Peter Jackson contra el cine

La última entrega de la trilogía del Hobbit es al mismo tiempo una muy mala película y una víctima del sistema que la propició. 
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Pocas películas comerciales han tenido una preproducción más accidentada que la trilogía de The Hobbit. Un conflicto entre distribuidoras difícil de entender y, por lo tanto, difícil de explicar, obligó a Guillermo del Toro a abandonar el proyecto cuando aun se hablaba de dos películas en vez de tres. Tras la partida de del Toro, que pasó más de un año en Nueva Zelanda, se barajaron otros nombres, hasta que las películas cayeron de vuelta en manos de Jackson, el director de The Lord of the Rings. Después de filmar ambas entregas de forma simultánea, Jackson y los estudios MGM y New Line, declararon que The Hobbit, un libro que en ninguna versión o idioma rebasa las 300 páginas, se adaptaría en tres películas. Hasta los más grandes fans de la Tierra Media levantamos una ceja escéptica. Aun tomando en consideración los numerosos apéndices que J.R.R. Tolkien escribió para TLOTR, The Hobbit parecía demasiado angosto como para ameritar casi nueve horas en la pantalla grande. Bastaba hojearlo para saber que una sola entrega sería suficiente para narrar la aventura que lleva a Bilbo Baggins de la comodidad de su casa a las tripas de una montaña invadida por un dragón. ¿Dos películas? Quizás. ¿Tres, con 180 minutos para cada una? Con esa cantidad de tiempo, cualquier otro cineasta adaptaría La Biblia.

Quizás es injusto criticar una película desde su producción en vez de centrarnos en el material en sí, pero el caso de The Hobbit amerita el ejercicio, en tanto que revela el funcionamiento de una industria que, en aras de llenarse la cartera, ha perdido toda noción de mesura. The Battle of the Five Armies es al mismo tiempo una muy mala película y una víctima del sistema que la propició. Es curioso que Peter Jackson, el director de dos trilogías obsesionadas con el tema de la corrupción material, no haya aprendido la lección que su propia obra pregona. Thorin, parado sobre una pila de oro, incapaz de ver su avaricia, es más que una imagen elocuente: es el símbolo del proyecto en su totalidad.          

Fue una hazaña que, en 1999, un director mejor conocido por un drama boutique como Heavenly Creatures consiguiera 300 millones de dólares para filmar la que, a la postre, sería una de las franquicias más rentables en la historia de Hollywood. A pesar de su tamaño, TLOTR parecía un trabajo hecho en casa, filmado en Nueva Zelanda no por capricho sino porque el material parecía emparentado de manera escénica e idiosincrática con aquel país. Pero la trilogía de The Hobbit prescindió de las características que hicieron memorable a TLOTR. Los pixeles reemplazaron a la belleza de Nueva Zelanda, y el ímpetu quijotesco y admirable de una historia inmensa narrada desde un sitio tan lejano a Hollywood, fue suplantado por decisiones arbitrarias que echaban por la borda todo lo mejor de esa trilogía original, empezando por el respeto a la obra de Tolkien.

Si bien creo que alejarse de la fuente es una característica fundamental de las adaptaciones exitosas, TLOTR fue una excepción. The Hobbit también hubiese podido serlo si Jackson se hubiera apegado a la novela. De nueva cuenta, la extensión necesaria para tres películas juega en su contra. Por naturaleza, una adaptación debe podar el contenido de su fuente en vez de ensancharlo, como Jackson hizo aquí, inventando personajes, trasladando material de los apéndices y desarrollando subtramas. El resultado es una adaptación que no decide si debe olvidarse del libro o ceñirse a él a como dé lugar. Quizá no fue una decisión sencilla. The Hobbit es un libro difícil de adaptar. No solo es episódico: el impulso inicial de sus personajes no posee la nobleza de las motivaciones de Frodo y su comunidad. Aquí la meta no es acabar con un anillo capaz de destruir al mundo sino acabar con un dragón para recuperar una fortuna. Bilbo no emprende el viaje por el bien de la humanidad sino en busca de enriquecimiento personal, un propósito que no encaja con la brújula moral del cine hollywoodense. Jackson intenta sortear este brete dándole a la aventura un peso que no está presente en la obra de Tolkien, incluyendo a Sauron y fabricando la importancia de Erebor como punto estratégico para la guerra que se avecina. Quizás debería haber aceptado que The Hobbit cuenta una historia más modesta y menos heroica que TLOTR. Pero para hacer eso, Jackson hubiera tenido que comprimir, editar y manipular el contenido en vez de rellenarlo, una empresa imposible para un director que si puede contar algo en dos minutos lo cuenta en una hora.

La primera y la segunda entrega de esta trilogía al menos tenían un par de secuencias entretenidas y bien montadas: el encuentro de Bilbo con Gollum y, más adelante, su confrontación con el dragón Smaug. No es coincidencia que ambas se apeguen al libro, ni que en ambas aparezca Martin Freeman, un actorazo que merecía un mejor trampolín a la fama. The Battle of the Five Armies no tiene ningún as bajo la manga. Es una película planísima, con secuencias de acción tan plásticas y remotas como el pasaje introductorio de un videojuego de mediados de los noventa. Narrativamente es inconexa. Se nota que fue filmada en varias etapas, para extender su longitud y presentarla como una terna. Solo eso explica que aparezcan personajes como Dain, que a duras penas amerita un close-up y que después se esfumará sin despedirse, y que el destino de artefactos supuestamente esenciales para la trama, como la Piedra del Arca, simplemente se olviden a media película, sin explicación de por medio. A lo largo de dos horas y media, Thorin se vuelve malo, bueno, malo, bueno, malo y bueno otra vez, y lo mismo le ocurre, sin resorte externo o justificación verosímil, a Thranduil y Legolas. Hasta Bilbo, que decide inmiscuirse en una batalla ajena por ningún motivo comprensible, padece esta falta de concreción. En TLOTR, Jackson siguió la receta de Tolkien al pie de la letra para crear una trilogía excesiva, quizás cursilona, pero sin duda emocionante y especial. En The Hobbit, Jackson apenas si sigue el recetario original, improvisa ingredientes desafortunados e, intuyo, permite que otros chefs metan mano a la olla. Basta ver los detrás de cámaras, donde se habla de días de filmación con diez unidades simultáneas. ¡Diez! ¿Quién hubiera pensado que Peter Jackson™ se convertiría en un colectivo?

Amén de su robusta taquilla, The Battle of the Five Armies debería acabar con esa lamentable apuesta mercadológica en la que los estudios hollywoodenses dividen un solo tomo en dos películas para multiplicar ganancias. El ejercicio nunca ha salido peor que aquí, una obra que no sabe hacia dónde extenderse, qué narrar, cómo narrarlo o cómo culminarlo. 

 

 

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