Amor al prójimo. Una mujer alimenta a su comunidad en Puerto Príncipe

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La mañana del lunes 18 de enero conduje junto con Frantz Ewald, pintor nacido en Haití, desde lo alto de la colina que ocupa el suburbio de Pétionville, donde me alojaba, hacia Puerto Príncipe. Habían pasado seis días desde el terremoto y la ciudad aún estaba sumida en el caos. Mientras los rescatistas escarbaban entre los escombros en busca de sobrevivientes, los habitantes caminaban por las calles buscando agua, comida y combustible. En Pétionville una gasolinera comenzó a funcionar y esa misma mañana se formó una larga fila de automóviles; entre los autos había hombres y mujeres a pie, cargados con bidones y esperando ansiosamente que llegara su turno frente a la bomba. Una mujer mayor se acercó a la gente de la fila y solicitó ayuda con cortesía. El cuerpo carbonizado de un hombre –un ladrón, supuestamente– yacía en la acera del otro lado de la calle, frente a un banco. Su cabeza estaba aplastada y sus piernas se doblaban extrañamente por detrás. Al pasar por ahí la gente se cubría la nariz y la boca con las manos. A unos cuantos metros, unos jóvenes mercachifles ofrecían a los conductores que pasaban tarjetas de prepago de una empresa de telefonía celular.

Frantz y yo íbamos en su camioneta Toyota, y no habíamos llegado muy lejos cuando frenamos para dejar que un grupo de adolescentes cruzara la calle frente a nosotros. Los guiaba una mujer alta, vestida con una túnica blanca y una falda negra, larga. Los chicos la seguían como si fuese una suerte de flautista de Hamelin. Al pasar por enfrente, la mujer nos miró de soslayo e hizo un gesto de educada consideración; nosotros proseguimos nuestro camino.

Cuatro o cinco horas más tarde, en la planicie a orillas del aeropuerto de Puerto Príncipe, vimos de nuevo a esa mujer y a sus jóvenes seguidores. Estaba de pie en medio de una multitud de curiosos, frente a las rejas del aeropuerto donde aviones de la onu y de Estados Unidos aterrizaban en la pista más allá del pequeño edificio de la terminal. Nos detuvimos, saludamos con un gesto, y ella nos habló –sorprendentemente– en inglés, con un acento sureño. Nos dijo que su nombre era Nadia François y que vivía en Delmas 75, un barrio que quedaba a cinco millas, en las colinas. Nos dijo que había bajado en representación de unas trescientas personas que estaban allá y que necesitaban ayuda. Nos mostró un papel con un mensaje escrito a mano, sellado y firmado por un pastor protestante, que daba fe de su misión. Nadia había guiado a su grupo hasta el aeropuerto tras enterarse de que el ejército estadounidense estaba repartiendo comida.

Le dijimos a Nadia y a sus acompañantes –nueve en total– que subieran a la parte trasera de la camioneta y nos dirigimos en busca de alimentos. Pese a los rumores que habían atraído a cientos de haitianos a la carretera del aeropuerto, sólo para congregarse y mirar con ilusión, ahí no se estaba entregando comida. Seguimos hasta topar con un terreno cercano donde algunas casas de campaña y algunas provisiones estaban demarcadas por una decena o más de banderas nacionales, pero se trataba de un campamento, no de un punto de distribución de comida. Preguntamos a un guardia de la onu dónde podíamos encontrar ayuda; nos contestó que no lo sabía. Alguien nos dijo que en una fábrica cercana, donde los dominicanos habían emplazado una base, se estaban entregando alimentos, así que condujimos hacia allá.

La primera ayuda, la más visible, había llegado a Haití desde la vecina República Dominicana. Cuando entré por vez primera al país, en el amanecer del 15 de enero, crucé la frontera junto con una larga fila de vehículos que transportaban suministros. También había un convoy de soldados que conducían camiones en los que se leían mensajes anunciando que la ayuda era un gesto personal del presidente dominicano, Leonel Fernández.

Ahora se estaba consolidando un amplio esfuerzo de asistencia internacional. Ayuda humanitaria y equipos de rescate llegaban a diario de todas partes del mundo –España, Francia, Rusia, Israel, Venezuela, Cuba, y también Estados Unidos. Un equipo de cienciólogos con camisetas amarillas hizo su aparición, lo mismo que un grupo de Caballeros de Malta. Incontables toneladas de víveres se habían enviado en avión o estaban en camino. Pero la distribución de la comida era desordenada, y cada punto de reparto acababa inundado por masas desesperadas. En toda la ciudad carteles y pancartas pintados sobre telas reclamaban ayuda. Y sólo aquellos dotados de paciencia y ánimo parecían obtenerla.

