Vivimos una época de marchas. Las potencias marchan a una guerra “preventiva”, y los indefensos marchan para prevenirla. Yo también desfilo por la paz. O al menos, eso creo. Las columnas convergen desde el norte y el sur de Londres en Hyde Park, ante un escenario monumental. Entramos al parque gris, pisoteamos el pasto húmedo, la tierra británica que jamás se seca. Hace mucho frío. Casi alcanza para sentirse heroico un heroísmo primermundista, con botas bien forradas y pantallas gigantes que nos repiten los discursos a quienes quedamos atrás. Se anuncia al próximo orador: ¡Allah ak bar!, proclama el líder musulmán de uno de los movimientos patrocinantes, y nos informa que el canal de televisión Sky ha aumentado nuestro número: ya somos un millón y medio. ¿Gracias a Alá o a Sky? Ahora sube el reverendo Jesse Jackson. También menciona a Dios Jiiiizzus, pronuncia, y suena a jazz. Todavía faltan como unos veinte oradores durante el resto de la tarde. Siento un escalofrío. No sé si atribuirlo a una gripe incipiente, o a la sospecha de que pueda venir más de esta oratoria sagrada.
En mi distracción, recuerdo que estamos a pasos de esa esquina de Hyde Park donde, desde hace unos 150 años, cualquiera con una verdad puede subirse a un cajón de manzanas y proclamarla. Marx y Engels lo hicieron y de algo les sirvió. Todos los domingos, se encuentran socialistas revolucionarios, apóstoles del mercado, fundamentalistas musulmanes, algún campeón de la Gran Israel, mesiánicos tremebundos. En fin, excéntricos surtidos para los aburridos del centro contemporáneo. Mi favorito es Norman, el librepensador. Norman debe tener unos 75 años. Es corpulento y cegatón. Se sube a su escalerita de mano trabajosamente. Y desde allí, con un vozarrón de trueno, refuta a los demás oradores: están todos equivocados, proclama, porque pretenden que cada una de sus ideas sea la única verdadera. “Toda idea que aspira a verdad universal es religiosa y por tanto peligrosa”, dice Norman. Y luego, en el delirio del nihilismo libertario: “La verdad es un error. Mi verdad también es un error. Pero yo lo sé, y por eso soy menos peligroso que estos otros.”
Un tremendo ¡Allah Ak Bar! me llama al orden. Más oradores pasan por el escenario gigante clamando por la paz, a voz en cuello. De hecho, pidiendo varios cuellos: el de Bush, el de Sharon, el de Blair. Para el final está anunciada una cantante, una tal Miss Dynamite. Muy apropiado para este pacifismo explosivo, pienso. Y lo admito: a otros, las muchedumbres los disuelven en un éxtasis colectivo; a mí me ponen en guardia. Recuerdo a Elias Canetti, su intuición de que las masas tienden, atávicamente, a la exageración y no a la moderación. En ausencia de líderes que la moderen, la multitud seguirá líderes que la exageren, que la devuelvan a la condición primordial de la tribu: la idolatría. Quien lo dude que revise su Biblia: Moisés Blair subió unos días a la montaña para hablar con el arbusto el Bush encendido, y al bajar encontró a su gente adorando ídolos (en Hyde Park).
¡Que patético espectáculo el de los liderazgos contemporáneos! Llamar a esta reyerta de ambiciones un “choque de civilizaciones” sería ennoblecer los propósitos del carnicero que en Bagdad usurpa el trono de Harún Er Rashid (Aarón el Justo, el de las 1001 noches), y los objetivos oleaginosos del vaquero que en Washington d.c. mancilla el sueño de Whitman (“…these broad, majestic days of peace…”). Occidente regido por un vaquero, Oriente secuestrado por un carnicero. El “conservadurismo compasivo” guiado por un iletrado agresivo; la izquierda liberal y civilizada, la de Blair, descarrilada de la tercera vía por un maquinista con los humos en la cabeza. Y las excepciones que confirman la regla: el cinismo galo de Chirac que venderá caro su veto (después de haberle vendido caros los reactores nucleares al carnicero), el trémulo canciller teutón negándose a guerrear a menos que la ONU le absuelva de su germánica conciencia culposa (aunque la culpa es más respetable que el interés, al fin y al cabo). Y en Latinoamérica, Chile y México sentaditos en el Consejo de Seguridad (oxímoron evidente: o es seguro, o están Chile y México). A pesar de sus cómicos arrestos de independencia, ¿a alguien le cabe alguna duda acerca de cómo votarán Lagos y Fox, si llega la hora de votar? ¿Qué pesará más: los tratados de libre comercio o tratar de pensar libremente; la merienda o la conciencia?
