Moore, el hombre que grita

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UNO. De aquí a unos años, cuando —seguro— a alguien se le ocurra filmar un neodocumental sobre el neodocumentalista y alguna vez estudiante para sacerdote católico Michael Moore, la escena en la que el hombre en cuestión recoge su Oscar por Bowling for Columbine ocupará sitio preferencial. El mismo Moore la evoca y analiza paso a paso —con reverencial y trascendente humildad— en uno de los extras para la special edition en dvd de su película. Recuerden: Moore camina lentamente hacia el escenario del Kodak Theatre como uno de esos cowboys de mediodía. Sube, sonríe y lanza una furibunda diatriba, cada vez más encendida e inflamable, contra Bush y el mal estado de las cosas en los buenos Estados Unidos. Lo de Moore fue más vómito que discurso y recuerdo que a mí en principio me entusiasmó, enseguida me causó gracia, y luego acabó produciéndome cierta inquietud. Un malestar que demoré un par de días en diagnosticar. Ahora, más de un año después, coincidiendo con la Palma de Oro a su Fahrenheit 9/11 en Cannes y posterior estreno comercial, lo tengo un poco más claro.
     Lo que no significa que ese malestar haya desaparecido.

DOS. Al César lo que es del César y a Moore lo que es de Moore: primero con sus audiciones radiales y su propio periódico independiente —Radio Free Flint y The Flint Voice—, más tarde con su show The Naked Truth, y después con sus largometrajes Roger and Me y el ya mencionado Bowling for Columbine, el hombre ha conseguido revitalizar el siempre agónico género documental, por más que a él no le guste semejante etiqueta. “Me suena a nombre de medicina”, dijo. Y de algún modo, la similitud metafórica es apropiada. Porque los trabajos de Moore tienen la misma textura y el mismo gusto y provocan la misma náusea que esos espesos jarabes de nuestra infancia donde la enfermedad se combatía con un remedio francamente asqueroso. Las películas de Moore son un poco así: dan arcadas, pero se supone que hacen bien. Las películas de Moore limpian y purgan y alivian y uno se levanta de la butaca sintiéndose cómplice de una cruzada, parte del equipo en el que hay que estar, coprotagonista de una buena acción. No está mal por el precio de una entrada de cine. Buen producto. Y me pregunto si eso es una virtud o, simplemente, una nueva y oscura mutación del virus que se persigue y que, para despistarnos, se convierte en otra cosa. En algo que no cura sino que, en realidad, lo único que hace es atacar el síntoma y no la enfermedad. Calmar el dolor no significa necesariamente curar. Problemas de la medicina alopática y, tal vez por eso, yo desde hace años me he acogido a los más lentos y sutiles, pero también definitivos, beneficios de la homeopatía: para muchos es una farsa, sí, pero lo que la homeopatía ataca es el mal en sí, y no se preocupa tanto por su sintomatología. Michael Moore, me parece, es decididamente alopático: se conforma con pegarle a la encarnación del mal, al imbécil de turno que puede ser el dueño autómata de una fábrica de autos, o Charlton Heston con rifle en mano, o George W. Bush rodeado de niños en una escuela de Florida y con la mirada zombi luego de que alguien le informa que dos aviones decidieron suicidarse contra dos torres muy muy muy altas de Manhattan. Sí, Sr. Presidente, esas torres.

TRES. Aclaración pertinente, interferencia necesaria: comencé a escribir estas palabras antes de que Moore triunfara en Cannes y que un cínico o imbécil —uno nunca está del todo seguro, teniendo en cuenta cómo ha manejado y chocado los últimos acontecimientos esta administración— funcionario de la Casa Blanca declarara que “este reconocimiento extranjero a Moore demuestra que hay libertad para todos en Estados Unidos” o algo así.
     Me alegro por el triunfo de Moore, espero que sirva para algo y para alguien. Pero una cosa es cierta: sus rivales seguirán despreciándolo y sus adictos seguirán consumiéndolo y mucha más gente de bien irá a ver este nuevo filme sabiendo a la perfección lo que encontrará en él, porque hace ya mucho tiempo que tiene perfectamente claro quiénes son los malos de la película real de sus vidas sin que fuera necesario que Michael Moore se los señalara. Y vuelvo a decirlo, por las dudas, para que quede claro: me parece bien que Michael Moore exista pero no me parece bien que Michael Moore —y su propuesta de reality show con conciencia social— sea lo único que exista a la hora de perseguir a los malos de la película. Y, de acuerdo, Michael Moore es un tipo listo denunciando imbéciles. Lo que no quita que —al encenderse las luces de la sala de cine— los rifles y los arsenales sigan en manos de esos imbéciles de los que vive Michael Moore y a los que trata con los mismos modales que un director de circo maneja su troupe de freaks: no los quiere, pero tampoco puede vivir sin ellos. Ya lo advirtió Jean-Luc Godard, quien en esto de provocar sabe mucho y lleva muchos años: “Michael Moore no es tan inteligente”, comentó. Y creo entender a lo que se refería Godard. Moore funciona como un eficaz y gracioso divulgador, un sistematizador de informaciones diversas (que, lo siento, no es gran cine) y que se consume con la misma fruición que provoca la comida trash: sabemos que estamos comiendo basura, que hemos elegido la basura, que la basura nos tiene rodeados y que —como dice el dicho— si no puedes con ella, únete.

CUATRO. Y no me preocupa la mística de Michael Moore —con su inamovible gorra de béisbol; sus gritos; sus actitudes de divo operístico; sus conferencias a estudiantes por las que cobra diez mil dólares; sus graciosos libros no demasiado bien escritos coronando las listas de best-sellers de medio mundo; sus comentarios “ingeniosos” y descarrilados del tipo “los pasajeros de los aviones del 11-s eran unos gatos cobardes; los secuestradores no hubieran llegado muy lejos de haber viajado más negros a bordo”; su, aseguran, maltrato a colaboradores a quienes explota y descarta; sus momentos demagógicos para su lucimiento (cuando le muestra, ay, esa foto a Heston); sus denuncias antiglobalización desde un piso de luxe en Manhattan— porque, después de todo, el genial Orson Welles también era así de maleducado, así de cuestionable en sus estrategias y movimientos. Lo que sí me preocupa es que Michael Moore se consagre en única opción posible, en verdugo mediático, en válvula de escape, en adalid que —para felicidad y alivio de esos a quienes combate y desde las alfombras rojas de Hollywood o Cannes— acabe ocupando el vistoso pero poco eficaz sitio que en realidad tendrían que ocupar jurados y jueces y carceleros. Ese placebo que consuela tanto a aquellos con sed de justicia como a los que deberían ser destituidos o estar tras las rejas y que, finalmente, se desentienden del asunto presionando un botón de nuestro remoto control y cambiando de canal cuando Moore aparece y así anularlo con el siempre patriótico y alucinante y alucinado Fox News. O más fácil todavía: yendo al cine a ver otra cosa. Cualquiera de esas prácticas falsificaciones históricas donde el narrador en singular primera persona aparece, siempre y por siempre, envuelto en barras y estrellas.
     Así, me temo, Moore como un cómodo comodín que grita mucho pero consigue poco y que —más temprano que tarde— acabará pasando de moda. Moore como ese compañero de aula —ese mejor peor alumno— que todos alguna vez tuvimos y a quien tanto admiramos y vaya a saber uno qué ha sido de él y dónde estará ahora. –

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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