Mariana es una quinceañera rebelde que se junta con una pandilla de darkies. Sus padres son amigos míos y cometieron el error de regañar a la niña por rendirle culto a la muerte. "Nosotros a su edad éramos hippies, creíamos en el amor y la paz", se quejan, "pero esta idiota y sus amigos ni siquiera tienen ideales: toda su rebeldía consiste en invocar al diablo". Imitadora infantil de Mortizia Adams, al principio Mariana sólo llevaba luto riguroso y se pintaba los labios de negro. Con ese atuendo participaba en aquelarres nocturnos donde los miembros de su secta escuchaban death metal, un subgénero macabro del rock pesado. Resentida por los regaños paternos, la orgullosa hija de Lucifer comenzó a perforarse la nariz con argollas. Sus padres le cortaron el domingo y le prohibieron salir de noche con la palomilla necrófila. En represalia, Mariana se puso una arracada quirúrgica en el ombligo. La arracada era de cobre y le causó una grave infección que por poco degenera en gangrena. Cuando la vieron afiebrada y con el ombligo lleno de pus, sus padres la llevaron corriendo a Médica Sur. Creyeron que el susto le serviría de escarmiento, pero Mariana extrajo del incidente una moraleja distinta: entendió que el satanismo es incompatible con la pobreza y ahora lleva en el ombligo una arracada de oro.
La moda de las perforaciones tiene fundamento teórico en la leyenda del buen salvaje. Según los ideólogos de la contracultura, las cremas, el jabón, los desodorantes y la falta de exposición a la luz solar han atrofiado a tal punto nuestro sentido del tacto, que sólo un agujero puede devolvernos la sensibilidad de la piel y, junto con ella, la armonía con la naturaleza del hombre primitivo. Quizá los filósofos de la perforación quieran volver a la infancia del género humano y alcanzar el Nirvana por la vía cutánea, pero en la práctica, el uso de arracadas ha tenido una carga simbólica mucho más agresiva. Con el gesto provocador de perforarse la lengua, los labios o las tetillas, los punks buscaban horrorizar a la burguesía, reprocharle su insensibilidad ante el sufrimiento ajeno y exhibir las miserias de una civilización que ha erigido el confort y el bienestar como valores supremos de la existencia. Si los hippies escandalizaron a los adultos con su reventón dionisiaco, los punks lo hicieron con el espectáculo del dolor. Su tremendismo tenía justificación, pues eran jóvenes lumpen condenados al desempleo, que no tenían cabida en la sociedad inglesa. Pero como suele ocurrir con los brotes de protesta juvenil, la mercadotecnia se apresuró a convertir la subversión en moda, y ahora las arracadas son un signo prefabricado de rebeldía, tan fraudulento como el cine gore, el rock satánico y otros adefesios mercantiles que explotan la propensión de los adolescentes a sentirse malditos.
Quien sintonice la cadena MTV a cualquier hora del día notará que el adolescente promedio de Estados Unidos identifica el placer con la maldad. Por más hedonistas y transgresores que aparenten ser, en el fondo los chavos están culpabilizados y ven el sexo como una cosa diabólica. El sustrato puritano de la cultura estadounidense, la incomunicación con los adultos, el terror al sida o una conjunción de todos esos factores han hecho creer a millones de jóvenes que hasta la cópula más venial es una perversión demoniaca. En los videoclips de grupos metaleros, la nota predominante es la combinación de escatología y erotismo, de cuerpos desnudos y asquerosidades, como si la náusea fuera un atributo inseparable del deseo sexual. Ni la Iglesia Católica en tiempos de la Contrarreforma tuvo un instrumento propagandístico tan eficaz para intimidar a los pecadores y persuadirlos de que el cuerpo humano es una inmundicia. Comparadas con un videoclip de Marylin Manson, el explotador más hábil y retorcido de la patología sexual norteamericana, las pinturas de cadáveres tumefactos de Valdés Leal son un juego de niños. El Anticristo del rock se viste y actúa como un andrógino depravado, pero las imágenes de sus videos (trozos de carne agusanada, cuerpos sometidos a tortura, grifos chorreando sangre) no incitan a la lujuria, sino al arrepentimiento. En sus Ejercicios espirituales, San Ignacio de Loyola recomendaba "mirar toda mi corrupción y fealdad corpórea, mirarme como una llaga y una postema de donde han salido tantos pecados y ponzoña tan torpísima". Jesuitas involuntarios, los aturdidos seguidores de Manson practican a diario este piadoso ejercicio.
La penitencia audiovisual es muy útil para domar la concupiscencia, pero los chavos que buscan la santidad por el camino del sacrilegio no se conforman con ver llagas purulentas: también mortifican su sentido del tacto. Las arracadas en el ombligo equivalen al silicio que los antiguos ascetas ocultaban bajo el sayal para no manchar su virtud con el pecado de la soberbia. Una familia católica no debería avergonzarse por tener una hija como Mariana, que al infectarse el abdomen por amor a Satán superó en rigor penitente a la propia Santa Teresa. Más bien son las familias liberales las que deben alarmarse por esta epidemia de fervor masoquista. Pero sería inútil querer disuadir a Mariana de perforarse la piel, haciéndole ver la afinidad de su sacrificio con la moral represiva que intenta dinamitar. Cuando los años le despejen el cerebro de telarañas, ella sola comprenderá que el satanismo autoflagelante es un pasatiempo de pobres diablos. –
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.