Reconocida sobre todo por su estudio de la vida y la obra de Antonio Caso, y a la vez activa y brillante maestra universitaria durante décadas, Rosa Krauze dedicó el último tramo de su vida (concluida el año pasado) a investigar acerca de la naturaleza de los seres nacidos en y por la literatura de imaginación. Los seres imaginarios es fruto parcial de aquellas indagaciones o, más precisamente, el embrión de futuros encuentros, establecimiento seguro y completo de los puntos de arranque de toda búsqueda en la materia.
En principio, el lector queda atrapado por el brío con que ha sido emprendido este quehacer, que no oculta nunca su trabazón académica pero que la enaltece por la pasión del estilo y el entusiasmo que suscitan sus hallazgos. El asunto es de veras primordial: Krauze parece lanzarse a una navegación siempre bien pertrechada, con rumbo preciso y asumiendo los riesgos de los caminos verdaderos, no siempre abiertos pero siempre esclarecidos. ¿Cuáles son estos caminos? Los que están en la médula misma del ejercicio literario: en las palabras y en las frases. La autora parte del hecho de que las palabras denotan algo pero no queda claro qué. ¿Una realidad imaginaria? ¿Una norealidad? ¿Una realidad posible? Las palabras son la zona común del autor y los lectores, pero no necesariamente su punto de encuentro: cada lector complementa lo que el autor ha escrito, según sus propias miradas. Se trata, no será difícil verlo, de caminos infinitos: vale pensar que hay un código más o menos general, compartido tanto por los lectores como por los autores, pero en la propia obra tal código se rompe necesariamente. La palabra quizás deba ser “se abre”: por más que el mundo de Emma Bovary, por decir, sea reconocible de modos parejos por un buen número de lectores, es claro que no hay un solo lector que mire aquel mundo de una manera similar a la de otro lector. Cada lector realiza una lectura única e instransferible, e inclusive puede decirse que cada lector efectúa una lectura distinta a las otras de la misma obra cada que vez que la lee. La literatura es zona movediza. Como bien apunta Krauze, sin la lectura la obra literaria queda trunca. Al desciframiento del código que uno debe suponer siempre posible, en tanto que autores y lectores comparten un mundo, más allá de los planos que habiten en él acompaña sin falta la producción de imágenes y el acceso a una nueva experiencia virtual. En tal sentido, Rosa Krauze propone que la lectura puede ser entendida, pienso, como un acto de navegación: la obra literaria pone en movimiento el código primero, sustantivo, y abre los caminos imprevistos e imprecisables de modos de percibir la realidad, de habitarla, de fabricarla. No debe pensarse que el lector complementa lo que lee al concebir posibles desembocaduras, desenlaces, derroteros nuevos que el autor pudo sugerir o bosquejar. No debe pensarse sólo eso, sino que es necesario ir mucho más allá, es decir hacia las experiencias nuevas. La literatura, bien se sabe, es fuente de la literatura; si esto es así, se debe a la riqueza de aquellas experiencias virtuales. El autor, antes que nada, es un lector de otras obras, de creaciones que le pertenecen sólo en el plano de la complicidad.
Rosa Krauze ha de andar por un continuo cruce de caminos: el de la lógica modal (donde recurre centralmente a Quine), el de la filosofía analítica (Russell, Frege, en un mundo de constantes desencuentros), el del psicoanálisis (campo que continúa iluminando la obra de Freud, y que aquí es sometido a crítica sobre todo a partir de la obra de Gaston Bachelard) y el de la literatura (donde aparecen los conceptos cardinales en la materia expresados por Jean-Paul Sartre, Octavio Paz, Alfonso Reyes). Consigue de esta suerte un libro extraño, tramado con erudición y profundidad, precisión y sensibilidad, una sensibilidad que sirve para presentar a la propia Rosa Krauze, si no como la autora de un libro de textos imaginarios, sí como lectora decidida a imaginar significados y replantearlos ordenadamente. Hay desde luego una autoría, en este caso, infrecuente: la autora sólo parece dejar su lugar a los autores que ha leído y que interpreta, pero en realidad hace mucho más. No deja lugar vacío, no abre un hueco, sino que se trepa en la nave que irá por los espacios abiertos, tampoco despoblados pero sí intocados por la propia imaginación. Como suscribe ella misma al citar a Octavio Paz, Rosa Krauze cree en la inspiración como motor de un nuevo lenguaje, esencialmente el poético, desde luego. Y no está dispuesta a truncar sus travesías cognoscitivas si por ellas tiene que suspender sus búsquedas imaginarias. Si la autora dedicó mucho de lo mejor de su tarea al estudio de Antonio Caso, un amigo del filósofo vendrá a decirle, años después, que está en plena coincidencia con ella. Es Alfonso Reyes, que dice: “Cada ente literario está condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente, mientras viva la humanidad.” ~
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México