Los olvidados: insurgentes e insurgencias

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Los locos que están en el poder y escuchan voces en el aire, destilan su locura a partir de
algún escritorzuelo académico anticuado […] Tarde o temprano, para bien o para mal,
son las ideas, y no los intereses creados, las que son peligrosas.
— John Maynard Keynes, Historia general del empleo, el interés y el dineroEl mensaje acumulativo de las dos décadas de publicaciones sobre las guerras intestinas en América Latina —aproximadamente de finales de los años setenta hasta acabar los noventa—, las exhibe como el resultado inexorable de la injusticia social.
La cadena de motivos que lleva a una "revolución" o "revuelta nacional" suele descomponerse en los siguientes elementos: 1) una persistente distribución desigual de la riqueza y del ingreso, lo que conduce a una agraviada demanda de cambio; 2) presión de cambio por parte de los agraviados, que de manera inevitable se topa con la represión, la que, a su vez… 3) radicaliza a los agraviados y a la larga genera coaliciones revolucionarias y movimientos guerrilleros. El eslabón causal entre estos tres pasos, sobre todo entre el segundo y el tercero, se basa en dos premisas debatibles, aunque por lo general indisputadas: 1) las insurgencias son expresiones de los agraviados (sobre todo de los pobres) y provienen de ellos, y, concomitantemente…2) su programa extremista, incluido el uso de la violencia, es en última instancia una reacción hacia: a) el repudio inicial del gobierno a las demandas de reforma; b) las medidas represivas contra la oposición; y, por último, c) el desafortunado fracaso de las estrategias alternativas no radicales y no violentas.
     Esta teoría, a la que llamo el "paradigma dominante", se considera evidente en los textos sobre política centroamericana. Las causas de la revuelta son esenciales sin ser problemáticas, lo que hace que capítulos y libros enteros dedicados a ella se conviertan en verdaderos monumentos positivistas de almacenamiento de datos. Así, nombres, fechas y estadísticas se aglutinan en una plantilla en la que sólo hay dos opciones: de un lado, el mal (los agentes de la explotación y la represión); del otro lado, el bien, es decir el pueblo (en su "realidad" empírica y teórica), su vanguardia.
     Se establecieron innumerables misiones para "encontrar hechos" y recopilar nuevas pruebas que confirmaran el modelo. ¿Cuántos libros y artículos de los años ochenta no se titularon Revolución y contrarrevolución en Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Centroamérica?
     Como extensión lógica de este paradigma dominante, a los insurgentes centroamericanos rara vez se les consideró como un grupo de actores autónomos, dotados de una capacidad real para alterar el curso de la historia. A pesar de la imponente autoridad de Fidel Castro y del Che Guevara, quienes proclamaron que la revuelta puede (y debe) ser creada por los revolucionarios, a los insurgentes centroamericanos no se les dejó de considerar como la voz de los que no tienen voz, ciudadanos comunes, invisibles y, sin embargo, heroicos que traducen una "realidad" más inexorable y profunda en retórica y balas.

Una nueva perspectiva acerca de los orígenes de la revuelta
Sin lugar a dudas con este enfoque pueden formularse algunas interpretaciones válidas de la política en América Central. Nadie necesita que se le recuerde cuán reaccionarias y violentas son las élites centroamericanas, ni cuán pobres y maltratados han sido la mayoría de los habitantes de esa región. Hasta hace poco los observadores coincidieron en caracterizar a la política salvadoreña como excesivamente "polarizada".1 En resumen, el paradigma dominante parece correcto, tanto moral como heurísticamente. Y, sin embargo, en mi libro publicado a principios de año sobre el surgimiento de la insurgencia en El Salvador,2 invito a mis colegas a examinar el papel creativo de los rebeldes en este emblemático país istmeño. En diametral contraste con la explicación que predomina sobre las insurrecciones en Centroamérica, según la cual el radicalismo violento surge como último recurso y desde abajo, yo sostengo que el extremismo está allí primero, antes que nada, y que la movilización surge a partir de los sectores privilegiados de la sociedad. La situación socioeconómica siempre sirve para justificar la revuelta, pero no es un buen mecanismo de predicción ni una variable explicativa de su advenimiento.

