Me resultaría ahora muy fácil reírme del material no literario del que me nutrí para poder escribir mi primer libro, allá por 1975. Desde luego, un narrador que ha accedido a la experiencia de escribir después de haberse adentrado en la biblioteca familiar parece más serio y respetable que uno que como yo comenzó a construir su edificio literario tras una experiencia de LSD. Y sin embargo no acabo de ver por qué debería avergonzarme de esto, pues si bien es cierto que más adelante leí mucho y mi cultura literaria se fortaleció y eso tal vez esté incidiendo positivamente en mi obra, también lo es que el LSD, que representó la violenta apertura de mi campo visual, no fue en su momento ni mucho menos una despreciable fuente de inspiración. Es más, algunas de aquellas percepciones de una realidad distinta perduran con firmeza y, cargadas todavía hoy de una energía muy notable, son la causa de que me hagan reír, por ejemplo, los escritores realistas que duplican la realidad empobreciéndola.
Me ha interesado siempre más la literatura vista como un acto de revelación. Un espacio inquietante de musas fue para mí en su momento el LSD y ahora, enlazando con aquella creativa incursión en el mundo del ácido, me llaman la atención las enigmáticas cualidades de la DMT.
Hay una sustancia en el cerebro llamada N,N-dimetiltriptamina (DMT) cuya función se desconoce. Albert Hoffmann, padre del LSD, la sintetizó y luego estudió en los años treinta. Se sabía que la DMT era uno de los ingredientes de los rapés psicoactivos y de la mezcla llamada ayahuasca, empleada por los chamanes del Amazonas. Sin embargo, en la era psicodélica, por culpa del inefable William Burroughs, se comenzó a decir él mismo se lo dijo a mi amigo Raúl Escari en lo alto de Notre Dame, yo tomé una foto mientras se lo decía que era la droga más aterradora de la farmacopea. Y pocos se atrevían a probarla. Como informa Eliot Weinberger en Rastros Kármikos un libro, por cierto, excepcional, de una elegante y serena belleza, la DMT ha sido redescubierta recientemente y sus investigadores clandestinos han estado redactando extrañas notas de laboratorio.
Dice Weinberger que casi todos ellos describen experiencias semejantes. Fumada o inyectada, la droga tiene efectos casi inmediatos y todo el viaje dura sólo quince minutos. Lo primero que se escucha es un intenso sonido de desgarramiento, como si la propia cabeza se partiera. Luego se es testigo de una serie de patrones geométricos muy vívidos, seguidos de la sensación de ser lanzado a través de un túnel, un muro o una membrana. Finalmente se llega a un sitio concreto en el que nada es reconocible pero que parece estar bajo tierra y posiblemente sea abovedado. En este lugar hay seres que no son antropomórficos ni zoomórficos, y sin embargo están evidentemente vivos. Ejecutan actos incomprensibles y hablan o cantan en una lengua que se percibe pero no se comprende.
¿Son nuestros propios átomos? ¿De algún modo hemos viajado a las células o las partículas subatómicas? Hay quien piensa que esos seres bajo la bóveda constituyen en realidad un programa y sólo serán accesibles para nosotros cuando alcancemos el grado de progreso necesario para comprenderlos. De entre el torbellino de especulaciones insólitas que todo esto ha generado, elijo la de que el DMT se encuentra en el cerebro como un enlace de comunicación con una realidad paralela. Y es que a veces yo he conocido la experiencia de sentir que estaba fluyendo entre los cauces de dos ríos, y tal vez esta sensación proceda de la encrucijada de cuatro caminos, con fondo de montañas africanas, que entreví sentado en la puerta de la cantina del campamento militar de Viator en Almería el día en que probé por vez primera el LSD y una voz me dictaba algo desde una playa de Etiopía.
Enlace de comunicación con una realidad paralela, he dicho. Y es que tal vez el famoso “yo es otro” de Rimbaud debería ser sustituido por un “yo somos nosotros”. Weinberger nos recuerda que Octavio Paz, en uno de sus poemas, mira a un anciano en un banco hablando consigo mismo y se pregunta incidentalmente: “¿Con quién hablamos al hablar a solas?”
Recordemos que entre los poetas es casi una creencia generalizada que otro escribe lo que ellos escriben. Es famoso el caso de Coleridge, que soñó íntegro un extenso poema sobre Kublai Kahn, que en cuanto despertó pasó al papel. Recordemos que los poetas griegos atribuían sus poemas a las musas. Antonio Machado decía “converso con el hombre que siempre va conmigo”. Muchos poetas dicen que es una voz otra frente a la suya la que escribe o articula el poema. Pero, ¿quién entonces está hablando? “Fuera de aquí tal es mi meta”, escribió el extraño Kafka, autor de unas extrañas todas las de sus Diarios notas de su laboratorio literario.
Kafka, a diferencia por ejemplo del nebuloso Machado, parecía comunicado tan directamente con una realidad paralela que no podía reconocerse única y plenamente como hijo de sus padres, los de Praga. Tengo un amigo que sospecha que Kafka alcanzó en 1912 el grado de progreso necesario para conectar con ese enigmático lugar bajo tierra y presuntamente abovedado, con ese lugar de los actos y las palabras incomprensibles. Tal como puede perfectamente apreciarse, dice mi amigo, si uno se molesta en leer en sus Diarios la entrada del 11 de septiembre de 1912. ~
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