La iletrada familia del cine

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Si nos atenemos a las declaraciones de los productores y directores de cine, la supervivencia de la industria fílmica nacional está en peligro por la escasez de buenas historias para la pantalla. Los recientes concursos de argumentos convocados por Buenavista Films y Televisa Cine dejan entrever que, a juicio de los productores, los guionistas profesionales tienen seca la imaginación y en buena medida son responsables por la pobre calidad de las películas mexicanas. Sin duda, los chistosos a sueldo que han tomado por asalto el género más rentable de la actualidad —la comedia urbana clasemediera—, han contribuido con sus inanes gracejos al naufragio creativo del nuevo cine mexicano. Para aprender el oficio y expiar sus culpas, los guionistas de Sexo, pudor y lágrimas, Cilantro y perejil, Todo el poder, El segundo aire y Vivir mata tendrían que encerrarse diez años sin refrescos ni palomitas, a ver con atención las comedias de Billy Wilder.
     Pero si los malos comediógrafos oscilan entre la ñoñez y la ramplonería, es justo reconocer que los mejores filmes nacionales de los últimos tiempos —Amores perros y Perfume de violetas— salvaron el honor de nuestro cine gracias a las historias de Guillermo Arriaga y José Buil, dos excelentes narradores visuales, con admirable dominio de la composición dramática. Su ejemplar entendimiento con los directores González Iñárritu y Marysse Sistach marca el camino por seguir para la nueva industria. Por desgracia, la mayor parte de los directores no han aprendido la lección y sueñan todavía con un regreso al cine de autor del echeverrismo. Obstinados en alcanzar o mantener el rango honorífico de cineastas, evitan por sistema a los guionistas con iniciativa propia y prefieren contratar a dóciles amanuenses, con los resultados que todos padecemos. Ante su renuencia a colaborar con buenos escritores, la queja por la falta de historias suena un tanto hueca. ¿No las hay o no quieren buscarlas por una mezcla de ignorancia, amiguismo y soberbia?
     En los años 80 y gran parte de los 90, el cine mexicano fue un moribundo sostenido con respiración artificial. El Estado producía cinco o seis películas al año, que apenas y daban trabajo a un puñado de guionistas y directores: los más hábiles para cortejar a los funcionarios del ramo. El cine de narcos y ficheras de la iniciativa privada no era una opción para nadie con un mínimo de dignidad, y por consecuencia, los escritores que en otras circunstancias hubieran podido ser buenos guionistas se refugiaron en la literatura o en el alcohol. Buena parte de la narrativa mexicana escrita en los últimos veinte años emplea recursos cinematográficos en abundancia, no sólo por fidelidad a su época, sino porque, al tener cerradas las puertas del cine, muchos escritores perdieron su medio natural de expresión. De manera que si los productores de cine buscan historias filmables, deberían revisar a conciencia, en primer lugar, la narrativa y el teatro de las últimas décadas, para llevar a la pantalla lo mejor de ambos géneros. Sin embargo, la familia del cine parece tener alergia a los libros, porque a la hora de asignar presupuestos, los guiones insulsos pergeñados por la esposa o el hermano del director siempre obligan a posponer la filmación de obras literarias importantes.
     Hace tres o cuatro años, Producciones Argos anunció con bombos y platillos el inminente rodaje de Los relámpagos de agosto. En cualquier país con amor propio, la gran novela paródica de Ibargüengoitia se hubiera filmado al poco tiempo de publicada, pero en México, pese al ruidoso anuncio de Argos, seguimos esperando la película prometida, y al parecer moriremos sin verla, porque los argonautas prefirieron filmar otra novela, La hija del caníbal de Rosa Montero (una de las bazofias más sublimes que nos ha recetado la mercadotecnia editorial española). Si el Imcine entrara al quite y financiara el proyecto abortado por Argos, tal vez haría su primera inversión rentable, porque Los relámpagos de agosto tiene todo para ser un taquillazo. Pero los burócratas que deberían tomar esa decisión se han cruzado de brazos, mientras gastan el dinero público en proyectos irrecuperables, que sólo favorecen a su corte de lambiscones.
     Incluso los directores que afirman conocer la literatura nacional y rinden pleitesía a sus figuras tienen una extraña manera de homenajearlas. Cuando se estrenó Y tu mamá también, Alfonso Cuarón admitió en el suplemento "Primera fila" de Reforma que su modelo literario había sido Se está haciendo tarde de José Agustín. Miles de lectores compartimos su admiración por esa novela, pero si tanto aprecio le tiene ¿por qué no la adaptó en vez de filmar la inepta calcomanía de su hermano Carlos? ¿La voz de la sangre lo inclinó a desdeñar el original en favor de la copia? Si algún productor planeaba llevar al cine Se está haciendo tarde, ahora se lo pensará dos veces, porque el tema ya está quemado, y a los ojos del público masivo, semianalfabeto en un 80%, parecería que José Agustín se fusiló el refrito de los hermanos Cuarón. Con esos admiradores, ¿quién necesita enemigos? Si todos los novelistas y dramaturgos de valía narraran sus desencuentros con el cine, la lista de obras filmables que han sido injustamente olvidadas llenaría varias páginas. Divorciado de su principal proveedor de historias, el cine mexicano seguirá dando tumbos sin mantener un nivel de calidad aceptable, pues ninguna industria puede crecer y mejorar su producto sin darle cabida a todos los que pueden beneficiarla. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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