Los intelectuales y el poder

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Dr. Enrique Krauze
     He leído con creciente estupor la airada réplica del señor Gerardo de la Concha a mi artículo "El fin de la conjura", publicado en el número 22 de Letras Libres. En ella, el señor De la Concha —cuya obra, por otro lado, respeto profundamente— me acusa de realizar una clasificación de los intelectuales que simplifica en exceso el papel que éstos han tenido en nuestra vida pública al considerarlos como "conjurados" o como "lamesuelas". Por desgracia, el señor De la Concha tergiversa mi punto de vista sin el menor recato. En principio, se niega a aceptar que, como está claramente especificado en su parte introductoria, la intención de mi ensayo no era establecer mi propia clasificación de los intelectuales, sino dar cuenta de cómo en reiteradas ocasiones, durante los últimos 71 años, el poder político se empeñó en asignar a los intelectuales a una u otra categoría. Al contrario de lo que el señor De la Concha afirma, en mi ensayo denuncio este fenómeno y hago votos para que, en el marco de la nueva etapa que vive el país, se extinga definitivamente esta perversa práctica. Fue el poder quien trató a Vasconcelos, Gómez Morín, Revueltas, Paz o numerosos defensores del EZLN como conjurados, y fue el poder quien vio a Guzmán, Lombardo, Uranga, Yáñez y numerosos críticos del EZLN como lamesuelas. No yo. De ahí que no pueda entender por qué motivo el señor De la Concha piensa que yo lo llamo lamesuelas debido a sus opiniones críticas hacia el EZLN. Al igual que el señor De la Concha, creo que un intelectual puede legítimamente criticar al EZLN (yo mismo lo he hecho), o bien defenderlo, de acuerdo con sus particulares convicciones, sin que por ello nadie lo considere conjurado o lamesuelas. Al igual que al señor De la Concha, me parece legítimo (como cualquier decisión personal) que un intelectual decida trabajar para el gobierno, sólo que en ese caso sus opiniones públicas son ya las de un funcionario (que responde a los intereses del Esta-do) y no las de un ciudadano independiente. Y, al igual que el señor De la Concha, creo en el debate y el intercambio de ideas, pero no en la descalificación a priori ni en la deshonestidad intelectual que representa distorsionar las palabras de otro. En resumidas cuentas, considero que entre las ideas del señor De la Concha y las que expongo en mi ensayo hay más coincidencias que diferencias. Es una lástima, pues, que una lectura poco atenta o la mera voluntad de confrontación hayan desatado en él este ánimo persecutorio —justo lo que él mismo dice denunciar—, pues nos hallamos en un momento en el cual la razón y la voluntad de diálogo debieran ser la tónica dominante en nuestras discusiones públicas.

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