Que no regresen, que no vengan más. Han pasado casi tantos años como los que tengo yo y todavía me persiguen con sus odiosas preguntas. Malditos, es hora de que me dejen en paz, que me dejen tranquilo. Desde hace tiempo la única persona que soporto es la enfermera que aparece todos los días para darme mi medicación, mi paz tan honda como sepulcro, el tranquilo silencio en el que decidí encerrarme para siempre. ¿Qué habrá de interesante en lo que yo tenga que decirles a esos periodistas que asedian mi silencio? ¿Por qué siguen irrumpiendo en mi isla personal, en mi exilio voluntario dentro de mí? Parece que no tuvieron suficiente: cuando era niño me tomaron miles de fotos, después crecí y no dejaron de preguntarme sobre Cuba, por mi padre y por los cubanos, por la travesía arriba de la balsa y por mi madre ahogada. Incluso hubo más de uno que me preguntó si podía informarle del misterioso bálsamo de chirimoya mexicana que mantiene vivito y fresco a Fidel a sus ciento y pico de años, o si pensaba regresar algún día a dirigir una revuelta, o al menos un partido de oposición. A diferencia de mis escandalosos paisanos, no tengo opiniones políticas ni de otro tipo. Lo único que me queda de cubano es que fumo como demonio, y sobre la vida mejor no doy opiniones.
Aquí sentado no me aburro nunca. Si, como hago yo, uno pone la mente en blanco y se dedica a llenarla con imágenes entonces no se aburre, aunque a veces sí me siento un poco inquieto; pero he aprendido a poner mi mente en blanco y a repletarla con imágenes que invento y que nada tienen que ver con mi vida ni con la de nadie.
Todavía vienen a querer sonsacarme con sus preguntas de siempre: que si hubo efectos traumáticos en Eliancito, que qué daño psicológico me dejaron los federales cuando le apuntaron a mi tío con el rifle mientras me sacaban de su casa, que si voy a demandar a mi prima por quedarse con la cuantiosa fortuna que amasó gracias a mi causa, la del pobre balserito. Me perjudicaron tanto que terminaron por arruinar mi vida cuando apenas empezaba. Por eso he mandado al diablo al periodista ese que tuvo el descaro de buscarme ayer, en otro aniversario más de que la familia en Miami ganara mi custodia. Ganaron para abandonarme todos y arrebatarse entre ellos un pedazo de Elián. Por eso los mandé al diablo, por eso decidí un día ingresar en la Institución y nunca volver a salir. No he estado fuera de Miami, pero aquí estoy bien, aquí nadie me molesta salvo cuando aparece otro periodista con el pretexto de que ya se cumplió un aniversario más de la liberación
de Elián. No volveré a poner un pie más allá de la puerta de la Institución ni de sus blancas paredes, y seré como ese señor del que me habló un estudiante de la universidad hace ya tiempo, un señor muy conocido que nunca salió de su casa en Alemania pero que todos los días se sentaba en la plaza del pueblo siempre a la misma hora. Yo también soy muy puntual y riguroso en mis costumbres. Hace ya mu-
cho tiempo que me siento todas las tardes en esta banca frente a la playa para fumar y llenar mi blanca mente con imágenes de las cosas que pasan allá en la orilla. Aquí vivo yo, sentado mirando el mar.
Una pieza de museo
Regresé entre vítores y todo fue triunfo, un triunfo más de la revolución. Descendí del avión que me trajo de Washington y estuve tan cerca de Fidel como pocos lo han estado: no sé si las imágenes de entonces la euforia de mi padre, las multitudes cantando eufóricas mi nombre, la V de la victoria esculpida en miles de puños en alto son un recuerdo o una invención, pero todavía puedo sentir la gruesa barba de Fidel empujando fuerte contra mi mejilla y sus robustos brazos de beisbolista asiéndome de las piernas. En plena pista de aterrizaje, Fidel inició su discurso. Mi padre, sudoroso, tuvo que jalarme discretamente la oreja izquierda cada vez que se me cerraban los párpados mientras escuchábamos un caudaloso torrente de palabras que yo no comprendía. Me felicitaron mucho y la escena volvió a repetirse en la Plaza de la Revolución y en el barrio donde vivíamos, mucho ruido, muchos gritos y aplausos.
Recuerdo mi regreso a la escuela, sentado en mi pupitre con mis compañeros de siempre. Los primeros días estaban todo el tiempo alrededor de mí, preguntándome cosas sobre los Estados Unidos y Miami. Los maestros me ponían como ejemplo, hablaban de los héroes que habían peleado por la revolución. En los libros de texto yo también era un héroe, como Fidel y el Che. Lástima, porque la historia demostró ser otra.
Mucho tiempo fui una figura popular. Seguí estudiando, obtuve condecoraciones por cada ciclo escolar que lograba terminar. A los 17 me nombraron líder nacional de la juventudes comunistas. Todo sucedía de maravilla. En la universidad me enamoré y me casé con una estudiante de medicina que también militaba en las juventudes. Era la más guapa y yo era una figura pública. Juntos asistimos a congresos y reuniones, dirigimos la sociedad de estudiantes y ocasionalmente aparecíamos fotografiados con Fidel. Mis dos promesas, el amor y la política, se cumplían a cada día. Nunca como entonces pensaba que regresar a Cuba había sido un gran acierto. Hasta que un día llegó lo inesperado: murió Fidel. En otoño vino otra revolución y todo cambió, el país entero se transformó inexplicablemente: me convertí en un héroe innecesario, un héroe abandonado por su esposa (a unos cuantos meses de la debacle, Adriana corrió a los brazos de uno de los nuevos magnates de la economía).
Yo era demasiado joven cuando se acabaron los buenos tiempos, y como no pudieron hacer de mi un gran medallista olímpico ni un embajador universal de la lucha contra el imperio, el partido y Cuba toda me destinaron a un pequeño y triste lugar en el museo de la revolución. Aunque ya se acabó la revolución y todo, ahí sigo yo, mi efigie colocada junto a una heroica muestra de vacuna cubana en un museo cerrado. Tengo 41 años y estoy solo como perro. Hoy mis compañeros de escuela pueden estar contentos de no haber seguido mi ejemplo. –
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.