En
México la antigua tradición del libro misceláneo
ha recuperado terreno perdido gracias, sobre todo, a escritores que
Octavio Paz congregó en el proyecto editorial de Vuelta.
Gabriel Zaid, Alejandro Rossi, Adolfo Castañón y
Aurelio Asiain, entre otros, aunque de generaciones diferentes e
idiosincrasias estéticas inconfundibles, han compartido la
fascinación por un hábito literario prestigioso en la
era modernista –títulos como Azul…
y Lunario
sentimental lo prueban– que casi desapareció del
horizonte hispánico hasta los años sesenta, cuando
Borges y Cortázar lo reactualizaron. En Caracteres
de imprenta (1996), Asiain ofreció una miscelánea
organizada con perfil ensayístico que incorporaba con
naturalidad la semblanza, la entrevista y la traducción. No
obstante que Luna en la
hierba funciona como antología de poemas japoneses
“elegidos, traducidos y comentados” por Asiain –según
rezan la cubierta y la portada de Hiperión–, no debemos
olvidar la familia a la que más exactamente pertenece, que es,
a mi ver, la que acabo de describir.
En
las obras de los mexicanos que he mencionado se observa una clave
común: no tanto la diversidad de géneros o temas que
abarca el volumen como el diálogo de lo diverso con una raíz
ensayística. Dicha tendencia se comprende si prestamos
atención a que, desde su nacimiento, el ensayo cultivó
la heterogeneidad. Montaigne se refería a sus Essais
como “cuerpos monstruosos compuestos de miembros distintos” y
Bacon a sus Essays
como “meditaciones dispersas”. El giro que le da Asiain a la
miscelánea con Luna en
la hierba es de una milagrosa indeterminación
formal: pese a la operación de mercadeo editorial que quiere
simplificarlo para el rápido consumo y pese a la tendencia
ensayística de Caracteres
de imprenta, el nuevo libro se las arregla para ser varias
cosas a la vez sin que ninguna de ellas predomine. Estamos ante un
florilegio de traducciones, pero, no menos, ante un conjunto de
ensayos acerca de la lectura y traducción de poesía y
ante una resurrección de los antiguos cancioneros.
Sobre
lo que tiene de antología de poesía vertida al español,
cabe indicar que el prologuista es consciente de que en ese
territorio abundan los precipicios: “Las versiones imitan la forma
japonesa, se apegan a la cantidad silábica del original […]
e intentan seguir el orden de las palabras y las imágenes de
los originales. Son criterios desde luego discutibles” (p. 15). El
verbo imitar nos
da la primera pista: estas traducciones no pretenden reemplazar el
texto matriz, porque serán siempre una escritura otra.
Desde hace siglos se ha sugerido que dicha escritura está
condenada a un rango inferior:
Some
hold translations not unlike to be/ The wrong side of a Turkey
tapestry (para curarme en salud me abstengo de traducir los versos de James Howell, que modulan, por cierto, un cliché
tampoco evitado por Cervantes). No me parece que a eso pueda
confinarse una “imitación”, la cual postula con valiente
humildad su condición de sombra de una voz fugitiva. Nada
ingenuo es Asiain; buena parte de sus comentarios se ocupan de la
imposibilidad de transportar de una lengua a otra el vocabulario o
los efectos de éste en el lector; a veces, ofrece incluso
versiones “más literales” que, no por ello, resultan más
satisfactorias para el intérprete, quien, tras optar por una
de las variantes, advierte: “espero que haya quedado lo esencial”
(p. 80). De esa manera, se desarticulan las expectativas de fusión
con el origen; se renuncia a la autoridad tradicional de muchas
traducciones que acumulan capital simbólico aprovechándose
de la fe de un público realista y melancólicamente
resignado a la ciudadanía de Babel. Asiain enfatiza la índole
doble de su tarea: es un intermediario, como los traductores a los
que aludo, pero también se revela como crítico,
hermeneuta.
El
latín interpretatio,
recuérdese, significaba tanto la acción de explicar
como la de traducir de un código verbal a otro: fuera del
lenguaje, al fin y al cabo, nunca encontraremos sentido; sólo
con palabras podemos aproximarnos a las palabras. En tal aporía
que pone una y otra vez en evidencia, en tal laberinto, Asiain acepta
perderse con júbilo. Al reflexionar sobre los esfuerzos que
requiere la comprensión de un poema, sobre el fascinante
riesgo de imitarlo en otro idioma, su iniciativa no establece una
sensación de identidad entre el original y nosotros
(equivaldría a mentirnos, a engañarnos). Lo recibido
por quienes desconocen el japonés es una invitación a
comulgar inteligentemente con la existencia de una distancia
insalvable.