Nadia nos contó que había crecido en Miami con su familia. Tenía 36 años, “casi 37”, y había regresado a Haití hacía apenas dos. Le pregunté por qué había regresado. Me sonrió compungida y dijo que se había “portado mal” y que tenía “problemas de migración”. La semana anterior Nadia se había convertido en un medio primordial de ayuda para su comunidad. Cada día acudía al centro de la ciudad e intentaba regresar con comida y algunos enseres básicos.

En el depósito de alimentos dominicano un destacamento de cascos azules peruanos se aferraba nerviosamente a unos escudos de acrílico y unos rifles de asalto, tratando de contener a una gran multitud de haitianos que se habían congregado a ambos lados de la reja de entrada. Los soldados estaban acorralados, sus caras rojas, y cuando nos estacionamos para hablar con ellos, nos contestaron a gritos, como si el ruido de la multitud los hubiera dejado sordos. Los convencimos de dejarnos pasar y, una vez adentro, nos encontramos con una escena tumultuosa: los camiones iban y venían, y los civiles que se habían saltado el cordón de seguridad se mezclaban con la policía haitiana, con los soldados dominicanos y con decenas de voluntarios de camiseta amarilla, que estaban ahí con el Ministerio de Haití para la Condición Femenina –un legado de la presidencia populista de Jean-Bertrand Aristide. Una funcionaria del Ministerio estaba de pie junto a la bahía de carga del almacén, donde se iban formando pilas desordenadas de suministros en los camiones.

La ayuda consistía en bolsas de plástico con productos para mantener a una sola familia durante un día: arroz, harina de maíz, frijoles, sardinas y salchichas. La funcionaria llevaba un vestido estampado, con una mascada a juego y unos grandes lentes oscuros, y hablaba atenta y continuamente por su celular. A su alrededor las disputas estallaban conforme personas sin autorización intentaban colarse hasta la última barrera, queriendo llegar a la comida en la bahía de carga. Una mujer de apariencia brava, con un pañuelo en la cabeza, entró y pidió comida a voces. Un soldado la empujó. Ella le gritó. Él la empujó de nuevo. El soldado aseguraba que la mujer había estado ahí el día anterior y que se estaba haciendo de suministros para después venderlos.

Un coronel dominicano de triste apariencia intentaba supervisar las maniobras. Fue él quien autorizó a Nadia y su grupo llevarse un poco de comida, y después añadió, en tono de disculpa, que tenía órdenes de distribuir la comida a través del gobierno haitiano y que, por ende, no podía entregársela directamente a la gente de la ciudad. El coronel nos llevó con la funcionaria del Ministerio, quien retiró el celular de su oído y escuchó mientras exponíamos el caso. La funcionaria miró gravemente a Nadia, movió la cabeza asintiendo, y luego regresó a su teléfono.

Cargamos la camioneta con setenta u ochenta bolsas, las aseguramos con una red de carga de plástico amarillo, y fuimos hacia las rejas. Cuando salimos, el gentío era aún mayor y los soldados estaban alterados. Nos gritaron que condujéramos más rápido y que no nos detuviéramos por nada, ya que la gente podría abalanzarse sobre nuestro vehículo para tomar la comida. Atravesamos la multitud pisando el acelerador; camino de las colinas, circulamos precavidamente por vías secundarias. Después de unos cuantos kilómetros, paramos en una calle de clase media flanqueada por árboles, y ahí, en una curva, había un hueco entre las casas. Un toldo de retacería, hecho de sábanas y lonas, se extendía sobre aquel hueco, y debajo del toldo había una gran cantidad de mujeres y niños viviendo sobre tapetes dispuestos en el pavimento.

Al fondo del toldo terminaba la calle y la tierra se cortaba abruptamente. Debajo, en un barranco de unos diez metros de profundidad y unos treinta metros de anchura, estaba la comunidad de Nadia: Fidel –llamada así por Fidel Castro, según me dijo–, donde ella y otras trescientas personas solían vivir. (Me di cuenta de que “Delmas 75” correspondía a la calle que pasaba frente al barranco y que aparecía en los mapas de la ciudad; Fidel quedaba fuera del mapa.) Se trataba del lecho seco, pedregoso, de un río, colmado por una geometría de viviendas hechas con bloques de cemento y pedazos de lámina, una de las cuales era la casa de Nadia, una estructura de concreto, de unos cuatro metros cuadrados, que rentaba por el equivalente a unos trescientos dólares al año.

