia de un granuja era tan numeroso que, poco a poco, el te pito se convirtió en señal de miedo, de resignación de las autoridades y de orgullo de los locales.
Las cifras del crimen
De acuerdo con la Dirección General de Estadística e Información Policial de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, en 2006 se reportaron trescientos diecisiete robos a transeúntes dentro del sector Morelos. De enero a mayo de este año los robos a personas que circulan por la vía pública suman ciento siete. La mayor parte de estos asaltos no son violentos, usualmente se llevan a cabo por medio de “el abrazo del diablo”, lo que significa que, si de buenas a primeras un desconocido te abraza, “ya te jodiste y vas sacándote tus chivitas”.
Según la SSP-DF, 32.6% de las denuncias de asaltos apuntan a las calles de Tenochtitlán y Jesús Carranza. Sobre esta última se detuvo a 18.43% de los 2,200 arrestados de la colonia Morelos durante 2006. También se recomienda evitar la calle Bartolomé de las Casas.
Procure no acudir los sábados, martes y viernes pues, de acuerdo con el Sistema de Información Policial, durante 2006, 16.2% de los delitos se cometieron en sábado, 15.4% en martes (día en que el tianguis descansa) y 15.3% en viernes. El mejor día puede ser un domingo (cuando sucede sólo 13.1% de los delitos cometidos) o un miércoles, cuando la posibilidad de ser víctima se reduce a 13.5 por ciento.
Entre ocho y nueve de la mañana, aunque habrá poco movimiento comercial, la probabilidad de ser asaltado en la vía será mínima, si acaso de veinte por ciento. Entre doce y cinco de la tarde la posibilidad de recibir el “abrazo del diablo” se multiplica, alcanzando hasta setenta por ciento si se decide por el horario de dos a tres de la tarde (véase la tabla). ~
Información práctica
• Ubicación: Tepito, en la colonia Morelos, está encuadrado por la Avenida del Trabajo, Reforma y los ejes 1 (Rayón) y 2 (Manuel González). El barrio se distribuye entre las delegaciones Cuauhtémoc y Venustiano Carranza y comprende tres distritos electorales.
• Población: Cerca de 38,000 habitantes, más diez mil personas que conforman la población flotante (comerciantes).
• Idioma: Español (oficial) y coreano (si usted está interesado en establecer relaciones mercantiles en la zona). Baste para avalar esta recomendación la denuncia que el año pasado hizo Víctor Cisneros, presidente de la Unión de Comerciantes del Centro Histórico, en que afirmó que “la mafia coreana” surtía mercancías de procedencia ilegal a cientos de líderes de vendedores ambulantes (63 para el caso de Tepito) y que algunas de las cabezas visibles de esta mafia estaban comprando negocios establecidos. Cisneros calculó, en ese entonces, en 2,500 el número de coreanos que trabajan y actúan de manera impune en las calles del oriente del Centro Histórico y en Tepito.
• PIB: A nivel nacional la economía ilegal representa veinte por ciento del Producto Interno Bruto y el comercio ilegal genera pérdidas anuales por 12,500 millones de dólares. En Tepito, irónicamente a sólo unas cuadras de la Procuraduría General de la República, se venden siete de cada diez productos pirata que se consumen en México.
• Fiestas: El 1º de noviembre se celebra la fiesta de la Santa Muerte (calle Alfarería número 12). El 8 de diciembre es la fiesta patronal del barrio.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.