La retirada del anteproyecto de la nueva ley del aborto es una buena noticia. También lo es la dimisión de Alberto Ruiz-Gallardón, un político de talento y un mal ministro de justicia: lo mejor que puede decirse de su gestión es que ha fracasado. Ha justificado su dimisión como una cuestión de principios. También se habían estancado varios proyectos suyos muy discutibles, como un nuevo código penal que pretendía incluir la prisión perpetua revisable.
Su trayectoria ha sido extraña: pasó de ser el niño prodigio y el hombre dialogante del Partido Popular, una especie de conservador ilustrado con aire de primero de la clase, amante de la cultura y las grandes obras públicas, apreciado por el centro y la izquierda, aficionado por igual a las protestas de lealtad con el corazón en la mano y las amenazadas de retirada, a convertirse en el defensor de una modificación de la ley de supuestos sobre la interrupción del embarazo más restrictiva que la de 1985, que el Partido Popular no había modificado en ocho años de gobierno. El anteproyecto, como señaló el propio Ruiz-Gallardón en su despedida, era de todo el gobierno. La sustitución por la normativa actual, equiparable a la de los países de nuestro entorno, se defendía con cifras distorsionadas, la apropiación desvergonzada de un léxico feministay falsificaciones flagrantes. Seguía las tesis del fundamentalismo católico, ignoraba la evidencia de que las tasas de abortos son más elevadas en los países con leyes más restrictivas, decretaba simbólicamente la minoría de edad de las mujeres españolas, luchaba contra la opinión pública y encontró la oposición de muchas personas del propio Partido Popular.
Al ver que Rajoy retiraba la propuesta, diciendo que se limitaría a reformar la ley de plazos que está en vigor para que las menores no puedan abortar sin consentimiento paterno, y dejaba caer a su ministro, varias personas recordaron la frase de Churchill, según la cual la política es peor que la guerra, porque en guerra solo mueres una vez. Para algunos, no era suficiente. Habrían deseado que el proyecto se retirase por convicciones y no por votos. En el fondo, eso es casi lo mejor del asunto: el Partido Popular, que recibe el apoyo de votantes que se ubican en posiciones de centro y en todo el arco de la derecha, se ha dado cuenta de que el anteproyecto no solo provocaba las protestas de la izquierda, sino el rechazo de votantes y miembros de su propio partido. En Politikon, Jorge Galindo ha escrito sobre la resistencia del progreso: las reformas que otorgan derechos crean nuevos grupos de interés que tendrán mucho que perder en una contrarreforma; una reforma progresista genera una nueva “normalidad”, y cuando las amenazas no se hacen realidad (la ley del tabaco se respeta y no demuestra la irreductible rebeldía hispánica, el matrimonio homosexual no provoca el apocalipsis instantáneo) la resistencia pierde fuerza; los miembros del nuevo grupo beneficiado tienen más poder.
Había algo curioso en la propuesta de Gallardón. Como muchas leyes duras, parecía diseñada para los demás: para personas imprudentes, ignorantes o casquivanas que se quedan embarazadas sin querer, para gente que no sabe tomar sus decisiones. La actitud paternalista de los defensores de la ley reforzaba esa impresión. Pero la mayoría de la sociedad, lógicamente, se sentía interpelada por una normativa que retrocedía a otras épocas, fomentaba la desigualdad y el fraude –porque los abortos existen desde siempre, como muestra uno de los primeros grandes libros de la literatura en castellano, La Celestina–, y sometía a las mujeres a una humillación sistemática. Quizá uno de los imprevistos es que a muchos ciudadanos les resultaba fácil imaginarse ante un embarazo con una enfermedad o un trastorno grave. Quizá la gente se ha sentido cerca o se ha imaginado a alguien que podía encontrarse en esa situación, y no le ha gustado lo que proponía el gobierno. Ha habido un reflejo liberal que consideraba excesivo que el Estado te obligara, por ejemplo, a traer al mundo a un hijo con una discapacidad, o a someterte a un trato degradante. Quizá el asunto no sea que un sector del Partido Popular siga siendo muy conservador, sino que hay una parte muy grande de la sociedad española que no parece dispuesta a renunciar fácilmente a algunos de los cambios de los últimos años.
La retirada del anteproyecto y la dimisión del ministro son dos buenas noticias para la libertad de las mujeres. Pero no está claro que sea el final. Cuesta imaginar que un hombre de la ambición y la fuerza de Ruiz-Gallardón deje la política para siempre. Su renuncia se produjo en un momento un tanto desconcertante, poco antes de que el presidente del gobierno viajara a China, el rey diera un discurso en las Naciones Unidas y unos días después de que el Parlamento catalán aprobara la ley de consultas. Se podría pensar que había algo casi desdeñoso por parte de Rajoy, un político correoso y hábil, mucho más duro de lo que parece. Y el tratamiento del aborto produce cierta perplejidad: uno no sabe si es cínico o sincero, hábil o torpe, o todo a la vez. Fue un gesto de cara a los sectores más conservadores, planteó un asunto incendiario que desvió la atención en un momento en el que su partido sufría el coste de los recortes y el escándalo de la corrupción, el presidente ha salido más o menos indemne y aun así la ley de plazos vigente está en la mesa del Tribunal Constitucional: el gobierno podría conseguir que los jueces hicieran el trabajo por él.
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).