La mayor parte de los residentes de Fidel se había mudado a la calle para dormir bajo el toldo. Estaban asustados por las réplicas continuas y no querían que otro temblor los sorprendiera en el barranco. Nadia apuntó hacia un cúmulo de piedra y concreto derribados en la orilla de la cañada; yo podía adivinar la silueta de un desarrollo inmobiliario inacabado. Nadia me contó que los residentes de Fidel le habían pedido a la constructora no llevar la pared tan cerca de la orilla del barranco, pero que los habían ignorado. Durante el temblor, una sección de la pared se derrumbó sobre la vecina de Nadia, la golpeó en la cabeza y la mató.

A un lado de la camioneta, Nadia alzó la voz para pedir ayuda, y en unos cuantos momentos un grupo de jóvenes y niños comenzó a cargar las bolsas de comida al interior de una pequeña y rudimentaria iglesia protestante, la Église Pancotista Sous Delovy. La iglesia, construida a un lado del barranco, estaba hecha de hojas de lámina corrugada, pintada de azul y rosa. Al altar y las bancas se llegaba bajando una escalera de concreto hacia el fondo de lo que parecía casi un pozo. Nadia dio órdenes a los jóvenes, y el pastor, Jean Vieux Villers, prometió que se haría cargo de la justa distribución de la comida; todo el mundo parecía contento con este arreglo.

 

 

Según Verner Lionel –vecino de Nadia–, Fidel se fundó hace 32 años, cuando se construyó la zona por encima de los barrancos. A Lionel se le considera líder en Fidel, ya que, a sus 52 años, es el hombre más viejo del lugar. Como muchos otros hombres de Fidel, Lionel es un trabajador itinerante de la construcción y un mil usos. Llegó ahí en los años setenta como trabajador de una proyectista, una mujer a la que llama Prosper, que le permitió construir una casucha para sí mismo en el barranco. “La mía fue la primera casa”, me dijo. Desde el campo llegaron los amigos y parientes de Lionel, siguiéndolo a los barrancos, y luego vinieron más. Hoy viven ahí unas 860 personas, según los cálculos de Nadia. Los haitianos tienen familias grandes; las organizaciones humanitarias internacionales suelen calcular entre seis y siete personas por familia, y en algunas ocasiones son muchos más. Casi la mitad de los nueve millones de habitantes del país tiene menos de dieciocho años.

Nadia señaló a las numerosas madres, bebés y niños bajo el toldo y afirmó que algo debía hacerse por ellos. “La cosa es”, dijo con un tono de tierno menosprecio, “que estos haitianos no saben qué hacer”. El problema inmediato era que el camión cisterna del que la gente de Fidel solía comprar agua no había aparecido desde antes del terremoto del 12 de enero, así que el acceso al agua no era fácil. (Un problema generalizado: incluso antes del terremoto la mitad de la población de Haití no tenía una fuente de agua segura.) En Fidel tampoco había comida ni medicinas, ya que no había trabajo y nadie tenía dinero ahorrado. Esta gente es pobre y, como muchos de sus compatriotas, Nadia incluida, están viviendo por debajo de la línea de la pobreza y habían vivido así desde mucho antes del terremoto.

Haití ha permanecido en estado de lucha desde que se independizó de Francia, en 1804.

Es el país más pobre del hemisferio occidental; un 78 por ciento de su población vive con menos de dos dólares al día, y 54 por ciento con la mitad de eso. Sus exportaciones tradicionales –café y azúcar– han caído, y el sector de manufacturas ha ido en declive durante décadas. El país ha padecido disturbios, una violencia espantosa y levantamientos políticos trágicamente regulares, encabezados por una sucesión de déspotas y estafadores: Papa Doc, Baby Doc, el Padre Aristide.

Y encima de todo, Haití parece casi singularmente martirizado por la naturaleza. De junio a octubre se registran graves tormentas y huracanes. En el verano de 2008, en el lapso de tan sólo dos meses, la tormenta tropical Fay, el huracán Gustav, la tormenta tropical Hanna y el huracán Ike le dieron una paliza, y juntos dejaron a ochocientos mil personas sin casa y la infraestructura del país severamente dañada.

Haití depende en gran medida de la ayuda extranjera, pero sólo un poco de ese dinero contribuye a un desarrollo sostenido, y a menudo le ha sido retirado por razones políticas. La mayor parte de los trabajos están en el sector agrícola; puesto que la exportación ha ido en picada, cerca de cien mil haitianos al año emprenden el viaje desde el campo hacia Puerto Príncipe. Ahí trabajan sobre todo en el sector “informal”: botones, jornaleros, boleros y marchantes. Hoy incluso esos trabajos han desaparecido.

