Dos epitafios: Arturo Uslar Pietri y Juan Liscano

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En el París de fines de los años veinte, en las tertulias del café La Coupoule, tres jóvenes latinoamericanos, cortos de dinero pero desbordantes de sueños, intentan entender el complejo continente que habían dejado atrás. Se llamaban Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias y Arturo Uslar Pietri. Apelaban a la arqueología y al análisis, al surrealismo y la música negra, al pasado indígena y a la revolución de la independencia, para comenzar a elaborar sus visiones. De ahí prevendrían Ecué Yamba-O, de Carpentier; El señor presidente, de Asturias; y Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri, publicada en 1931.
     Inauguraba, como lo dice en la misma novela, “el misterio de la tierra inexplorada”, y en medio de la aventura de guerra grande surgen tres de los núcleos claves de su tarea: la leyenda de El Dorado, la figura de Bolívar y la exploración, con instrumentos contemporáneos, del “hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad”. El comienzo del realismo mágico.
     Siempre sustentado en la historia, en el 47 publicaría El camino de El Dorado, un certero fresco en cuyo centro Lope de Aguirre, “desvencijado y entero”, y con “cierto aire de gavilán viejo”, traza la demencial parábola de su osadía en pos del oro y en contra del rey de Castilla. De ese enérgico contrapunto entre América y España extraería Uslar buena parte de sus reflexiones ensayísticas, incluidas en libros como Godos, insurgentes y visionarios (1986) o como La creación del Nuevo Mundo (1991) donde dedicó a los caudillos Rosas y Pancho Villa, Páez y Juan Vicente Gómez, la reflexión retrospectiva que animó, en su momento, dos de sus mejores logros narrativos: Oficio de difuntos (1976), sobre el caudillo, y La isla de Robinson (1981), dedicada al singular maestro de Bolívar, Simón Rodríguez.
     Coherente con sus obsesiones, cerraría su ciclo creativo con un hermoso libro: La visita en el tiempo (1990), donde la figura de Don Juan de Austria, vencedor en Lepanto y atolondrado perdedor de Túnez, se refracta, a partir de su honda comprensión del imperio español, y como en toda su obra, sobre este Nuevo Mundo que recreó y analizó con tanta lucidez vigilante.
     Como casi todos los escritores latinoamericanos, predicó en el desierto y perdió algunos valiosos años en el servicio público y los tejemanejes de la política, pero su balance final es tan rico en novelas, cuentos, ensayos, poesía y perfiles, como los gratísimos recogidos en Fantasmas de dos mundos (1979), que no sólo queda como el renovador vanguardista del cuento en Venezuela, a partir de Barrabás (1928), o el novelista y ensayista de primer orden, sino, para decirlo con las palabras de Juan Liscano, el otro gran escritor y poeta venezolano recién fallecido: “Es sin discusión alguna la figura más brillante de la literatura venezolana contemporánea”, y uno de los hombres y obras a los cuales siempre habrá que volver para el esclarecimiento de nuestro reiterado y alusivo enigma. En busca del Nuevo Mundo, como dice uno de sus títulos.
      
     Juan Liscano (1915-2001)
     Luego de una infancia de niño bien pasada en Suiza, Bélgica y Francia, Juan Liscano volvió a una Venezuela donde desarrollaría, hasta su muerte, su vasta y controversial tarea de folclorólogo, animador cultural, periodista, ensayista y poeta. Si enumero todos sus quehaceres es porque el repaso de los mismos termina por marcar su creación poética.
     Es evidente que sus recopilaciones de música, leyendas y fiestas populares incidiría en ese libro unitario de poesía, Nuevo Mundo Orinoco (1959), donde su ancho verso se impregna de un telurismo americano en el cual el pasado indígena y el magma del mestizaje se funden bajo el sol alucinante del trópico. Esa tierra muerta de sed, como titularía otro de sus libros, donde el petróleo, nervio y estigma de Venezuela, determinaría un enfoque próximo al Neruda del Canto general.
     De esa preocupación nacionalista por su país asolado por las dictaduras, de Juan Vicente Gómez a Pérez Jiménez, surgiría también un indeclinable interés por la obra de Rómulo Gallegos, el efímero presidente derrumbado por un golpe militar, cuya narrativa estudiaría en detalle. Lucha política, exilio y la solitaria e inerme figura de un intelectual, como Gallegos, en la vorágine del poder, reforzarían en Liscano su proseguida y constante defensa del debate democrático.
     Generoso y apasionando, mantendría durante veinte años (1964-1984) su revista Zona Franca donde se harían visibles sus obsesiones y sus admiraciones. D. H. Lawrence, Krishnamurti. La figura de Octavio Paz. La conversión de una poesía donde cuerpo e intelecto cruzaron sus signos. Todo ello daría como resultado algunos de sus momentos más puros e intensos, como Cármenes (1966), surcado de fulgores eróticos. De otra parte, ensayos como los que dedicó a las obras de autores argentinos como H. A. Morena, Olga Orozco y Alberto Girri demuestran su interés en un despojo reflexivo y en un tono mágico y oracular como el que distinguía a Fenice Okio y Alejandra Pizarnik, también estudiadas por él.
     Preocupado luego por una…

Preocupado luego por una dimensión espiritual e incluso esotérica, su escritura se opuso al horror de la historia, señalando su distancia crítica con la izquierda armada en su país y en el continente. Se volcó así en una exploración interior, de carácter gnómico, que a través del poema breve y destellante buscaba rasgar el velo de las apariencias.
     Por su parte, en las columnas regulares del periódico El Nacional de Caracas analizaría los temas álgidos de la época: comunismo, drogas, sectas, feminismo, rock, consumismo. Siempre ligado a la vida cultural de su país, dirigió Monte Ávila Editores de 1979 a 1984, y las nuevas generaciones tuvieron en él un interlocutor vehemente y apasionado. Egocéntrico y generoso a la vez.
     Parecía no tener reposo y por ello su obra no dibuja una parábola armónica. Siempre tensa y ansiosa, se abre en una búsqueda impaciente y llena de altibajos y fracturas. Tradicional, a pesar suyo, sus innovaciones cambian con frecuencia de rumbo. Quizás por ello sus últimos poemas, como los recogidos en Resurgencias (1995), registran la desaparición inexorable del pasado rural en una ciudad también febril como Caracas. Se había quedado sin tierra. Así las cosas, de la infancia y su recuerdo evanescente asoman frágiles a esa casa del ser que el poeta busca edificar con su verbo remunerante y nostálgico.
     “Somos hoy los inestables y transeúntes de las nuevas ciudades brotadas entre los escombros de los pueblos nativos. Pasamos sin saberlo, de lo acabado a lo reciente desconocido y malgastado ya”.
     Esta búsqueda impasible de un origen sólido se enlaza con su último y malicioso libro de ensayos: Los mitos de la sexualidad en Oriente y Occidente (1988). A partir de la mitología indígena de su patria se interna en una dilatada exploración de la sexualidad femenina tanto en Oriente como en Occidente. Orfeo e Isis, gnósticos y cátaros, sufíes e indígenas de la Gran Sabana (la misma a partir de la cual Carpentier trae Los pasos perdidos) dibujan esa constelación incandescente bajo la cual también Liscano entregó su vida. La mujer como devoración y enigma. Como luz terrible. Rebelión y crítica. Amor y poesía. Bien vale la pena ser justos con su imagen suscitadora y creativa. La imagen que bien supo Juan Liscano dilucidar bajo tantos espejismos.-

 

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(Bogotá, 1948-2022) fue poeta, periodista y diplomático.


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