El fin de la modernidad

En las últimas dos décadas quedó establecida la aceptación de todas las voces, sin necesidad de reflexionar sobre lo que dicen. ¿En verdad estamos en el lugar que queríamos?
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La distancia impone lo vergonzoso al aire de ingenuidad que se respiró en aquellos años. Bashar, traído de Londres para sustituir a su padre, Hafez al-Assad, luego de su muerte en el año 2000, prometía cierta modernidad a una Siria que, para ese entonces, no estaba realmente peleada con la idea de continuidad y apenas terminó recibiendo un acceso restringido a internet, una mínima apertura comercial y el reforzamiento de cada una de las estructuras, brutalidades y barbarie características de la dictadura familiar.

En México, para las mismas fechas, el periodo de hegemonía partidista daba la equivocada impresión de llegar a su fin y las nociones democráticas se exaltaban sin necesidad de mencionar pilares republicanos ni construir instituciones suficientemente firmes o hacer pedagogía para contrarrestar la naturaleza abusiva y presta a la mentira de la política nacional.

A inicios del año 2000, en Austria, dos partidos, uno de centro derecha y otro de extrema derecha, llegaron juntos al poder. El Partido Popular Austríaco (ÖVP), de tradición demócrata cristiana, formó una coalición impensable con el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ), cuyo primer líder fue funcionario nazi y miembro de las SS. En respuesta, durante unos meses, los países de la Unión Europea redujeron relaciones con Viena al mínimo. Luego del compromiso del canciller austriaco a encabezar un gobierno que respetaría la ley y los derechos humanos, se levantaron las sanciones y sus vecinos reconocieron legítimo al gobierno entrante, a pesar de contradecir la memoria y todos los postulados europeos de la posguerra.

Dicha ingenuidad exhibía en su falta de criterio la detestable necesidad de recordar lo obvio: no todas las opiniones son respetables ni tolerables. La vara depende de lo dañinas que pueden ser, aún más, al llegar a su aplicación práctica –ahí está el fascismo. A su vez, de manera positiva, esta candidez guardaba el valor de la palabra, pero anticipaba lo mucho que se devaluaría con la incorporación de un vocablo a lo coloquial en el planeta entero: la normalización. El fenómeno de aceptación de lo inadmisible encontró en ese episodio uno de sus puntos de partida. Era el inicio del milenio, con su entusiasmo sobre sólidos finalmente efímeros o tan frágiles como lo hemos sido las sociedades a lo largo de la historia. Vox, Meloni, Orbán, los Le Pen, Milei, Trump o Musk y su apoyo a la extrema derecha alemana –el partido Alternativa para Alemania, AfD– son parte de la herencia de aquel instante que solo pedía un segundo fenómeno para consolidarse. El combustible de la lógica del antípoda.

Hoy, tanto en Europa como en América, los radicalismos de derechas se normalizaron al punto de perdonar el sufijo de su adjetivo y han avanzado posiciones, ya sea en franca apertura a sus inclinaciones y nomenclatura o vestidos de una identidad de izquierda con amplia banalidad moral y frivolidad semejante a las derechas extremas. Es el caso mexicano.

Las marcas en el tiempo parecerían tener poco sentido, si no fuera porque gracias a ellas establecemos parámetros en la mirada. Ni el inicio del milenio dio, mientras sucedía, la impresión de representar gran cambio, ni tampoco su distancia una vez que nos acostumbramos a su ambiente. La fracción del calendario es útil para definir de manera tangible un espacio donde hicimos y no hicimos, destruimos y creamos, avanzamos o retrocedimos. ¿Por qué este último juego de verbos? ¿Quién decide si el adelante está enfrente o si denunciar el atraso es una forma de negar otra perspectiva? La respuesta es medianamente simple. No todo es subjetivo: retrocedemos cuando volvemos a los esquemas probados en el error y con desenlaces trágicos; retrocedemos cuando los acuerdos con posibilidades ventajosas se suprimen para dar lugar a aquellos con variables de tendencias más negativas que positivas; retrocedemos cuando los acuerdos del grupo excluyen a unos de sus miembros; cuando el futuro es un asunto capaz de ofrecer la eliminación de aquel con quien compartirlo.

¿En verdad estamos en el lugar que queríamos?

La modernidad es el futuro en el presente. Una promesa que contiene variables, quizá desconocidas, con un origen en lo que conocemos. Si las nuevas tecnologías nos han dado lo que entusiasma o preocupa, en lo político, en lo social y en lo cultural somos un vacío lleno de LEDs que no arroja nuevas corrientes de pensamiento y en el que tampoco hemos sabido cómo hacer útiles nuestros fracasos, al menos con la intención de volver a hacer democrática la democracia.

Establecimos en estas dos décadas la aceptación sincrética de todas las voces sin necesidad de reflexionar sobre lo que dicen.

Alrededor de la primera década del milenio, una corriente de respuesta antes que de reflexión inundó buena parte de Occidente. En el esfuerzo de hacer conciencia sobre la modificación de las sociedades y nuestros comportamientos, aunque sin mucho criterio, algo parecido a la evolución de lo políticamente correcto devino y vinculó un revisionismo absoluto a la cultura, la historia y sus expresiones, con el progresismo tradicional, una que otra inquietud loable de las izquierdas clásicas y la búsqueda por interpretar la existencia desde una óptica pura. Es decir, el extremo, por norma excluyente, de la visión utópica de la realidad. El progresismo, la etiqueta izquierda o la cultura woke (según localidad), se convirtieron en armas políticas de calificación y descalificación. La reacción es un movimiento conservador que avisa el retroceso de conquistas que se entendieron bajo diferentes tipos de progresismo, más profundas y menos ligadas al instante. De forma implícita, el avance de este movimiento da pie a las aberraciones más preocupantes en mucho tiempo. El ataque reactivo al pluralismo político, social, religioso, a la migración, a la multiculturalidad.

Al dejar de importar lo que merece atención, nos adentramos en un síndrome de levedad que pavimenta el fin del proyecto donde aquello que es relevante no depende exclusivamente de las implicaciones que tiene hacia uno de nosotros en particular, sino al grupo de aquellos con quienes hacemos sociedad. Ese proyecto es la civilización.

En el fin de la modernidad, valoramos los principios de conciencia política mediante actos donde se aplaude a los aplaudidores, como si el rechazo al pensamiento crítico y contrario implicara alguna valentía. Como si la democracia y el conjunto fuese un asunto de focas en acuario.

Al acercarnos al cuarto de siglo, igual que al comenzar el milenio, podemos decir: criterio es el antídoto contra la ingenuidad. ~

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es novelista y ensayista.


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