 

 

Un día, saliendo de la pequeña oficina de concreto de la policía, cercana al aeropuerto y convertida en sede provisional del gobierno de Haití, Frantz y yo pasamos por el cementerio de Puerto Príncipe. Había cadáveres por toda la ciudad –yacían en las esquinas de las calles, a veces a mitad de las avenidas– y, en la oficina, el gobernador de Puerto Príncipe y el director del Ministerio de Salud me habían informado que estaban haciendo lo que podían para recogerlos. Al fin y al cabo todo lo que podía hacer el gobierno de Haití por ahora era lidiar con los cadáveres. El primer ministro Jean-Max Bellerive me dijo que se habían recogido setecientos mil cuerpos con buldózers y camiones de volteo, cuerpos que habían sido enterrados en cuatro fosas comunes, dentro y fuera de la ciudad. Una de esas fosas estaba en el cementerio principal.

Conforme nos acercamos vi tres cuerpos boca abajo sobre la tierra, en un agujero en la valla. Dos de ellos parecían ser mujeres, una muy joven. Los demás cadáveres que había visto en Puerto Príncipe estaban hinchados y abrasados por el calor. Estos cuerpos estaban frescos y no tenían heridas visibles. Me recordaron a las fotografías que había visto de las víctimas de los escuadrones de la muerte en El Salvador. Una peste abrumadora flotaba en el aire, incluso dentro de la camioneta.

Junto a la valla del cementerio yacía un hombre joven, empapado en sangre de pies a cabeza; había aún más sangre encharcada alrededor de él, sobre la acera. El hombre estaba de lado, con un codo apoyado en la tierra, para poder colocar la cabeza en su mano. Justo encima de él, en la valla, había un anuncio de celulares Nino, color rojo brillante, y, al lado, un crucifijo tallado dentro de un círculo. Frantz me dijo: “Creo que todavía está vivo.” Varias personas se juntaron en el camellón para mirarlo. Una de ellas afirmó: “Es un ladrón. La policía lo ejecutó y lo vino a tirar aquí. Y aquellos también”, e indicó los cuerpos frescos. “Son ladrones.”

Durante el terremoto cientos de prisioneros escaparon de la cárcel nacional, a unas cuadras del Palacio Presidencial y el cementerio. Entre los fugitivos se hallaban criminales peligrosos y algunos de los líderes más violentos de las pandillas de Puerto Príncipe. Muchos saqueadores –miles de ellos, según algunas informaciones– invadieron la Grand Rue, la zona comercial más importante, y otras zonas de la ciudad. La policía se vio en apuros para responder, pues había perdido a la mitad de sus fuerzas en el área de Puerto Príncipe. Yo había escuchado reportes sobre disparos de la policía contra los ladrones y asesinatos de saqueadores a manos de patrullas ciudadanas. En el barrio donde pernoctaba se oían balazos por la noche y, en cierto momento, corrieron rumores sobre maleantes que robaban bebés para venderlos para adopción, secuestrándolos supuestamente por la noche, mientras la gente dormía afuera, en las calles. Un día vi a un hombre amarrado a un poste, destazado con machetes y asesinado a pedradas.

El hombre de la acera se estremeció; su pecho se alzó y cayó lentamente un par de veces. Un buldózer amarillo subió por la calle y un hombre de aspecto rudo, caminando frente a él, lo guió hasta los tres cuerpos en el agujero de la valla. Entre mucho ruido y mucho humo, el buldózer los levantó con su pala de acero y, después, con varios movimientos bruscos, los dejó caer sobre un montículo de tierra amarillenta que se alzaba unos cinco metros dentro de la valla. En cosa de un minuto los cuerpos habían desaparecido. El buldózer avanzó junto a la acera y bajó su pala. Pero, antes de que levantara al hombre herido, el trabajador que dirigía las maniobras caminó hacia él. Al ver que estaba vivo todavía, hizo señas para que el buldózer se alejara. Mientras la máquina rugía y se apartaba, le preguntamos al trabajador qué pensaba hacer respecto del herido. Nos dijo: “Yo sólo me hago cargo de los muertos”, y se fue.

