El cazador de grietas de Luigi Amara

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Concebir el vacío
Luigi Amara, El cazador de grietas, CNCA, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 1999, 66 pp.

Siento una enorme simpatía por este libro. En él encuentro, llevada hasta el extremo, una actitud que desde hace tiempo vengo rastreando. Frente a la simultaneidad millonaria de estímulos y sucesos que nos embota, frente a lo promiscuo e indistinguible, frente al ruido y al colorido chillón, frente a la vorágine lujosa a la que somos tan aficionados, una ambición de limpieza y claridad; una búsqueda del uno e incluso del cero a contrapelo del dominio de los grandes números; una necesidad de crear espacios en los cuales ampliar los pulmones y la inteligencia fuera de la esclavitud de lo exterior y lo inmediato.
     Luigi Amara opta por el frío y la individualidad. A lo proliferante de las lianas y los frutos, a la cascada y el plátano, a la esdrújula subiéndose por los edificios o los árboles les opone el espacio despojado de una habitación vacía. Comparte, en esta predilección, una tradición que va desde la celda monacal hasta la pintura de Hopper o la poesía de Jorge Guillén y de Eliseo Diego.
     En una reseña contemporánea a la publicación de la primera edición de Cántico de Jorge Guillén, Azorín escribía: "Las cuatro paredes que albergan la santidad o la poesía lírica son un principio, parecen una iniciación, pero en realidad son un resumen, un epílogo. […] No es preciso salir al mundo vacío y tumultuoso, no es necesario dejar estas cuatro paredes albas. Aquí, dentro de estos muros, se puede experimentar toda la honda transformación del espacio y el tiempo". En efecto, sólo el harto, el cansado se encierra a escuchar los estruendos mínimos, a afilar el oído en el silencio y el ojo en la blancura, sabiendo que en el desierto albo de una habitación vacía "se puede experimentar toda la honda transformación del espacio y el tiempo".
     Francis Bacon decía: "La verdad surge más rápidamente del error que de la confusión", pero para detectar el error es necesario primero desbrozar, sustraer, podar, limpiar, pintar las paredes de blanco para dedicarse a cazar la aparición de las grietas: "busco el error y la hendidura./ Soy un cazador de grietas,/ de pequeños pasajes, de señales,/ hacia mundos con sombras".
     La poesía de Luigi Amara es una poesía experimental, no porque lo sea en la forma, sino porque surge de una voluntad de experimentación profunda, paralela a la que lleva al científico a encerrarse en su laboratorio para detener la proliferación indistinguible de causas y de efectos. ¿Poeta de bata blanca? Puede ser, pero no por una búsqueda ideal de pureza y de paz, sino, como aquellos que descubrieron la radiactividad, para atender a los torbellinos y las mutaciones de la materia: "Depurar hasta el fin de la atención,/ hasta que el radio de visión reviente/ sus orillas,/ hasta que se escuche únicamente el gong;/ el gong de lo singular,/ de la belleza/ que no resiste el etcétera".
     La primera sección del libro lleva un epígrafe que le conviene, uno de Kafka que dice: "No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera. Pero ni siquiera esperes, quédate completamente quieto y solo. Se te ofrecerá el mundo para el desenmascaramiento, no puede hacer otra cosa, extasiado se retorcerá ante ti".
     Hombre adentro, Luigi Amara lo es utilizando una expresión de Bergamín, creada para dar cuenta de dos poemas filosóficos españoles: el anónimo Epístola moral a Fabio y la Epístola a Arias Montano de Francisco de Aldana; pero lo es no como los personajes de estos dos poemas, dentro de la soledad lejana a las miradas del prójimo, que son nuestros espejos, de un paisaje arbolado, una naturaleza, sino dentro de las cuatro paredes humanas de un cuarto. El cuarto es el paisaje que escoge Luigi Amara. Añora, en su deseo de soledad, un oído que tuviera como el ojo un párpado capaz de filtrar el exterior a voluntad, para así quedarse a vivir con sus ecos como una ostra con su perla. En el fondo el tema de este libro es el de un hombre que se amuralla para dedicarse a refinar su sensibilidad, sin exponerse a que el exterior lo distraiga o lo dañe: una especie de ostra con una concha casi perfecta, dispuesta a explorar todos los matices de su piel, pero que en el fondo oyera pasos sobre la azotea de su concha y que supiera que el tiempo y la intemperie conspiran para desmoronarla. Al personaje de este libro no sólo le estorba el exterior sino su conciencia que no lo deja disfrutar: "la dicha blanda/ de haber perdido el tiempo".
     Este personaje no abandona en cuanto hombre lo humano, abandona a su prójimo, pero no abandona su solipsismo: "No en la forma de un ave/ porque vuela/ sin siquiera desearlo;/ no con dedos de lluvia/ que no cesan/ sin saber del cansancio;/ quisiera despertar con mis facciones/ abrir los ojos/ con mis sólitos párpados,/ que sea mi voz y mi timbre/ lo que escuchan/ con su gastado asombro/ mis oídos humanos".
     Luigi Amara fluctúa ente la idealización de la pereza, entre la inmovilidad desprovista de metas y la quietud alerta, acechante al error y por lo tanto al descubrimiento. El cazador de grietas las detecta en busca de interrupciones y estallidos, no como Lezama las hacía con la uña, creando tokonomas, en busca de paraísos: "De pronto, con la uña/ trazo un pequeño hueco en la mesa./ Ya tengo el tokonoma, el vacío,/ la compañía insuperable,/ la conversación en una esquina de Alejandría". Ni como Manuel Machado en "Adelfos", habitante de un mundo más apto y más muelle que el nuestro, con una elegante, decadente y perfecta indolencia. No obstante, el poema "El parásito" logra el extremo de una actitud extrema, logra perderse en la inacción sin culpa y sin conciencia, hasta fundirse con un vidrio sin interés ninguno, o al menos libre de esa parte del interés que supone la complicidad y la simpatía. El personaje de este poema se descubre traslúcido y sonríe inútilmente, con esa traslucidez con la que en la infancia llegábamos al absoluto pasmo pegados a una ventana. Pero, salvo algunas excepciones como ésta, la indolencia, la pereza y el cansancio que reinan en este libro son problemáticos.
     Hay, de manera paradójica, en estas páginas donde el ocio, la fruta más escasa, la más delicada y la más difícilmente disfrutable en nuestro tiempo es tan apreciada, demasiadas formas imperativas, activas; demasiados infinitivos. Aunque sus versos a menudo heptasílabos o endecasílabos fluyen hermosamente y sus imágenes tienden a formar espacios donde deseamos quedarnos, en realidad hay una dificultad para abandonarse a los gozos puros del dolce far niente.
     Quizás esto sea debido a que, en el fondo, la poesía de este libro es una poesía reactiva, no sólo contra la poesía verbosa, sino contra el culto de la acción que nos domina, ya que para sentarse a no hacer nada se necesita mucho trabajo.
     Esta labor de sustracción, de limpieza, de creación de huecos y de espacios es no sólo la que más nos hace falta en nuestros días, sino la más difícil y poética: cuesta más esfuerzo, se necesita más imaginación e inteligencia, concebir el vacío y la nada, que hacerlo con lo lleno y el todo. –

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