¿Raíces socioeconómicas?
Ante muchos observadores El Salvador puede no parecer el sitio indicado para encabezar un falseamiento de esta naturaleza. Siempre ha sido un país pobre asolado por la injusticia y la miseria. Sin embargo, los datos que existen sobre esa situación resultan desconcertantes. Por un lado, durante la época en que brotó la insurgencia —de 1970 a 1981, más o menos—, El Salvador tenía una distribución del ingreso muy asimétrica (y aún la tiene), pero lo mismo ocurría en otros países latinoamericanos, para no mencionar a los Estados Unidos hacia el fin del mandato de Jimmy Carter, o a Canadá en el ocaso del experimento de "sociedad justa" de Pierre Eliot Trudeau, para usar comparaciones continentales. De hecho, ¡El Salvador tenía una distribución inequitativa incluso marginalmente menor que el país latinoamericano promedio!
     En lo que respecta a la movilización social (salud, educación, comunicaciones), de 1950 a 1980 El Salvador estuvo ligeramente por debajo del promedio latinoamericano, aunque dio importantes pasos durante esas tres décadas, en particular en los rubros de urbanización y educación superior.
     Por desgracia, parece no existir gran diferencia entre países en cuanto se refiere a términos de inequidad en bruto. Los Estados benefactores, que hacen que la vida material se vuelva significativamente más tolerable, no logran alterar la distribución del ingreso en conjunto. Por otro lado, estos datos distan mucho de revelar toda la historia acerca de la injusticia social y la explotación en América Latina. Por ejemplo, lo que parece llamar la atención en El Salvador no es la distribución del ingreso per se —que es deplorable aunque no excepcional—, sino la pobreza del país y la miseria actual de la capa más baja.
     Durante la década de los años setenta, 68% de la población estaba desnutrida; sólo Guatemala y Haití tenían un registro menos envidiable. Y, sin embargo, aunque la pobreza se invoca una y otra vez como causa y justificación de la revuelta, no puede hallarse una simple afinidad entre los niveles de pobreza y la probabilidad de que surja una revuelta, ni en América Latina ni en ninguna otra parte del mundo. ¡El problema de la pobreza y la falta de equidad en El Salvador es mucho más agudo ahora de lo que fue en las décadas de los setenta y ochenta! ¡En América Latina la década de los ochenta se caracterizó por una recesión económica, la reestructuración neoliberal, una mayor falta de equidad y… la democratización! Si, en contraste con la mayoría de los países latinoamericanos o incluso con Occidente en general, hay algo que sea específico de El Salvador de los años cincuenta y sesenta, no son tanto la pobreza y la injusticia (una invariante histórica), sino el ritmo del cambio social durante ese periodo, que fue mucho más veloz que en el pasado. Más aún, como lo discutiré adelante, ninguna cantidad de "dialéctica" frelatée (corrupta) es capaz de ocultar un hecho inequívoco: quienes llegaron al núcleo de la insurgencia y la comandaron de principios de los setenta hasta el acuerdo de Chapultepec en 1992, quienes redactaron los comunicados y los programas, diseñaron las tácticas y la estrategia y ahora encabezan el famélico éxito electoral del FMLN, provienen de las clases medias y altas, no de los pobres.

