Lo bueno de la literatura estadounidense es que nunca deja de crecer; lo malo de la literatura estadounidense es, también, que nunca deja de crecer; lo cual complica su pleno disfrute y su consumo. Siempre hay alguien por desenterrar y dentro de cinco minutos nacerá un nuevo genio. La dificultad se hace todavía más evidente cuando se trata de organizar —de intentar organizar— ránkings, cuadros sinópticos, listas, etc. No hay sitio que alcance; porque la literatura estadounidense siempre suma y rara vez resta. Así Moby Dick continúa siendo la novela más moderna; La letra escarlata no ha dejado de reinventar el puritanismo pagano valiéndose del tótem/tabú del adulterio; Huckleberry Finn conserva su posición jerárquica en tanto road novel; Henry James sigue recreando "lo europeo". Y la tríada de Fitzgerald & Faulkner & Hemingway (que suena como un bufete de abogados implacables) ganó, gana y ganará todos los casos. Jack Kerouac continúa en el camino y Salinger es más influyente que nunca desde su invisibilidad. Los espectros más o menos recientes de Saul Bellow, John Cheever, Donald Barthelme, Raymond Carver y Bernard Malamud y Stanley Elkin y Richard Yates y William Gaddis y Philip K. Dick siguen asustando inmejorablemente y como si fuera la primera noche. Cormac McCarthy y James Ellroy parecen tener cada vez mejor puntería y Don DeLillo y Thomas Pynchon no han perdido el respeto de los jóvenes. El culto a nombres como David Gates y Lee K. Abbott y Stephen Millhauser y Barry Hannah y Colin Harrison suma cada vez más fieles. Richard Russo y John Irving no dejan de divertirse con la novela decimonónica adaptada a nuestros días; Richard Ford y Tobías Wolf y Sam Shepard no piensan renunciar a la exploración de las tierras baldías del homo americanis y Philip Roth y John Updike cada día escriben mejor. Hay sitio para todos; hasta para el autor de la más grande novela americana: Lolita de Vladimir Nabokov.
De ahí, insisto, que haya algo paradójico a la hora de hablar de una nueva narrativa estadounidense porque —por intención y definición— la literatura estadounidense aparece desde siempre y para siempre inevitablemente ligada a la idea de la novedad sin por eso desatender a sus fuentes; la literatura estadounidese siempre fue nueva y nunca dejará de serlo. Hay que pensar en un mismo tren con cada vez más vagones y más kilómetros de rieles por delante y por detrás. Hay que pensar en muchas estaciones y trayectos posibles.
Lo que no impide la apuesta de una antología personal del aquí y el ahora en veinticinco libros y sus autores (en orden alfabético) que a su vez comprenda a tantos otros inevitables e imprescindibles. Y aquí vienen (de existir traducción, el título figura en castellano) y, seguro, dentro de un mes serán muchos más.
Qué malo, qué bueno, qué suerte.
Manual de caza y pesca para chicas, de Melissa Bank (1999). Tras los pasos de su hermanas mayores Ann Beattie (autora de la muy influyente y casi fundacional novela Chilly Scenes of Winter, de 1976), Mary Robison (la más rara), Anne Tyler (Nuestra Señora de la Famila Disfuncional), Paula Fox (la más revalorizada) y Lorrie Moore (acaso la más astuta de todas), Bank debutó con esta exitosa colección de cuentos que exuda talento. La idea es, una vez más, narrar desde "lo hembra" pero sin fáciles concesiones a "lo femenino" o a "lo histérico" estilo Sex and the City. Historias agridulces y muy inteligentes de una autora que acaba de publicar, por fin, su primera novela: The Wonder Spot. La versión bestial, sarcástica y X-Rated de todo esto se encuentra sin dificultad en los relatos y novelas de la ácida y también muy talentosa Mary Gaitskill. Otros debuts de cuentos femeninos a destacar: Do Windows Open?, de Julie Hecht (1997); How to Breathe Under Water, de Julie Orringer (2003) o cualquiera de las collections de Amy Hempel.
El festín del amor, de Charles Baxter (2000). El autor llevaba publicadas varias novelas y colecciones de cuentos celebradas por la crítica y colegas, pero el gran público supo de él cuando publicó este libro de trama atomizada, visiones mágicas, súbitas iluminaciones, pequeños milagros y más de un guiño a la ética y estética de John Cheever. Una celebración del insomnio y de sus habitantes que se lee como si El sueño de una noche de verano de William Shakespeare transcurriera en las afueras del Medio Oeste.