 

 

Cuando ocurrió el terremoto, Nadia trató de correr fuera de la cañada. Estaba a la mitad de los burdos escalones de concreto que llevan a la calle cuando escuchó gritos cerca de su casa. Corrió de vuelta y vio a su vecina muerta bajo una pila de bloques de concreto. La vecina tenía un niño de siete meses. “Dije: ‘¿Dónde está el bebé, dónde está el bebé?’ y lo vimos ahí, tirado en la tierra.” La mujer había logrado arrojar al bebé y ponerlo a salvo justo al quedar sepultada bajo los bloques. “Una mujer lo recogió y me lo entregó”, nos contó Nadia. “Estaba cubierto en sangre, también tenía sangre en las calcetas. Uno de sus brazos parecía dislocado, y también una de sus piernas, y su cabeza estaba hinchada. Yo tenía miedo de que se muriera en mis brazos. Él trataba de dormirse y yo trataba de mantenerlo despierto.” Nadia fue en busca de los parientes del niño y encontró a su tía, que vivía en Ravine 75, a unas cuantas cuadras de Fidel. “Después salí y me senté; estaba llorando porque no sabía qué le había pasado a mi novio.” Su novio, un joven de nombre Kesnel Jean, había salido más temprano en un autobús hacia Jacmel, un pueblo de la costa sur de Haití. No se sabía nada de él.

Esa noche, “cuando todo paró”, según dijo Nadia, caminó a Delmas 36, a unas 35 cuadras, para ver si su primo y su familia habían sobrevivido. Y así fue, sólo que lo que vio en la ciudad –“muchas casas caídas”, y gente muerta y herida por doquier– la entristeció. Nadia recordaba un rumor que había comenzado a circular después del desastre. “Los haitianos empezaron a decir que la causa de esto era un experimento realizado por Estados Unidos, que quería apoderarse de Haití. Pero yo sé que es obra de Dios, porque si Estados Unidos lo hizo, entonces, ¿también provocó el terremoto de California hace unos años? Yo les traté de explicar que no tenía sentido.”

En los días siguientes Nadia siguió vagando fuera de Fidel. “El miércoles caminé hasta el centro y de regreso, buscando a mi novio. Vi gente muerta por todas partes”, dijo. “Vi a un niño que había tratado de correr fuera de un edificio, y el edificio se le vino encima, y todo lo que podías ver era su cara y uno de sus brazos. Vi saqueadores llevándose cosas o lanzándolas desde lo alto de un edificio destruido, y escapé corriendo, porque no quería que la policía me llevara.”

Fue en esas primeras salidas, en busca de Kesnel y de sus parientes, que Nadia comenzó a buscar comida. Me dijo, con cierto orgullo feroz: “Nunca sufrí en Estados Unidos por cosas como agua y comida, así que no veo por qué habría de hacerlo en Haití.” La comida que encontró se la llevó al pastor Villers para almacenarla en la pequeña iglesia hasta que pudiera repartirse.

No fue sino dos días después de desaparecer que Kesnel regresó a Fidel, lastimado de una pierna, pero bien por lo demás. Cuando vino el terremoto, su autobús chocó; cerca de ahí, un vehículo de la onu también se accidentó. Murieron muchos pasajeros, según le contó a Nadia, pero a él lo puso a salvo la gente de la onu. Luego pudo contratar una motocicleta para hacer parte del camino de regreso a Puerto Príncipe, y el resto del trayecto pidió a los automovilistas que lo llevaran.

 

 

En la carretera de la costa que lleva hacia Léogâne, al oeste de Puerto Príncipe –una vieja plantación que quedó prácticamente destruida en el terremoto–, me detuve un día en la casa de Max Beauvoir, el houngan o sacerdote vudú más importante de Haití. La casa laberíntica de Beauvoir se encuentra en un claro, a la sombra de árboles tropicales –un paisaje inusual en esta zona del país que, como gran parte de Haití, ha sido prácticamente deforestada. Parte del muro de coral del frente se había derrumbado en el terremoto. Una sección de su templo y una cocina al aire libre también habían resultado dañados, pero su casa estaba intacta. Desde los parapetos de las construcciones varias estatuas de dioses vudú dominaban el jardín.

Beauvoir, sentado frente a una mesa redonda bajo los árboles de atrás de su casa, me saludó cortésmente. Es un hombre alto y bien parecido, con ojos profundos e intensos; tenía un par de rottweilers enormes a sus pies y, sobre la mesa, un paquete de Marlboro Lights que iba vaciando al tiempo que hablábamos. Me dijo que estaba alterado por los comentarios del predicador evangélico estadounidense Pat Robertson, quien había achacado la tragedia de Haití a un pacto con el Diablo. “Siento que Pat Robertson perdió una gran oportunidad para cerrar la boca”, dijo Beauvoir. “Lo que más se necesita en Haití en este momento es compasión. Una tragedia como esta no es culpa de nadie, y buscar culpas es ridículo, y no muy inteligente a mi parecer. Habría sido más inteligente de su parte callarse la boca, sencillamente.” Beauvoir también estaba molesto por los entierros masivos de las víctimas del terremoto. Cada día decenas de miles de cuerpos humanos sin identificar estaban siendo enterrados con buldózers sin ceremonia alguna, y él deseaba que hubiera una manera de brindar mayor dignidad al proceso. “Todos tenemos una parte de Dios en nosotros, y nuestros cuerpos deben ser descartados en forma decente. La manera en que lo están haciendo, recogiéndolos y echándolos en agujeros, es indigna.”