Por mi parte, lo que más me resfría en este húmedo parque londinense es el fallo en el liderazgo de la izquierda ilustrada, el colapso de los progresistas moderados, creando el vacío de poder que ocuparán los milenaristas exaltados.
Hace poco, Salman Rushdie probablemente buscándose otra fatwa volvía a provocar a los musulmanes. Esta vez a los moderados que, por su pasividad en este conflicto, permiten que la causa árabe sea secuestrada por los fundamentalistas. De un modo similar, la ambigüedad de los moderados occidentales en este asunto permite que nuestros propios fundamentalistas secuestren la causa de la paz. La ambigüedad ética de los líderes progresistas que caen en esta contradicción burocrática: la guerra que quieren los Estados Unidos es mala, pero si la hacen las Naciones Unidas es buena. La deserción del principal líder del progresismo contemporáneo, Blair, no sólo despeja el campo para el cinismo y el oportunismo de sus rivales. También deja como dueños de la paz que nunca es de los extremistas al surtido de fundamentalistas que se apoderan de sus principios, desde los sacerdotes de sotana y solideo a los curas de la antiglobalización, los imanes del antiamericanismo y los rabinos ecológicos. Mientras la centroizquierda en el poder se autosecuestra para ir a la guerra, la causa de la paz corre el riesgo de ser secuestrada por los excéntricos que ululan en el escenario del parque.
Los excéntricos que cuando ululan contra “América”, además, incurren en otra de las contradicciones de estas marchas. En efecto, un antiamericano consecuente debiera alentar esta guerra por todos los medios. Porque, bien entendido, oponerse a esta incursión decidida por su gobierno es hacerle un favor a los EE.UU. Es alentar sus convicciones, en vez de fomentar sus ambiciones; es favorecer el contrapeso de su democracia, en lugar del sobrepeso de su poder. Es interponerse en la deriva natural de la potencia que tiende a desbocarse y al hacerlo a desestabilizarse. (Hay quienes refutan esta vieja lección política en nombre de una novedad: EE.UU. sería el primer imperio democrático. Ignorancia flagrante: también el senado romano votaba antes de mandar a sus legiones a crucificar gentiles.) De modo que oponerse a la guerra que quiere el gobierno de los Estados Unidos implica ayudar a mantener estable una Pax Americana. Y esta no es la contradicción menor, la contramarcha menos paradójica, en estas marchas.
El desfile se disuelve, la multitud se dispersa agitando banderas. Veo una con el rostro del Che; otra con versículos del Corán. Una tercera, curiosamente parecida a la de los cruzados medievales, que reza: Pax Christi. Y en el escenario estalla Miss Dynamite. Como muchos, vine, marché sobre el pasto húmedo, porque estoy convencido que esta guerra, si se produce, será una indecencia. Pero luego de las contradictorias alharacas en el podio, me retiro en silencio, lleno de preguntas. Y me parece que no soy el único. ¿Cuál debe ser la posición de un humanista temeroso de las masas, desconfiado de sus líderes, y para colmo medio resfriado? Ya que quedarse callado, en estas circunstancias, equivale a tomar partido, ¿cómo oponerse a una guerra obscena sin ser utilizado por los cínicos, ni cooptado por los esotéricos y los histéricos?
Y de pronto, recuerdo a Norman, el librepensador que cada domingo se expone al ridículo entre los vociferantes. Norman, subido en su escalerita de mano, voceando su duda radical contra las razones radicales. Me digo que yo también tengo mi escalerita. Insegura, inestable, desde la que no se divisa ninguna verdad muy clara. Excepto esta: cuando los moderados marchan a la guerra, los extremos se apoderan de la paz. –
Londres, 10 de marzo de 2003
Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.