Drop city, de T.C. Boyle (2003). Eximio cuentista, pero también valiente reconstructor de la historia de su país a través de personajes y freaks que pueden ser tanto el inventor de los cereales Kellogg's como el sexólogo Alfred C. Kinsey. Lo que no impide que Boyle sea tan clásico y social como un Dreiser o un Farell. Y tal vez Drop City sea su título más ambicioso y logrado. ¿De qué trata? Del fin del paraíso hippie y de la decadencia de una comuna de acuarianos que descubre, de pronto, que tenía razón John Lennon cuando cantó aquello de "El sueño terminó".
Jóvenes prodigiosos, de Michael Chabon (1995). Muchos preferirán su reciente viraje a los territorios del pulp con Las formidables aventuras de Kavalier y Clay; pero lo cierto que Chabon nunca ha sido mejor que en esta farsa universitaria con escritor/profesor sufriendo bloqueo de inspiración y haciendo sufrir a todos los que lo rodean. La buena película con Michael Douglas —y canción oscarizada de Bob Dylan— apenas da una idea de las carcajadas y los blues que se encuentran aquí adentro. En esta misma veta —la comedia dramática— se encuentran también las novelas de J. Robert Lennon The Funnies (1999) y Cartero (2003).
La vida después de dios, de Douglas Coupland (1994). Curioso breviario sobre las cuestiones del alma o del espíritu, ustedes eligen. Incluye ilustraciones, aforismos, epifanías y satoris varios. Desde que patentó aquello de la Generación X en 1991, Coupland —de acuerdo, nació en Vancouver, pero Bellow también nació en Canadá y, como él, Coupland ha marcado a fuego la literatura norteamericana— ha ido convirtiéndose en una suerte de Salinger para las nuevas generaciones, escribiendo alternativamente novelas muy ácidas como Todas las familias son psicóticas (2001) o muy dulces como Eleanor Rigby (2004). En unas y otras —siempre— la cosa pasa por las batallas sin tregua entre padres e hijos. Y nadie gana, claro. Por esta misma senda, entre angelical y martirológica, transitan hoy Alice Sebold y su Desde mi cielo —best-seller del 2002 narrado por una niña violada desde el Más Allá— y el muy publicitado Jonathan Safran Foer con sus Todo está iluminado (2002), próxima a estrenarse su adaptación cinematográfica con Elijah "Hobbit" Wood, y la reciente Extremely Loud and Incredibly Close (2005).
How we are hungry, de Dave Eggers (2004). Eggers se hizo famoso en el 2000 con la modesta e irónicamente titulada autobiografía comentada Una historia conmovedora, asombrosa y genial. Y desde entonces se ha convertido en el más vigoroso agitador cultural de los últimos tiempos fundando el imperio McSweeney's —editorial, librería, revistas, discos y causas benéficas— sin por eso descuidar su obra. Pero —la verdad sea dicha— el mejor Eggers se encuentra en la corta distancia de largo aliento y los relatos aquí recopilados recuerdan a lo mejor de Vonnegut y Brautigan y Holst.
American psycho, de Bret Easton Ellis (1991). El libro más maldito del más maldito de todos. Poco y nada que agregar al muy publicitado y escandaloso asesino serial y yuppie Patrick Bateman salvo que en el futuro será considerado un clásico estadounidense tan válido como El gran Gatsby o Herzog a la hora de explicar un determinado momento de la vida —y la muerte— en las decadentes soirées del Imperio. Todo Chuck Palahniuk sale de aquí y de Glamourama (1999). Y en estos días, aleluya, se publica su esperada Lunar Park. Apéndice sexual: la versión femenina pero igualmente monstruosa y talentosa de Ellis se encuentra en las novelas y relatos de A.M. Homes. ¿La versión teen?: Twelve, de Nick McDonell.
Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides (1993). Uno de los más perfectos debuts de todo los tiempos, una inmensa pequeña novela que quita el aliento y devuelve la más asombrada de las sonrisas. Sátira noir de la vida en los suburbios que se nutre tanto de Cheever como de García Márquez. Ya saben: la épica tanática de las hermanas Lisbon durante los setenta, invocada por un narrador invisible y colectivo. Imprescindible. Eugenides se tomó nueve años para escribir Middlesex (2002) cometiendo el perdonable pecado de publicar un segundo libro que es, apenas, excelente.