Le conté a Beauvoir sobre los cuerpos tirados en el cementerio, y asintió. El 16 de enero, aseguró, el presidente de Haití, René Préval, lo había mandado llamar a una junta de emergencia del gabinete, junto con el primer ministro, el jefe de policía y las autoridades supervivientes de las iglesias católica y protestante. En la junta los líderes habían discutido cómo zanjar la situación de la seguridad en Puerto Príncipe. “Decidimos que debíamos lidiar con ellos de emergencia”, dijo. “Desde el día 17 y durante las siguientes dos semanas”, los criminales debían ser tratados “como se hace en una emergencia”. Le pregunté si esto significaba aplicar la pena capital, y me contestó que sí: “Pena capital automática para los bandidos.” Algunos de los saqueadores robaban aquello que necesitaban desesperadamente, de lugares donde ya a nadie le importaría. Algunos estarían abasteciendo a quienes estaban demasiado enfermos o demasiado lastimados como para valerse por sí mismos; Nadia no podía ser la única que se ocupaba de una comunidad.

Sin duda, otros robaban por codicia y oportunismo. Pero esta parecía ser una distinción imposible de realizar, especialmente para una fuerza policiaca disminuida.

Le pregunté a Beauvoir si tal licencia podría extenderse incluso a una jovencita, y mencioné a la muchacha cuyo cuerpo estaba entre aquellos tirados en el cementerio. Beauvoir asintió. “Podría incluir a cualquiera.” Parecía concebir esta medida rigurosa como una necesidad deplorable. “Personalmente lo lamento”, dijo. “Lamento todas las muertes. Lamento las numerosas llamadas que he recibido solicitando ayuda. Lamento que todavía haya gente atrapada en sus casas. Lamento el terremoto que tuvimos esta mañana.” (Ese mismo día, más temprano, una réplica de 6.1 en la escala de Richter había sacudido Puerto Príncipe.) Le comenté sobre el joven que habíamos encontrado, herido de bala y abandonado a morir, y sobre cómo, al final, habían sido los soldados estadounidenses los que se lo habían llevado para proporcionarle tratamiento médico. Le dije a Beauvoir que había intentado seguir el caso, pero me fue imposible hallar al muchacho. Esto también era lamentable, según dijo. “Pero si quiere buscarlo, le digo, vaya y busque en las tumbas.”

El gobierno haitiano niega haber ordenado a la policía usar medios extrajudiciales para lidiar con los saqueos. Pero cuando le conté a Nadia lo que Beauvoir había dicho, no le sorprendió. Unos cuantos días antes un policía que vive en Fidel le había dicho a ella y a otros vecinos: “Si descubren a un ladrón, mátenlo.”

 

 

Nadia habla inglés, español y criollo, y, según me dijo, se siente más estadounidense que haitiana. Cuando le pregunté cuáles son sus programas de televisión favoritos, se rió y me dijo: “¡Los duques de Hazzard y Punky Brewster!” Su madre la llevó a Estados Unidos, junto con sus hermanos, cuando ella tenía seis años; se fueron en un barco con otros inmigrantes ilegales haitianos, primero a Cuba y luego a Florida. Su padre estuvo en prisión en Estados Unidos y se reunió con ellos más tarde, cuando Nadia tenía catorce años. Poco después lo encontró aspirando cocaína en su casa, y él la trató de golpear. Su madre lo corrió. Cuando Nadia aún cursaba el bachillerato, su padre disparó contra una persona y luego huyó a Puerto Príncipe. No pasó mucho tiempo antes de que se enterara de que lo habían matado tras un negocio de drogas en Delmas 33, a unas treinta cuadras de donde vive ahora.

