Caballos salvajes
Minaretes de lampazo
retumban en el cobre de la ciénaga, las pieles
congeladas de las uvas la colman de dulzura.
Los árboles del invierno son mechas negras chamuscadas.
Enjaezadas, las heridas se abren
a cada paso. El tiempo avanza en una sola dirección,
secciona. Invisible, traza una línea de sombra
en los desfiladeros, labra surcos sobre el cuero de los campos,
esculpe un meandro de pájaros
en la piel fría de noviembre.
Luego, palidecen estáticas las primeras estrellas,
se encienden las sagradas transmisiones, se estira
el cabello de la intimidad
infinita. El óxido del sol manchando un cielo de travertino,
un color de repente como el ocre
de los caballos de Dordoña a la luz de los faroles, desbocados.
Pastos traslúcidos rebosan como cerveza negra.
El crepúsculo es una cueva con el olor acre
del cuero húmedo, las antorchas de resina.
Bajo el empuje de la luna, la correa del río
socava la piel del campo. –
Tres semanas
Tres semanas anhelantes, agua que abrasa
la piedra. Tres semanas la sangre del leopardo fluyendo
bajo el audible insomnio de las estrellas.
Tres semanas voltaicas. Semanas de tardes
invernales, casi a oscuras.
Aullando a la distancia, el océano
estirándose entre nosotros, curvando el tiempo.
Tres semanas encontrándote en lugares nuevos dentro de mí,
luminiscente como una estrella fugaz en el abismo,
su cola de neón.
Tres semanas de naufragio en esta isla de la locura;
viciando la aurora de perfumes. Cada confín del cuerpo
electrizado, cada pensamiento acorralado
por la memoria del tacto. Tres semanas abriendo los ojos
cuando llamas, tu primera pregunta,
¿te he despertado…? ~
Versiones de Jaime Priede