Llegué a Palma de Mallorca cuando el termómetro había superado los treinta grados. Sin embargo, no me pareció un calor especialmente asfixiante: como en Barcelona, sólo si la humedad es elevada (o ataca el levante) el aire se hace insoportable, porque entra en los pulmones mezclado con el agua sucia de la atmósfera y un sudor pestífero empapa los cuerpos. En esta ocasión, el clima no aconsejaba apuntarse a una carrera de sacos, por ejemplo, pero permitía el paseo incluso en horas cenitales.
La ciudad vieja, que pudo haber tenido una personalidad vigorosa, ha sido tomada por el sector de la restauración, pero no el de lápiz y grabado antiguo, que es un sector peligroso aunque no mortal, sino el de la paella y la sangría, que es mortal de necesidad. En ocasiones, algunas calles mantienen la certera aplicación de colores calientes que exige la brutal luminosidad del Mediterráneo. Por desgracia, esa maravillosa combinación de naranja, azafrán, calabaza, el lila de las buganvillas, el rojo de los pelargonios, esa danza à la Rothko recortada contra un cielo azul ultramarino y que tanto recuerda a las ciudades sicilianas, se ve trivializada por la delirante sucesión de bares, cafés, tascas, discotecas, tabernas, restaurantes, heladerías y churrerías que no han dejado ni un centímetro de calle sin expropiar.
Es indudable que los turistas comen y beben. En el caso de los alemanes, que aquí son mayoría, comen y beben mucho. Pero la actual distribución de licencias municipales ha convertido el barrio viejo de Palma en un monopolio de la sangría. Un espectáculo chabacano y triste que no se permitirían ni los valencianos en fallas. Además, aquí pueden dar de beber y comer a la entera población de la India. En consecuencia, los establecimientos están medio vacíos y al horror se añade la melancolía y el hastío. Por lo tanto, salí de Palma convencido de que quienes ordeñan el turismo han destruido la ciudad que pudo ser más hermosa del Mediterráneo. Se habían hecho millonarios, sí, pero a cambio de convertir su casa en una feria. Compartí entonces de corazón la exigencia de algunos grupos minoritarios mallorquines que quieren prohibir toda futura venta de propiedad a extranjeros, persuadidos de que son los grupos foráneos los que están arrasando la isla.
Para escapar del espanto, tomé la carretera de Artá, un trazo de tiralíneas que cruza la isla de punta a cabo, un jabeque que rasga la faz insular. Sus ochenta kilómetros dan una idea muy cabal del muy extenso territorio central mallorquín. El sol caía a plomo. Las manchas verdes eran escasísimas. El paisaje semejaba la terrera marroquí, catalana o valenciana, abandonada por los campesinos en su desesperado intento por hacerse camareros y luego hoteleros y luego potentados. Algo que unos pocos han logrado, por cierto. La carretera atraviesa cientos de miles de hectáreas en parches marrones, pardos, arcillosos o calcáreos, acabados por el trío de pinos raquíticos que señalan como horcas feudales el límite de una propiedad. Las granjas, algunas de gran tamaño, son miserables. Bidones oxidados, carcasas de viejas camionetas, maquinaria muerta, columnas de neumáticos reblandecidos por el calor, todo escampado por chamizos con cubierta de Uralita agujereada. Una verdadera agresión.
Evidentemente, los millones de dólares ganados con el turismo han de estar en las Islas Caimanes. En esta extensísima zona central nadie ha invertido un duro jamás. Sólo se han construido algunas carreteras que permiten llegar hasta Manacor, Sant Llorenç o Artá, simplemente para comprobar la dejadez y la desastrosa urbanización de unos poblachones que se parecen a las villas manchegas de hace veinte años.
En ese momento pensé que ni hablar, que los grupos políticos minoritarios se equivocan, como siempre, y que lo decente sería vender la isla entera a los alemanes. Por lo menos la mantendrían limpia. Y quizás trabajada. De manera que, con suerte, mucha gente podría gozar de ella. No hay peor mentalidad que la del campesino resentido, incapaz de sacar provecho de su tierra, pero decidido a morir antes de que la cultive alguien más capacitado.
Es una lástima porque, cuando llegué a mi destino, pude comprobar lo que esta tierra entrega cuando alguien se ocupa de ella. Mi hotel estaba en medio del inacabable baldío de brezo, pino carrasco y cactus que me había perseguido por toda la isla, pero aquí habían instalado un excelente sistema de riego, habían levantado muretes de piedra seca y construido un espacio para diez habitaciones. La sensación de oasis era absoluta. Inmensas matas de adelfa roja y blanca creaban barreras vegetales sobre el espeso césped y un tresbolillo de pimenteros, plátanos, higueras, olivos y algarrobos dirigía al visitante hacia el recinto de piedra clara cuyos porches rodeaban el bloque principal a la manera de una sucesión de patios externos. La frescura del lugar, su belleza simple, de una sobria elegancia alejada de toda concesión populachera, obligaba a imaginar lo que podría haber sido esta isla si le hubieran dado una oportunidad a la gente civilizada que con toda evidencia todavía la habita. Pero el perro del hortelano no distingue entre gente civilizada y bárbara. Sólo le importa que nadie le toque las coles. Aunque él, claro, las odia. –
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