Las correcciones, de Jonathan Franzen (2001). Cuando apareció esta novela, fueron muchos —entre ellos DeLillo y Cunningham y Ford— los la etiquetaron como "Gran Novela Americana". Y es cierto: en ella laten todos y cada uno de los Temas que suelen oírse, hacerse oír y hasta gritar en esos libros decididos a dejar marca y marcar época. Rasgos contenidos en una maniobra tan recurrente como eficaz: la disolución de una familia como transparente metáfora de la disolución de un país. Todo esto narrado, claro, con una prosa quirúrgica, de autopsia en vida, que hace equilibrio sobre esa fina línea que separa a la carcajada del alarido. Franzen firmó también un polémico ensayo en Harper's —posteriormente recopilado en Cómo estar solo (2002)— donde explicaba cómo recuperar la tradición de la novela norteamericana. Las correcciones es la puesta en práctica de todo eso.
Las confesiones de max tívoli, de Andrew Sean Greer (2004). Curiosa mezcla de realismo mágico y novela histórica para contar el tránsito de un hombre que nace viejo pero con mente de niño y va "creciendo" hasta acabar como un bebé sabio y sufrido. Libro —reminiscente de los usos y atmóferas de Stephen Millhauser— que no bastaría para incluirlo aquí de no ser por los dos títulos anteriores del autor: How It Was For Me (2000), de relatos, y la novela The Path of Minor Planets (2001), que no tienen nada que ver con éste y que lo lanzaron como un escritor dueño de una rara sensibilidad a la hora de lo trágico y doméstico.
Aquí no eres un extraño, de Adam Haslett (2002). Nueve relatos magistrales —cifra cabalística y salingeriana— entre los que destacan "Notas para mi biógrafo" y "El buen doctor". Crisis familiares, depresiones individuales y todo eso narrado con mano firme y ojo de águila para el detalle revelador, siguiendo los pasos del primer Ethan Canin y del primer Michael Cunningham y del primer David Leavitt.
Alguien dirá Cheever, alguien dirá Gates, alguien dirá Bausch, alguien dirá Yates y —si todo sigue así— alguien muy pronto dirá Haslett. Y el triunfal debut con libro de short-stories siempre fue y seguirá siendo una fértil tradición estadounidense. Por lo que aprovecho este lugar para mencionar otros estrenos más que atendibles: Natasha and Other Stories, de David Bezmozgis (2004); Para el alivio de insoportables impulsos, de Nathan Englander (1999); Remote Feed, de David Gilbert (1998); La cuestión de Bruno, del nacido en Sarajevo pero escritor Made in USA Aleksandar Hemon (2000); Thirst, de Ken Kalfus (1998); Sam The Cat, de Matthew Klam (2000) y, por supuesto, siguen las firmas.
Hijo de jesús, de Denis Johnson (2003). No puede afirmarse que Johnson sea "joven" o "nuevo"; pero sí que es uno de los escritores más revolucionarios, por siempre novedosos, y considerado casi un gurú por los recién llegados a la fiesta. Esta novela-en-relatos cuenta las idas y vueltas de un drogadicto en busca de la luz al final del túnel. Pero —advertencia— no es el típico producto estilo Trainspotting.
Lo que hay aquí es Alta Literatura, una prosa tan precisa como poética, y la más alegre de las tristezas a la hora de contar un ascenso —y no un descenso— a los infiernos. Pensar en lo mejor de Blake y de Lowry y de los beatniks. Y sí: es posible —muy posible— que Johnson sea un genio.
Crossing california, de Adam Langer (2004). Ecos de Bellow y Salinger y Roth para esta muy talentosa y muy divertida primera novela. Principios de los ochenta en la avenida California de Chicago, una joven judía de tendencias políticas extremas y un joven negro que le declara su amor haciendo películas y un reparto de secundarios perfectamente delineados (a destacar la viperina Michelle). Y buenas noticias: este agosto se publica The Washington Story, su segunda —y espero que no sea la última— parte.
