Si no corriéramos el riesgo de reducirla a ese solo rasgo, toda la poesía de Haroldo de Campos (1929-2003) podría quedar emblematizada por la famosa reflexión de Maiakovski: “Sin forma revolucionaria no hay arte revolucionario”. Esas palabras sirvieron de lema a los jóvenes poetas brasileños que, en la década de 1950, no sólo transformaron el panorama de la poesía de su país, sino que enriquecieron la literatura contemporánea desde posiciones de extraordinaria radicalidad estética. Ninguno de los creadores que fueron referencias fundamentales para el Concretismo brasileño (Mallarmé, Joyce, Pound, Cummings, Anton Webern, Pierre Boulez, João Cabral de Melo Neto…) lo había dicho de modo más sintético que el poeta ruso.
La “forma revolucionaria” ha sido, en efecto, el principio creador que alimenta una poesía fundada en la invención sonora, la plasticidad verbal y la exaltación de la materialidad del signo. La “forma revolucionaria” de Haroldo de Campos nos sorprende en todo momento por su adaptabilidad metamórfica a toda clase de temas, incluida la historia colectiva, y por supuesto a las experiencias personales y a los hechos de la imaginación. Con un rigor insólito aparece este moto obsesivo de la composición en los primeros poemas-carteles del autor en la década de 1950; también en los poemas-pintura de Xadrez de estrelas (1977), cuyos diagramas fónicos se despliegan en la página en blanco como partituras. La importancia otorgada al hecho material –casi “alquímico”– de la lengua poética atraviesa de igual modo las prosas oceánicas de Galaxias (1984), a cuya redacción el poeta dedicó casi tres lustros. Y también los poemas críticos de A educação dos cinco sentidos (1985), o los textos multifacetados de este Crisantiempo que se presenta en muy cuidada traducción castellana de Andrés Sánchez Robayna.
Los poemas de Haroldo de Campos constituyen, en primer lugar, un ascenso a la potencialidad sonora de las palabras, que en sus movimientos y aleaciones creadoras van poniendo en orden los fragmentos de un mundo, el mundo del autor, un mundo rico, disperso, brillante, irónico, doloroso, bello y caótico. Esta poesía no da cuenta de la infinita variedad de la existencia sino mediante una inmersión en la textura fenoménica del poema, que se convierte en un verdadero campo de pruebas. La poesía como experiencia total y fenomenológica del mundo, en todas sus dimensiones, rompe los límites de lo real y lo imaginario. La poesía deja de ser la experiencia deficitaria o parasitaria de una concepción preestablecida del mundo para, al contrario, organizar su propio mundo mediante la invención, otro concepto clave de esta visión poética. Véase el propio título del libro, Crisantiempo (en el espacio curvo nace un), una frase que se retuerce sobre sí misma como una banda de Moebius, introducida por una palabra-montaje (crisantemo + tiempo) de sabor joyceano.
El libro se estructura en siete secciones: “Entre Venus y Minerva”, “Finismundo: el último viaje”, “El ángel izquierdo de la historia”, “Personajes”, “Yugen: cuaderno japonés”, “American impromptu”, “Arpa de David”, “Estancia en Canarias” y “Carmina”. En ellas, como ya puede verse en los mismos títulos, encontramos alusiones tanto a autores y concepciones críticas y filosóficas diversas como a experiencias personales trasmutadas en el lenguaje poético. De extrema belleza es el poema “Finismundo”, que recupera el tema del viaje final de Ulises, envuelto por el atrevimiento de la hybris y los avatares que lo llevan a su misteriosa desaparición. Pero el Ulises de Haroldo de Campos reaparece, moderno, en medio de la escena urbana, espiado por semáforos. Junto a este poema de carácter filosófico encontramos otro sobre la masacre de los campesinos “sin tierra” en Eldorado dos Carajás (Pará), un poema de durísima denuncia social: “El ángel izquierdo de la historia” toma cuerpo a partir de una serie de diseminaciones paronomásticas que, finalmente, conforman un bello poema de enorme potencia crítica.
En octubre de 1991, Haroldo de Campos viajó a Japón. Su devoción por la cultura, la lengua y la literatura japonesas le llevó a escribir una serie de poemas breves, “Yugen”, la más extensa del libro, en la que la arquitectura y la concreción lingüística llegan a su máxima sutileza. Motivada también por otro viaje, el realizado esta vez a Israel en abril de 1994, es la serie “Harpa de David”. Como en las secciones citadas, en la titulada “Impromptu americano” o en “Estancia en Canarias”, el poeta transforma el llamado “poema de circunstancias” –en este caso las circunstancias del viaje– en un verdadero ejercicio imaginativo de alta densidad lírica. La ocasión del viaje ofrece al poeta la posibilidad de experimentar con uno de sus actos creativos más interesantes, el denominado por el propio escritor como “shot mnemónico”: el rápido apunte, la analogía relampagueante, el golpe (coup) silábico forman sobre la página estructuras poéticas en las que la máxima condensación verbal puja con la total apertura del lenguaje. El cuaderno “davídico” toma así la pauta de un diario poético de viaje en el que aparecen los rastros perfumados del Cristo por la Vía Dolorosa y los pabilos de las menorás en el Museo del Holocausto. Dos años después de su viaje a Israel, el poeta viajó a Canarias. En Tenerife visitó la casa natal del Padre Anchieta, el jesuita canario considerado en Brasil como el padre de las letras brasileñas. Surgió de esa visita un poema bellísimo, “El fundador”, pero el viaje deparó otros poemas importantes: en el titulado “Tenerife” contemplamos un atrayente cuadro paisajístico-fonético, en el que los volcanes de la isla son vistos “como bulbos de soplo/ que vibran en la luz”, imágenes que se combinan con otras de sabor alquímico (la poesía es una luz oscura “que el día abrasa/ y el sol nocturno enfría”). ¿Qué significa, allá en Canarias, se pregunta el poeta, esa noche que se vuelve día y ese día que se vuelve noche? La respuesta se consuma en seis versos de belleza absolutamente memorable: “no sé:/ respóndeme/ poesía/ si no serán tus turbulencias/ que en la noche hacen sol/ y oscuridad al mediodía”.
Crisantiempo, en suma, representa una comprometida experiencia de la aventura poética como invención y permanente recreación del lenguaje. La energía creadora de una obra como la de Haroldo de Campos, partiendo de lo que la fundamenta –la poesía como estallido o liberación del lenguaje, como réplica crítica al utilitarismo y la manipulación de las palabras–, conduce a una reflexión sobre lo real, lo material y lo histórico que sitúa el vórtice de la acción poética más allá de los límites convencionales de lo bello o lo real, para alcanzar los espacios de una realidad total y trascendental. ~