Con el carácter improbable de la más cruda vida real, un personaje histórico pero casi olvidado ha regresado a España: el Nuevo Rico. Ya estuvo cuando el Imperio, también en el XIX, con los Indianos que volvían enriquecidos de América, y con los especuladores del franquismo. Ahora, además, el personaje tiene poder.
Si hace treinta, y no digamos cuarenta años, alguien dice que los españoles iban a tener que lidiar con el problema de miles, decenas de miles de personas llamando a sus fronteras como a las de la tierra prometida —igual a como han hecho los españoles en los últimos siglos en América, Suiza, Alemania…—, lo más probable es que se hubiese ordenado un urgente examen psiquiátrico del profeta, y es posible que su encierro preventivo.
Y sin embargo eso y no otra cosa es lo que sucede: como colofón a una prosperidad construida no sin esfuerzo y que se remonta a un brumoso pasado (¿por qué sólo los manidos años sesenta?; ¿por qué no más atrás?), España se ha visto de golpe frente a la más complicada pero indiscutible prueba de riqueza: una multitud de personas que no son ya los habituales cincuenta millones anuales de turistas preparados para disfrutar de su sol y sus playas incluso al precio de ser víctimas del urbanismo turístico más salvaje del mundo, sino unas docenas de miles más dispuestas a cualquier cosa para poder trabajar de camarero, barrendero o repartidor de butano en España, y ello, en ocasiones, en unas condiciones que no aceptaría un español. Y “dispuestas a cualquier cosa” no es un recurso retórico: no pasan muchos días sin que la Guardia Civil rescate una lancha repleta de africanos casi náufragos en el Estrecho de Gibraltar, y no muchos más, sobre todo en invierno, sin que tenga que recoger los cadáveres que el mar va empujando a las playas de Tarifa, paraíso del viento y meca europea del deporte de vela sobre tabla.
Y no otra es la realidad en el interior del país: al aeropuerto de Barajas, en Madrid, llegan todos los días varios cientos, por lo menos, de latinoamericanos en busca de una oportunidad, al igual que no pocos polacos, rumanos y otros centroeuropeos, hasta el punto de que el gobierno ha suscrito acuerdos de colaboración con países como Ecuador y Polonia para facilitar los trámites.
De la dimensión política del problema no cesan de ocuparse comentaristas, políticos y también ciudadanos de nuevo politizados, deseosos de participar en la contestación de una ley de Extranjería ya aprobada (o también, algunos, de protestar por su levedad). Pero de lo que nadie habla o se hace de una forma mucho menos audible es de la dimensión cultural del fenómeno.
Porque España va camino de convertirse en un paraíso de…
Porque España va camino de convertirse en un paraíso de antropólogos y sociólogos: mientras buena parte de la vida pública española se consume en el debate medieval (y todavía sangriento) de su propia identidad como nación —esto es: cómo soldar de una vez la alianza entre castellanos, catalanes, vascos, andaluces, gallegos, etc., fraguada hace quinientos años por los Reyes Católicos pero nunca soldada por completo—, su situación geográfica de puerta del sur de Europa y su prosperidad económica la arrojan de golpe al corazón del que se anuncia como primer gran problema del siglo XXI: qué hacer cuando una multitud llama a las puertas de una casa donde hay trabajo y comida para tres, y sólo para tres, pero donde esos tres son indispensables. Y ello, mientras una espesa mafia de modernos esclavistas engaña a miles de seres humanos en todo el mundo agitándoles la parte más vulnerable del ser humano, que es la esperanza de una vida mejor.
El tiempo dirá cómo se resuelve o se convive con el problema. De momento quizá sea útil reparar en que ese fenómeno de ultramodernización —porque la modernidad siempre llegó de la mano del mestizaje, algo en lo que España fue en su día experta aunque ya casi tenía olvidado— se está produciendo en uno de los países culturalmente más conservadores, pese a los fulgores y apariencias producidas por el mercado. Mientras los últimos grandes éxitos teatrales madrileños han sido montajes de El Quijote, La bella y la bestia, My Fair Lady…, el cine nacional se esfuerza por ser el mejor cine de Hollywood hecho fuera de Hollywood, los escritores compiten por un público lector progresivamente anémico a causa de programas educativos tecnocráticos y amnésicos (es decir conservadores), y el mercado del arte sueña con volver a los felices ochenta, cuando la especulación con la pintura sólo tenía rival en la construcción, que se mantiene imbatible.
Pero el problema está ahí, en la calle: decenas de miles de personas (necesarias, pues la población española ya no puede atender a su propio progreso y dentro de cincuenta años será la más vieja del mundo) llamando a las puertas de una nación compuesta de varios pueblos ya mezclados como un café con leche, que a veces, en sus peores momentos, parecen bregar por encontrarse una identidad que convierta a sus hermanos en primos, y a éstos en parientes lejanos y, en casos desesperados, en forasteros a los que exigir un permiso de trabajo. –
(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).