La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem (2003). Autor que comenzó como discípulo confeso de la ciencia-ficción entrópica de Philip K. Dick pero que con este libro ha dado un giro de timón sin traicionarse. Novela de iniciación y de amistad salpicada por abundante data pop —rock, cine, música— en la que Lethem reescribe con pasión proustiana su propia infancia en Brooklyn durante los años setenta. Para su mejor y mayor disfrute, consumirla con los muy complementarios Men and Cartoons (cuentos, 2004) y The Dissapointment Artist (ensayos, 2005).
The age of wire and string, de Ben Marcus (1995). Tras los pasos de los super-ficcionalistas de principios de los setenta y de la mirada clínica de Nicholson Baker, se manifiesta este librito extraño y único. 140 páginas repartidas en microrrelatos que se proponen —y consiguen— una suerte de manual de instrucciones para un mundo invisible que no es otra cosa que la sombra del nuestro. Difícil de explicar, hay que leerlo para entenderlo y admirarlo. Y después continuar la exploración con los igualmente formidables e indefinibles Notable American Women (2002) y The Father Costume (2002). Menos radical pero sebaldiano y mixto a la hora de procesar ficciones y no ficciones es el libro de relatos I'm Not Jackson Pollock de John Haskell (2003) con apariciones estelares de Orson Welles, Juana de Arco, Anthony Perkins, Glenn Gould, y el pintor del título.
El velo negro, de Rick Moody (2002). Análisis social, ensayo autobiográfico sin anestesia, retrato del artista adolescente, crítica histórica, mirada sin parpadear en el espejo, todo eso y mucho más con una de las mejores y más personales y arriesgadas y exquisitas prosas del presente. Algo así como el John Updike del nuevo milenio. Complementar con los relatos de Demonología (2000) y la ya clásica novela La tormenta de hielo (1994). Una vez le preguntaron cuál era su tema y Moody, sin dudarlo, respondió: "La arritmia de la desesperación".
El club de la lucha, de Chuck Palahniuk (1997). Demasiados libros después —demasiado poco tiempo entre uno y otro— el chiste comienza a perder su gracia. Lo que no significa que este manual de instrucciones para anarquistas/nihilistas —así como su hermana gemela Asfixia (2001) y los ensayos y entrevistas de Error humano (2004)— no siga resultando tan transgresor como hilarante. Títulos posteriores parecen confirmar lo que se sospechaba: el plan maestro de Palahniuk consiste en coronarse como el Stephen King de una nueva generación que no ha leído a J. G. Ballard o a Kurt Vonnegut. Otro entrópico destacable es Saunders con sus relatos sobre parques temáticos en quiebra y programas de televisión sádicos reunidos en Guerracivilandia en ruinas (1996) y Pastoralia (2000). Igual paisaje desolado y tribal se contempla en El gran sí… de Mark Costello (2004), donde se cantan los blues de sufridos miembros del servicio secreto con los mismos modales entre ácidos y desoladores que alguna vez Joseph Heller dedicó a los pilotos de combate en Catch-22 (1955).
El tiempo de nuestras canciones, de Richard Powers (2003). Los que lo acusaron —en ocasiones con cierta razón— de escribir libros demasiado fríos y cerebrales recibieron una bofetada de más de seiscientas páginas con esta novela todo corazón que se extiende a lo largo de medio siglo de historia estadounidense y de la vida de dos hermanos negros poseídos por la música. El final reserva una de las más sorpresivas y brillantes vueltas de tuerca y, sí, todo parece indicar que la gran novela afroamericana de esta década ha sido escrita por un blanco.
Love and Hydrogen, de Jim Shepard (2004). Autoantología de un escritor que —como Johnson— ya tiene sus años y sus libros; pero que es más moderno que muchos recién debutantes. Sus novelas —una de ellas se ocupa de los vuelos de un bombardero durante la Segunda Guerra Mundial, otra reconstruye la filmación del Nosferatu de Murnau— son inequívocamente admirables. Pero son sus relatos —con una variedad de registros y técnicas aparentemente inagotable— los que quitan el aliento: el monstruo de la Laguna Negra, el bajista de The Who y John Ashcroft son algunos de sus héroes.