De niña, en Miami, había querido ser marine o modelo. “Mi madre me prometía llevarme a Barbizon, pero eran mentiras: nunca lo hizo.” Nadia sonrió. Su vida había sido difícil. Su hermano mayor, me explicó, había caído enfermo, víctima de una maldición vudú. Su madre había vuelto a Puerto Príncipe para cuidarlo, pero él había muerto. La madre de Nadia trajo la enfermedad de vuelta con ella, y murió poco después. Esto ocurrió en su último año de bachillerato. Nadia se graduó, pero tras la muerte de su madre ella y su hermana tuvieron que dejar la casa que rentaban.

Durante algún tiempo, me dijo, estudió “srh” en el Tallahassee Community College. Cuando le pregunté qué quería decir eso, me contestó: “Servicios de Recursos Humanos”, dudando, como si no pudiera recordar del todo lo que significaban esas siglas. También estudió cosmetología y obtuvo un certificado para trabajar en un call center. Tenía tres niños, dos de un hombre y uno de otro.

En 1992 fue arrestada y pasó cinco años y medio en prisión. Primero me dijo que la habían arrestado en un auto que no le pertenecía y en el que había una pistola. Luego me miró y agregó: “Caí con la gente equivocada.” Después de estar en la cárcel fue deportada. En 1999 regresó a Estados Unidos con
la esperanza de ver a su hija, a la que maltrataban en su casa de acogida, según me aseguró. La policía la detuvo por entrar al país ilegalmente y pasó siete años y un mes en una correccional federal de Tallahassee. En junio de 2007 fue enviada, junto con otras detenidas, en un vuelo especial a Puerto Príncipe. Ahí las recibieron policías haitianos y quedaron en custodia. “Tenía miedo, porque no sabía qué esperar”, me dijo, con un escalofrío. “No sabía por qué tenían que llevar máscaras.” Tras un par de semanas, su primo fue por ella. Poco después rentó la pequeña casa en Fidel y desde entonces vivía allí, obteniendo un pequeño ingreso por cortarles el cabello a las mujeres.

Nadia no había visto a ninguno de sus hijos desde su último arresto. El más pequeño era un bebé cuando ella ingresó a prisión. Los tres habían acabado en casas de acogida. El deseo más grande de Nadia es regresar a Estados Unidos con su sobrino (hijo del hermano que murió en Haití) para reunirse con sus hijos y tener un trabajo. “Puedo trabajar en lo que sea, no me importa qué”, me dijo. “Dicen que si pagas tus deudas debes tener una segunda oportunidad, ¿no es cierto?”

 

 

Una mañana, cuando llegué a verla, Nadia estaba en la calle discutiendo acaloradamente con la mujer que vendía agua, caña de azúcar y refrescos en una tiendecita al final de la calle, donde se congregaban todos los habitantes del barranco. Nadia la estaba reprendiendo a gritos en criollo. Aquello duró un buen rato. El día anterior, según me explicó Nadia, la mujer había recibido algunas cajas de arroz chino que le estaban destinadas. El donante era un hombre canadiense que se había detenido ahí mientras conducía; Nadia lo había convencido de llevar comida para ella y sus vecinos, pero al parecer había regresado mientras ella estaba fuera. La mujer de la tienda le dijo que ya había repartido el arroz. “Eso dice”, murmuró Nadia, enfadada.

Cuando le pregunté cómo fue que la gente de Fidel la empezó a ver como líder, me contestó que se debía a que hablaba inglés. Luego, secamente, agregó: “Y porque soy la que busca ayuda mientras ellos se sientan en sus miserables traseros.”

Fidel no resultó particularmente afectado por el terremoto; a excepción de la vecina de Nadia y de un par de mujeres de la zona más profunda del barranco, cuyas casas se derrumbaron y que resultaron heridas de las piernas, Fidel no pasó por los estragos que acabaron con casi toda la ciudad. Sin embargo, en ausencia de una economía viable y de una infraestructura nacional, Fidel es, pese a todo, un lugar sin esperanza, un símbolo de los problemas profundos y persistentes de Haití. Muchos de los hombres del barrio parecen sentarse por ahí la mayor parte del día. Algunos juegan dominó para pasar el rato. No hay trabajo para ellos, y no lo habrá hasta que el dinero para la reconstrucción genere empleos. Verner Lionel no ha tenido trabajo en la construcción por mucho tiempo, según me contó; para vivir, vende tarjetas de prepago para teléfonos celulares. Tiene ocho hijos y no tiene esposa. Gana entre veinte y treinta gourdes –poco menos de un dólar– cada día. Nadia me explicó que antes del terremoto una pequeña bolsa de frijoles, suficiente para una comida familiar, costaba veintisiete gourdes; una bolsa de arroz, cincuenta. Ahora los precios han subido sustancialmente. Lionel me dijo que él y sus hijos suelen comer una comida al día: espagueti o arroz, y a veces harina de maíz con frijoles. Desde el terremoto Nadia y un grupo numeroso de habitantes de Fidel –los que duermen bajo el toldo– han comenzado a cocinar una merienda colectiva en una olla grande colocada sobre unos carbones, en plena calle. No desperdician nada. Algunos de los bloques de concreto que cayeron sobre la vecina de Nadia han sido reutilizados como base para una bañera. Nadia tiene guardada la cuna desbaratada del bebé.

