En el poeta David Huerta, un indudable, ha recaído el Premio Xavier Villaurrutia 2005. Con su fallo, el jurado viene a resarcir una omisión flagrante y a ratificar el alto nivel que, con ilustres y contadas excepciones, ha mantenido este importante galardón a lo largo de sus cincuenta años. Como sucedió en los casos de Efraín Huerta, José Revueltas, Ernesto Mejía Sánchez y Jaime Sabines, esta vez se ha querido reconocer algo más que la calidad de un libro reciente: el premio es para una trayectoria de casi cuarenta años. En este periodo el poeta ha dado a la imprenta una docena de títulos, entre los cuales al menos dos o tres han tenido una particular relevancia en el panorama de nuestra lírica. Sin embargo, para cubrir las exigencias de la convocatoria el jurado consideró también la reedición, a principios del año pasado, de uno de los libros decisivos en la copiosa bibliografía del autor: Versión.
David Huerta es poeta, ensayista, editor y periodista cultural. A estas actividades hay que sumar otras dos que el autor de Incurable ejerce con pareja asiduidad: las de conferencista y maestro de diversos cursos y talleres literarios. Ambas se han convertido para él en una especie de apostolado al que dedica la mayor parte de su tiempo y sus afanes. Con los años, los temas que prefiere abordar se tornan más y más restringidos: el Siglo de Oro español (con Góngora como figura ejemplar), Cervantes, Gorostiza, Martín Luis Guzmán, Neruda. Su curiosidad omnívora, convienen sus discípulos, le permite relacionar todos estos asuntos con las más amplias generalidades y las minucias más insólitas. Como conductor de talleres, Huerta se ha ocupado de compartir con las nuevas promociones de poetas su amplio conocimiento de la poesía en nuestra lengua, así como su singular manera de pensar y vivir la poesía.
Pero David Huerta es, ante todo, el autor de una obra poética que se distingue por su originalidad y por su apuesta radical. A los títulos mencionados hay que añadir al menos otros siete: Cuaderno de noviembre, Huellas del civilizado, Historia, Los objetos están más cerca de lo que aparentan, La sombra de los perros, La música de lo que pasa y El azul en la flama. Entre las muchas pruebas de la vitalidad de este notable acervo, no es la menor el manifiesto interés con el que los poetas más jóvenes lo frecuentan, así como el renovado apetito con el que sus lectores de siempre aguardamos la aparición de un nuevo libro suyo.
Esto último no constituye la norma en un medio donde, muy a menudo, los poetas se aferran a los asuntos y el estilo que les han ganado algún reconocimiento. Fiel a la vocación de riesgo y el hambre de invención que mostró desde sus trabajos iniciales, David Huerta ha exhibido una rara aptitud para mudar de aires sin desertar de sus preocupaciones esenciales. En Historia, acaso su mejor libro, el autor ensaya la más radical de sus renovaciones, en la medida en que se plantea ensanchar la superficie de lo humano, estrechar su cercanía con los asuntos de la tribu. “La curación es el mundo”, afirma en un título ulterior, La sombra de los perros.
Aparejado a éste, ocurre otro cambio que atañe al formato de sus poemas: los versos, antes extensos, se tornan breves, acaso para acotar esa marcada tendencia al ensimismamiento que caracteriza sus trabajos anteriores. Pero sería un error ver en tales metamorfosis un intento de simplificar el discurso. Se sabe del apego huertiano a la divisa de Lezama: “Sólo lo difícil es estimulante”. Con los años, la expresión del poeta se ha vuelto más compleja y se ha enriquecido con materias cada vez más heterogéneas, que vienen de la biología, la narrativa, la filosofía, la retórica, la semiología, el derecho, el deporte o la cábala.
Al hablar de dos momentos distintos en la poesía de David Huerta, no se pretende aludir a una obra escindida. Entre las cualidades que le otorgan a su trabajo la unidad de fondo que caracteriza a las obras importantes, destaca esa pasmosa simultaneidad de cerebro y corazón que es posible apreciar en todos sus poemas. A esto hay que agregar, como elemento de cohesión entre una etapa y otra, su inclinación a cantar y referir historias. Armando Oviedo ha dicho que David Huerta asume la tentación de la historia. Sobra aclarar que no se trata de la Historia con mayúscula; se trata, en cambio, del gusto por recrear esos pequeños actos que, sumados, hacen el día a día.
A partir de una palabra y no de un tema, Huerta retoma sus experiencias y las transforma en “provincias mentales”. Dicha palabra suele operar como línea melódica y genésica, es decir, como el punto de partida de esa conversación inacabada y derivante que sus poemas proponen. Aquello que solemos llamar “lo cotidiano” es, para David Huerta, el territorio de las epifanías. Todo el trabajo que demanda la escritura de un poema (ese forjar el lenguaje, laminarlo, torturarlo) no persigue, en su caso, la perfección sino, como quería Gorostiza, devolverle al mundo su transparencia.
En El azul en la flama, uno de sus libros más recientes, el autor reflexiona sobre la gestación del poema y, al hacerlo, posa su mirada poliédrica en el otro lado de las cosas, en su envés revelador y multiforme. Se trata de acercarse al oxígeno que alimenta la llama, el mismo que acompaña las palabras que salen de la boca. En manos de David Huerta el premio Villaurrutia vuelve a poner en primer plano, digámoslo con una frase del poeta, “la dimensión neumática de la poesía”.
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