Las condiciones de la revuelta, paso a paso
Para entender por qué, dónde y cómo surgió la insurgencia en Centroamérica, debemos cambiar el foco de nuestra atención de la escena nacional y estructural hacia las condiciones que imperaban cuando aparecieron los rebeldes y sus disposiciones ideológicas particulares. Podemos hallar esas cualidades en el reino relativamente autónomo y generacional de las ideologías, así como en el medio ambiente social concreto de los ideólogos. Sucede que, sobre todo cuando se explican las"revoluciones", ese medio en particular acostumbra combinarse con otros más amplios, como el de la economía nacional y el del "sistema político". Esto resultó insatisfactorio.
     Lo que suele llamarse "revolución" (prefiero descomponer este concepto en al menos dos subcategorías: la guerra intestina o insurgencia y, cuando resulta apropiado, los cambios radicales) supone por lo menos tres pasos concretos: 1) el brote de la insurgencia; 2) el epicentro de la guerra intestina, es decir, cuando el viejo régimen está siendo derrocado y reemplazado por otro nuevo, revolucionario; y, por último, 3) el periodo siguiente de implementación de cambios radicales por parte del nuevo gobierno "revolucionario" (una especie de contradicción).
     Cada periodo es específico en el sentido de que las condiciones para implementar cada uno de ellos, aunque pueden sobreponerse, son fundamentalmente concretas. La mayoría de los observadores analiza a las revoluciones con los instrumentos conceptuales que toma del estudio de revoluciones exitosas, es decir, sobre todo de la etapa tres. De ahí la urgencia por encontrar condiciones nacionales de revuelta, levantamientos desde abajo, la lenta cocción de las revueltas en el campo, variaciones graves del indicador económico, y otros elementos parecidos. Sin embargo, el periodo en el que brota la insurgencia parece responder tanto a grupos de incentivos más pequeños como a otros más grandes.
     Más pequeños: el ambiente inmediato, o la estructura que motiva a los insurgentes. Más grandes: para usar una frase de Tocqueville, las pasiones generales dominantes de la época. Los campesinos, los pobres, el estrato más bajo, pueden tener un papel decisivo para que una verdadera "revuelta nacional" tenga éxito y para que se implemente un programa de cambio radical. Tengo serias dudas al respecto, pero no es el tema de este artículo. Sin embargo, tienen muy poco que ver con el proceso político mediante el cual la gente joven, en su mayoría de clase media, en su mayoría universitarios, cambia sus actitudes respecto al gobierno de una demanda de reforma —el periodo "desarrollista" de los años cincuenta y principios de los sesenta— a una confrontación con sus tutores desarrollistas para pedir una liberación total (fines de los sesenta a fines de los ochenta).3 La ideología y el "medio de acción" juegan un papel fundamental en los tres pasos de la guerra interna, como ahora lo han vuelto a descubrir los eruditos posmarxistas.
     Pero, discutiblemente, ellos tienen un peso mayor en el periodo de surgimiento más que en las fases subsecuentes. ¿Por qué? Porque toda una revuelta nacional y la implementación de cambios radicales constituyen un fenómeno complejo y multifacético que involucra una variedad de actores, programas, intereses y restricciones. Por ejemplo, en América Latina ninguna revuelta verdaderamente nacional puede tener éxito sin la colaboración de varias clases sociales, en particular la burguesía nacional. Por otra parte, la aparición de la insurgencia es un fenómeno dostoievskiano de un alcance social limitado, muy parecido al de una secta. Aquí la violencia es tanto un medio como un fin, y la ideología es pura. Esto explica por qué la doctrina de los insurgentes suele ser más radical, extremista, durante el periodo de surgimiento que durante las etapas siguientes (contra es el paradigma que domina), que una vez alcanzadas exigen un comercio con otros grupos y un entrecruzamiento ideológico.

