Una fotografía de los años sesenta nos lo muestra sentado en el salón de su casa, rodeado de jarrones de la dinastía Ming y de los retratos de sus antepasados: cardenales, inquisidores, virreyes y abadesas. Pero retrocedamos algunos años, por ejemplo a 1954. En esa fecha, Lucio Piccolo barón de Calanovella (Palermo, 1901-Capo d’Orlando, 1969) publicó a sus expensas en la imprenta Progresso de Sant’Agata di Militello una plaqueta titulada 9 liriche. Uno de los sesenta ejemplares que constituían la edición fue remitido con una carta de acompañamiento escrita junto con su primo, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, a Eugenio Montale, quien para recibir el sobre de un extraño se vio obligado a pagar, de muy mala gana, 180 liras de tasas por el insuficiente franqueo del envío. El fastidio de Montale, no obstante, fue recompensado por la lectura de los poemas de Piccolo. Entusiasmado con su descubrimiento, decidió apadrinarlo en los encuentros literarios de San Pellegrino Terme (Bérgamo), donde nueve poetas consagrados presentaban a otros tantos jóvenes.
Es fácil imaginar, pues, la sorpresa de Montale cuando vio, a la llegada de Piccolo a Milán, que el principiante siciliano era un distinguido cincuentón, coetáneo suyo, que venía escoltado por un desconocido Tomasi di Lampedusa y un criado vestido de riguroso negro que había traído incluso las sábanas para las camas de sus señores. Piccolo se reveló entonces como un hombre cultísimo que, según afirmaba Montale, “había leído tous les livres“, por descontado en sus lenguas originales. En efecto, en su juventud, antes de retirarse a su villa de Capo d’Orlando (Messina), había viajado por Europa, siempre en compañía de su primo, había frecuentado con asiduidad los salones literarios (y las sesiones de espiritismo) y se había carteado con W.B. Yeats, a quien con posterioridad había traducido al italiano, como también, entre otros, a René Char, G. M. Hopkins, e. e. cummings y Marianne Moore.
Piccolo se convirtió, desde luego, en la estrella de las reuniones, en uno de esos casos literarios tan corrientes en Italia y, en particular, en Sicilia. La primera consecuencia fue la publicación, en 1956, de su libro Canti barocchi e altre liriche (Mondadori), con prólogo de Montale (“El sonido del cuerno que nos llega de Capo d’Orlando no es el Olifante de un superviviente, sino una voz que cada uno puede oír resonar en sí mismo”), por el que obtuvo el premio de poesía “Chianciano”. Pero el eco de la obra de Piccolo, aunque sobre todo del personaje, llegó mucho más allá de los ambientes literarios: se transformó en un habitual de las crónicas de sociedad y despertó el interés de la televisión y la prensa extranjera, de The Daily Telegraph a Vogue y The New York Times.
Si bien pocos años después (1960) Canti barocchi e altre liriche fue reeditado seguido de un inédito, Gioco a nascondere, y en 1967 dio a conocer un nuevo libro, Plumelia, la fama de Piccolo fue efímera, o al menos así debió de percibirla el poeta desde su remota villa siciliana. En especial cuando estalló otro caso, ¡en su propia familia!, con la aparición póstuma de la novela El Gatopardo (1958) de Tomasi di Lampedusa, fallecido el año anterior. De pronto, él, Lucio Piccolo barón de Calanovella, centro y razón de uno de los cenáculos culturales más importantes de Sicilia, pasó a ser sólo el primo del autor de un clásico de la literatura italiana del siglo XX. Eclipsado por un muerto, traicionado por su más fiel camarada. Los celos consumían a Piccolo, pero ¿cómo luchar contra una sombra? ¿Cómo combatir un olvido que la propia obra no merece? Sobre su nombre había caído la indiferencia más absoluta mientras que la novela de Tomasi di Lampedusa alcanzaba el reconocimiento internacional, corroborado por numerosas traducciones, y era llevada al cine nada menos que por Luchino Visconti. Dolido y amargado, Piccolo pasó sus últimos años acribillando con cartas a amigos y conocidos para saber por qué no tenía noticias de Montale, qué se escribía de él en los periódicos, qué se decía de su obra en el continente: nada, ya nadie escribía ni decía nada. ~
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