Es probable que la memoria se traicione no ya superponiendo datos o episodios, sino construyendo para uso propio una ciudad distinta, sólo real como escenario de los recuerdos, en la que las calles más hermosas se entrecrucen sin respetar la geografía verdadera, alberguen los edificios que la guerra y el tiempo milagrosamente respetaron, acojan en sus aceras rotas y flanqueadas de mulembas descuidadas y frondosas el encuentro casual con seres queridos. Quizá se trate de un error, y mejor no contrastarlo; no por descuido o por desidia, sino por dejar intacta la Luanda íntima, con su decrépita e irresistible belleza: el hotel Tívoli, el hotel en el que se alojó Ryszard Kapuscinski durante los tres meses que pasó en Angola cubriendo como reportero el final del colonialismo portugués, se encontraba en la Rua da Missao, a la izquierda según se remonta su pronunciada pendiente en la que, día tras día, el motor de algún camión desvencijado expiraba en medio de una densa humareda y del escándalo de los conductores atrapados en el embotellamiento subsiguiente. Desde los pisos altos, en efecto, se ve el mar, la ensenada majestuosa y abocada al Atlántico que por un lado cierra la fortaleza de San Miguel, alzada sobre un acantilado a pico sobre las aguas azules y la espuma, y por el otro los cimbreantes palmerales de La Ilha. Kapuscinski evoca este paisaje en Un día más con vida, y lo recuerda punteado de cargueros que, más significativos que cualquier parte militar, se acercaban o alejaban del puerto según el curso cambiante de la guerra.
Una guerra que no cesaría hasta la muerte de Jonás Savimbi en una reciente emboscada, salvo raros e inestables periodos de tregua en los que los habitantes de Luanda, desengañados después de múltiples intentos de paz invariablemente concluidos en fracaso, se resistían a alterar sus rutinas de supervivencia. El relato de Kapuscinski muestra la improvisada manera en la que se fueron forjando hasta llegar a convertirse poco a poco en pautas de convivencia rigurosamente características de la ciudad. Pasados los años, los rumores a los que Kapuscinski se refiere con insistencia en Un día más con vida, y que abarcaban desde la supuesta antropofagia que practicaban los seguidores de Holden Roberto hasta la afición a los westerns de Agostinho Neto, se consolidaron, primero, como la verídica historia de Luanda luchando contra los portugueses y, después, como un arte en perpetua renovación y sobre el que hoy existe, incluso, toda una literatura: el arte de la fofoca, del mujimbo, de la crónica paralela y casi siempre fantasiosa de Luanda, desarrollada en corrillos y conversaciones telefónicas que dan cuenta, sin establecer jerarquía alguna, de infidelidades amorosas, contratiempos militares del gobierno o la guerrilla, partidas de ropa o de perfume a buen precio, exitosas andanzas de angoleños en Lisboa o Brasil, conjuras políticas palaciegas, averías en la central eléctrica de Cambambe, sabotajes en las conducciones de agua desde el río Bengo, un puente saboteado o caído en el altiplano de Lubango.
La descripción de Luanda en vísperas de la independencia que hace Kapuscinski resulta tan afinada, tan certera que parece intemporal, y buena prueba de ello son sus reflexiones acerca de otro de los símbolos de la ciudad que se inauguró con la salida de los portugueses y que no desapareció hasta dos décadas más tarde: los controles militares en calles y carreteras. Kapuscinski fija el protocolo de comportamiento que, tanto en el tiempo en que él estuvo como en los años inmediatamente posteriores, debería observar el transeúnte que viese interrumpido su camino por una barrera de fortuna, compuesta de piedras o bidones y una rama o pértiga de incierta procedencia de la que, en ocasiones, puede colgar un simple trapo. Kapuscinski recomienda a quien deba enfrentarse a los soldados que la custodian, primero, “una parte explicativa”; acto seguido, “una negociación”; por último, “una conversación entre amigos”. El acuerdo se cerraba en el tiempo en el que se desarrolla Un día más con vida, y también en el siguiente, con una entrega simbólica de cigarrillos y, en su caso, de un bocadillo o una cerveza.