Criptonomicón, de Neal Stephenson (1999). Un crítico definió a las más de mil páginas de esta saga histórica, criptográfica y familiar como "una mezcla de Don DeLillo, Tom Clancy, Thomas Pynchon, Michael Crichton y David Foster Wallace"; y tiene algo de razón. Se lee con la compulsión de un best-seller y se disfruta tanto como El arco iris de gravedad o Submundo. Un frenético recorrido por el universo de códigos secretos y finanzas informáticas a cargo de un escritor que se divierte casi tanto como el que lo lee. Stephenson continuó el baile publicando las más de tres mil páginas de la prequel y trilogía El ciclo barroco (2003-2004). Más de lo mismo pero, esta vez, en la trascendente frontera que separa los siglos XVII Y XVIII. Aproximaciones más vanguardistas y arty al paisaje cronocyber-punk de Stephenson se pueden disfrutar en las novelas de Steve Erickson. Especialmente recomendables son Tours of the Black Clock (1989), que cuenta la historia del pornógrafo privado de Hitler y Arc d'X (1993) donde se reescribe en variaciones psicotemporales el romance entre Thomas Jefferson y la esclava Sally Hemmings.
El secreto, de Donna Tartt (1992). Más un culto que una novela, este exitoso thriller académico ubicado en un prestigioso college de Nueva Inglaterra no dejó a nadie indiferente con sus destellos de Fowles y Highsmith y Murdoch y Oates. Sumarle a esto el aspecto de heroína de Edgar Allan Poe de su autora (por entonces de veintiocho años de edad) y sus costumbres ermitañas, y los encargados de marketing de la editorial tuvieron orgasmos múltiples. Lo cierto es que El secreto funciona y está bien escrito. Tuvieron que pasar diez años para que llegara Un juego de niños (2002): reinvención del universo de Carson McCullers combinado con detective-story juvenil. A pocos les gustó, a muchos desconcertó pero se trata, sin duda, de una de las novelas fallidas más logradas de los últimos tiempos. Los que tengan ganas de más de lo último harán bien en seguir con las novelas de otra hija de McCullers: La casa del gigante (1996) y Niagara Falls All Over Again (2002), de Elizabeth McCracken. Alternar, si se lo desea, con los neofaulknerianos Brad Watson y Heidi Julavits.
The atlas: people, places, and visions, de William T. Vollmann (1996). Cuando era niño, Vollmann se distrajo y la consecuencia de esa distracción fue que su hermanita muriera ahogada. De este terrible Big Bang surge toda una obra inmensa que incluye a novelas colosales como The Royal Family (2000) o la recién aparecida Europe Central (2005); un ciclo histórico en siete volúmenes bautizado como Seven Dreams del que ya ha publicado cuatro; o un tractat de más de cuatro mil páginas sobre las aplicaciones de la violencia. En sus ratos libres, Vollman viaja a Tailandia a investigar el turismo sexual o a Afganistán y Croacia en plena guerra (casi muere allí; fue el único sobreviviente cuando su auto pisó una mina). Todo esto y mucho más se puede leer en este libro hecho de fragmentos, viajes, personas y muertos. Los que saben lo consideran el novelista más novelista —en cuanto a posibilidades de un futuro Nobel— de su generación.
I'll let you go, de Bruce Wagner (2001). Inexplicablemente inédito en nuestro idioma, Wagner es el mejor y tal vez único heredero de Nathanael West a la hora de la comedia noir hollywoodense. Cualquiera de sus cuatro novelas es recomendable, pero tal vez ésta sea la mejor puerta de entrada: una barroca y muy dickensiana novela de costumbres combinada con gótico familiar y thriller victoriano, pero en el frívolo y desolado Beverly Hills del nuevo milenio.
Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace (1997). Todo el mundo supo de este torrencial escritor adicto a las notas al pie cuando, en 1996, publicó esa Big Big Big Mac que es la novela La broma infinita: la exhaustiva saga de una familia muy muy muy disfuncional. Pero tal vez la esencia de su talento se aprecie mejor en estos largos ensayos sobre diversos temas donde se incluye el sesudo y ya indispensable "E Unibus Pluram: televisión y narrativa norteamericana". Lo que no impide disfrutar de aquel otro que da título al libro y que disecciona el mundo de los cruceros caribeños con maldad regocijante.
Viaje de vuelta, de Stephen Wright (1994). Largos y tumultuosos relatos que acaban armando la vertiginosa novela de un hombre fugándose de sí mismo y asumiendo diferentes personalidades a lo largo de un camino lleno de sangre y sorpresas. Pesadillesco y verosímil. Prosa convulsa. Da miedo. Pocas veces un libro se pareció tanto a una película de David Lynch. –
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).