De
allí parte el ensayismo de Luna
en la hierba, cuya materia serían los avatares de
la lectura de poesía, particularmente en el umbral de dos o
más lenguas. Multitud de indicadores permiten percibir la
lucidez con que Asiain delinea el sutil espacio de su ensayo,
agazapado en la “edición”. Un “Aviso” precede al
volumen, sentando, tal como el “Avis au lecteur” de Montaigne,
bases conceptuales con un tono de intimidad intelectual. El
intercambio epistolar con un amigo muy concreto, por ejemplo, se
señala como génesis de los comentarios a las
traducciones (p. 16), lo que hace fácil proyectar la amistad
al público que ahora lee. Montaigniana, asimismo, es la lucha
con los absolutos metafísicos o las ilusiones de objetividad
del cientificismo moderno. Asiain lo recalca: “Los comentarios
[…] quieren justificar mis decisiones, explican los criterios en
que me he basado y los caprichos a los que he cedido, aclaran puntos
oscuros y se distraen a veces en consideraciones laterales” (p.
16). La “distracción” como método, si hacemos
memoria, es una constante de los Essais.
De igual importancia es la peculiar coherencia del sujeto que no se
limita a traducir o a hacer la exégesis de textos
inalcanzables. Repárese en los “caprichos” que se
anuncian; también en la entronización del gusto
como quizá el más humano de los criterios a la hora de
discutir un poema de Kiyohara no Fukayabu: “el original no dice a
la letra que la noche no se haya cerrado; dice que aún está
anocheciendo y se asoma el alba; pero me gusta la oposición
entre la noche que no se cierra y las nubes que caen como un velo”
(p. 54). El de Asiain es un personaje que, como el de los Essais,
recrea una red de preferencias en el fondo intuitivas o irracionales;
por si ello no bastara, su humor liquida toda pretensión de
que el conocimiento provenga de una fuente abstracta, no individuada:
“Niho no humi,
en la primera línea [de un poema de Fujiwara no Ietaka],
podría traducirse como Mar de los Somormujos: nombre poético
del Lago Biwa en japonés, algo rasposo en español y
menos evocador que el habitual. Dejo esos patitos a otros
traductores” (p. 76).
El
ensayo que puede descubrirse en esta antología se transforma
en biografía mental del que escribe: téngase en cuenta
el je suis moi-même la
matière de mon livre con que Montaigne nos
saludaba. El Asiain editor parece repetir el gesto. La descripción
que en varias oportunidades hace de la tradición poética
japonesa se asemeja a la que podría hacerse de su propia
lírica. Su poemario República
de viento (1990), que mereció el Premio Loewe a la
Creación Joven, no ocultaba su adhesión a cierto
barroco alejado de las exuberancias ornamentales de los epígonos
de Lezama y cercano a un disciplinado ascetismo sediento de
trascender las proliferaciones ilusorias para alcanzar una verdad
desnuda, casi pura (“cosas elementales, que no vale la pena/
empeñarse en nombrar”). Para Asiain, ahora en su papel de
editor o traductor, “a cambio de no extenderse más allá
de las treinta y una sílabas, la poesía japonesa tuvo
una suerte de crecimiento interior: […] sometió su universo
simbólico a una codificación extrema que no podía
sino resolverse en un manierismo. [Su] complejidad formal y el
enrarecimiento referencial hacen pensar en [el] barroco español”
(pp. 13-14).
Luego
de cruzar el puente que une la edición de poesía a una
estética personal, llegamos al último de los libros que
cohabita armónicamente en Luna
en la hierba con los que ya he apuntado: el cancionero. La
labor dispersa de los antiguos trovadores occitanos fue, para nuestra
fortuna, compilada por individuos que, no contentos con la
reproducción de las canciones, les añadieron vidas,
relatos biográficos, y razós,
interpretaciones de las piezas que intentan dar con los motivos
personales o artísticos del trovador. Suma de creaciones: a
las del poema japonés y la “imitación” castellana,
Asiain agrega una página especular con un “comentario”
hecho a veces de vida,
a veces de razó
y casi siempre lleno de felices cristalizaciones de su sensibilidad
poética, donde hallamos fraseos eficaces, no ancilares,
animados con el mismo rigor del poema y su traducción. Ante
una composición de Ôtomo no Yakamochi la discusión
sobre aliteraciones, por eso, puede recurrir a la aliteración
y se carga de imágenes: “No hace falta saber japonés
y ayuda el oído español para percibir el aleteo de las
aliteraciones en la primera mitad del poema: un paisaje fonético
en cuyo centro se despliegan las dos alas de harubi
ni hibari (alondra en el día de primavera)” (p.
26).
Luna
en la hierba depara una
imprevista riqueza, en la que participan la curiosidad cultural y la
límpida destreza literaria de un autor que dialoga con
diversos poetas y diversas épocas, encarnando en la práctica
del libro una experiencia de otredad. ~
(1964) es escritor venezolano y profesor de literatura en la Universidad de Connecticut.