 

 

El 25 de enero, trece días después del terremoto, Nadia me pidió acompañarla al Pétionville Country Club, un campo de golf de nueve hoyos adornado con exuberantes naranjos. Ahora había ahí un campo de desplazados, me dijo, y el ejército estadounidense estaba dando comida. Nadia afirmaba haber encontrado el campo después de notar los helicópteros del ejército estadounidense y seguirlos “para ver adónde iban”.

En el campo de golf caminamos hasta un terreno de pasto inverosímilmente podado en el segundo tee. Delante de nosotros, extendidas sobre las cuestas de la colina, había miles de carpas hechas de todos los materiales concebibles: sábanas, costales, plástico y, en cierto caso, un plástico verdoso en el que se leían las palabras “Peligro: contiene desechos biológicos infecciosos”. Habían brotado también pequeñas tiendas de campaña, incluida una que vendía pelucas y extensiones, y otra en la que un joven recargaba teléfonos celulares con un pequeño generador.

El Servicio de Socorro Católico (crs) estaba administrando los víveres, y Nadia detuvo a uno de los trabajadores cuando este trotaba entre la muchedumbre, un irlandés llamado Donal. Aunque se veía atareado y exhausto, escuchó pacientemente mientras Nadia formulaba su petición. Donal explicó que él no podía hacer nada hasta que ella acudiera a su oficina, en Delmas. Entonces se enviaría a un equipo para inspeccionar el barranco y, si su petición era aceptada, se les entregaría comida. El campo ya albergaba al menos a unas veinticinco mil personas, dijo Donal, y el número crecía día con día. Dado que no había letrinas, todo el mundo estaba defecando al aire libre: un grave riesgo para la salud. Se habían registrado violaciones, y a él le preocupaban los incendios. El crs estaba tratando de aguantar, pero estaba al borde de la zozobra.

Nadia asintió comprensivamente, pero se mostró implacable. “¿Entonces qué debo hacer?”, preguntó. Antes de que lo dejara ir, Donal ya le había dicho dónde obtener ayuda y le había dado su propio número de celular.

En la oficina del crs, Nadia encontró a Lane Hartill, un oriundo de Oregon, alto, amable, de 35 años, que le consiguió una silla y una botella de agua y la escuchó atentamente mientras ella describía la situación de Fidel. El crs quería ayudar al mayor número de personas posible, le dijo Hartill a Nadia; la organización ya había traído dieciséis toneladas de comida y planeaba devolverle su trabajo a la gente contratándolos para remover escombros.

Hartill ofreció acudir con Nadia a inspeccionar Fidel por sí mismo. Cuando llegamos, se mostró sorprendido de que hubiera gente viviendo en el barranco. “¿Qué hacen en la época de lluvias?”, preguntó. “Se mojan”, dijo Nadia.

De vuelta en la oficina, se redactó una autorización para que Nadia fuera al complejo del crs al otro lado de la ciudad y recogiera 150 cubetas de comida y 150 paquetes de higiene (cubetas con toallas, jabón, toallas sanitarias y detergente), así como cincuenta cajas de agua potable. Nadia partió en la motocicleta de un joven que vivía cerca, y regresó poco después con cuatro camionetas pequeñas.

En el complejo del crs, mientras se subía la carga a las camionetas, Nadia bromeaba y coqueteaba con un contingente de soldados nepaleses de la onu que hacían guardia en el lugar. Estaba exultante con las provisiones. Cuando regresó a Fidel, el pastor Villers abrió las puertas de su iglesia y rápidamente hubo un arrollo de niños, y niñas, y hombres yendo y viniendo de las camionetas, acarreando las cubetas del crs, y el agua, y apilándolo todo sobre el piso de la iglesia.

Nadia iba y venía dando órdenes. Le dijo a la gente que hiciera una fila y, utilizando una lista de nombres que había recopilado con su letra de niña, comenzó a llamarlos uno a uno. ~

Traducción de Marianela Santoveña

© Jon Lee Anderson.

Publicado originalmente en The New Yorker

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