Con el transcurrir de los años los controles se hicieron más estables, y los usos de la ciudad introdujeron entonces dos novedades que merecen ser consignadas, aunque no existieran en época de Kapuscinski. El cartao o livre-tránsito, el salvoconducto que había que mostrar a los soldados, y especialmente en las horas correspondientes al toque de queda, entre las doce de la noche y las seis de la mañana, llegó a ser un documento válido de por sí, con independencia del titular para quien se hubiese expedido. Disponer alguien de un cartao o livre-tránsito oficialmente emitido equivalía a que disponía de él toda una corte de amigos y familiares, incluso todo un edificio o una barriada. La segunda novedad con respecto al protocolo de los controles establecido por Kapuscinski es resultado de sentimientos más humanos y, por lo mismo, imperecederos. Incluso careciendo de cualquier documento, la severidad de las barreras militares mientras duraba el toque de queda se tornaba estremecida comprensión por parte de los soldados de concurrir, bien la circunstancia de que en el coche viajase un niño, uma criança, bien la de ir acompañado de una señora o señorita. En este último caso, la pregunta ritual era: de namorar, nao é? Y bastaba responder é, mesmo, para que el soldado sonriese y franquease el paso, sin pedir cigarrillos siquiera. ¿O es que acaso la noche no pertenece a los enamorados, también en los países en guerra?
Coronando la Rua de Missao, apenas a dos centenares de metros del hotel donde se alojó Kapuscinski, aparece una anchurosa plaza con una rotonda central y, en medio, un pedestal soberbio sobre el que no se exhibe ninguna figura ecuestre, ninguna masa escultórica que conmemore, como es costumbre, un episodio del pasado heroico. Un día más con vida ofrece la respuesta al insólito espectáculo que mostraba el Kinaxixi, el nombre con el que fue rebautizada la plaza después de la independencia. Cierto día del que Kapuscinski fue testigo llegaron unas grúas y derribaron el monumento levantado por los portugueses, y así quedó el lugar mientras Agostinho Neto y su movimiento se enfrentaban a la invasión sudafricana, iniciada nada más anunciar el gobierno revolucionario de Lisboa su decisión de abandonar las colonias. Para llenar el clamoroso vacío sobre el pedestal intacto tras la demolición, algún miembro del gobierno angoleño independiente tuvo una idea: alzar sobre él dos blindados arrebatados a las tropas de Sudáfrica, encastrados como si uno se dispusiera a atravesar el Kinaxixi por encima del otro. Con los años, el viejo memorial portugués que Kapuscinski vio derribar recibió por parte de los habitantes de Luanda un nombre más acorde con lo que ahora representaba: Nuestra Santísima Señora del Tanque.
No lejos de allí se encuentra el cine en el que Kapuscinski asistió a un pintoresco pase de Emmanuelle, repetido sin descanso por un operador que detenía la cinta en los momentos eróticos culminantes, según relata en Un día más con vida. Tenía un nuevo nombre, Karl Marx, y se cobraba ya una entrada simbólica. La selección de las películas era irregular, podían cambiar sin previo aviso de un día para otro o permanecer interminables semanas en cartel, con el agravante de que los anuncios del único periódico, el Jornal de Angola, no solían coincidir con lo que de verdad se proyectaba. Emmanuelle se reponía de vez en cuando, quién sabe si en la misma copia que contempló Kapuscinski en los días de la independencia, convertida en parte del patrimonio del Estado. Había además películas soviéticas apoyadas por subtítulos indescifrables, e incluso algún filme español, como Pasodoble, que apareció y desapareció durante años y siempre con idéntico resultado: que los compatriotas que asistían al pase, normalmente pescadores desembarcados en espera de regresar a España, estallaban en carcajadas ante escenas que dejaban rigurosamente indiferente al público angoleño, y viceversa.
Acompañar a Kapuscinski por las páginas de Un día más con vida equivale, gracias a su poderoso poder de evocación, a su observación certera y conmovida, a recorrer las calles decrépitas de una ciudad que, como Luanda, goza del dudoso privilegio de haber soportado más de un cuarto de siglo de asedio. Las fuerzas políticas y geoestratégicas que determinaron su tragedia, y que Kapuscinski deja minuciosamente al descubierto, han perdido en gran parte su vigencia y, por lo tanto, forman parte ya de la historia siempre dramática del continente. El apartheid se vino abajo, Namibia adquirió la independencia bajo Nujoma, la Unión Soviética no existe ya, los cubanos volvieron a su país llevándose miles de ataúdes a los que, una vez de regreso, tuvieron que sumar el del general Ochoa, Agostinho Neto murió de enfermedad, Jonás Savimbi fue abatido quizá por la delación de uno de sus generales cansado de la guerra, Holden Roberto regresó al país desde el Zaire en 1992, convertido en un anciano con gafas gruesas. Tal vez cuando éstos y tantos otros hechos se hayan olvidado, Luanda seguirá conservando sin embargo lo que Kapuscinski supo captar en los tres meses que pasó en el hotel Tívoli, un edificio alto y a la izquierda según se remonta la Rua da Missao en dirección al Kinaxixi, siguiendo el plano de una ciudad que puede que sólo sea real como escenario de los recuerdos: ese contagioso, estremecedor deseo de vivir mientras el mundo se desmorona alrededor. ~
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