Los insurgentes
En los países centroamericanos que experimentaron insurgencias radicales en las últimas cuatro décadas la presión para que se diera un cambio radical, es decir, las presiones políticas y militares, provino inicial y primordialmente de una facción disidente de la clase media urbana. Puede señalarse a este grupo como uno de los pocos beneficiarios del crecimiento económico sin precedentes y de la movilización social de los años cincuenta y sesenta. Hasta el florecimiento de la insurgencia rural salvadoreña en los años ochenta, las organizaciones "político-militares" (OPM) que más tarde se aliaron, sin fusionarse,4 para formar el FMLN en 1980, abarcaban desde un puñado de activistas hasta tres mil de ellos. El Che Guevara no estaba para nada equivocado cuando afirmó que un núcleo de "treinta a cincuenta" hombres es suficiente para iniciar una revuelta armada en cualquier país americano.5
     Ahora se conoce bien el núcleo de la insurgencia. Gabriel Zaid fue uno de los primeros en llamar nuestra atención —a menos que uno se niegue a verlo— sobre una característica inescapable del FMLN: sus raíces en las universidades. El hecho de que la mayoría de los libros y los artículos publicados durante la década de los ochenta sobre la "revolución" y la "contrarrevolución" en El Salvador aludían sólo de paso, si es que acaso lo hacían, a la universidad nacional, mientras se explayaban a lo largo de cientos de páginas en la magra información disponible sobre los campesinos revolucionarios o el precio de los granos de café, constituye un poderoso indicador de cómo un paradigma dominante puede moldear conjeturas y distorsionar el análisis de la evidencia empírica disponible.
     De hecho, en el mejor de los casos, la evidencia que hay sobre el amplio apoyo y el liderazgo que provenía de los sectores populares es muy pobre. Las OPM alegaron "representar" o gozar del apoyo de docenas de miles de personas. Este tipo de figuras fueron como hojas de parra de un fenómeno más incierto: no tanto el control ejercido por las OPM sobre sindicatos y diversas organizaciones estudiantiles y populares, sino el poder —a menudo frágil— que tenían sobre sus directivas. Como cada OPM alegaba ser la "única y verdadera vanguardia del pueblo", el resultado fue una competencia feroz, y a menudo violenta, para abordar a las masas organizadas. Como Fermán Cienfuegos, el líder del FMLN, lo explicó más tarde:

Comenzamos una lucha para lograr la hegemonía de las masas, arrasando las directivas sindicales […] Este es un periodo de acumulación de fuerzas de cada uno y de una gran lucha hegemonista entre las diferentes organizaciones populares. Cada quien va formando su agrupación de masas y definiendo su área, haciendo a veces hasta cotos, donde otros no tenían derecho, no se podían meter.

Por ejemplo en el área de masas había más pelea, nos desgastábamos, pero hacíamos avanzar la lucha. Esa es la dialéctica [sic], la lucha de los dos contrarios hace avanzar a la masa.

En segundo lugar, los datos con los que contamos sobre el apoyo popular a la insurgencia en los setenta y ochenta no nos permiten afirmar mucho más que las siguientes proposiciones:
      Primero, que los elementos populares de la insurgencia provenían sobre todo del campo, escenario de la expansión de la revuelta tras la fallida "ofensiva final" de enero de 1981 en San Salvador. El campo no fue el escenario de su surgimiento.
     Segundo, que sólo una diminuta minoría de campesinos, sobre todo jóvenes y adolescentes, se unió a la insurgencia en los años siguientes (en 1992, aproximadamente 15 mil insurgentes fueron desmovilizados). Ellos fueron reclutados durante el despertar de un conjunto múltiple de incentivos, muchos de los cuales, como puede imaginarse, resultaron de la guerra misma: la necesidad de autodefensa cuando la región a la que se pertenece se convirtió en zona de guerra; respuesta a la represión masiva desencadenada por un ejército militar y paramilitar en pánico; control de facto de la región y, en ocasiones, reclutamiento obligado por parte de los insurgentes. El apoyo a una ideología o a un programa político específico, diseñado y luego implementado por una vanguardia de San Salvador, no era un incentivo poderoso, si es que era incentivo. Salvador Samayoa, líder del FMLN, lo dice mejor:
Creo que el pueblo tiene distintos motivos para luchar que los que adquiere un liderazgo más sofisticado. Políticamente, la gente tiene razones más rudimentarias: a menudo no tienen elección, como en el caso del campesinado, un componente tan importante de la lucha en El Salvador, que se unió a los guerrilleros porque no podía estar del lado del otro bando, porque, simple y llanamente, sus familias eran asesinadas. Desde que nacen saben que el ejército es malo y que los guerrilleros están contra el ejército. Eso lo resume bastante bien; las bases tienen mucha visión política, pero en cuanto a elaborar algo mucho mayor con respecto al socialismo o al marxismo, esto nunca ha sido su fuerte. Este es más un problema para la élite.
En resumen, la movilización popular, cuyo tamaño no dejó de ser limitado, parece menos la causa que la consecuencia de la guerra que fue llevada al campo. Sin lugar a dudas, uno tampoco puede inferir simplemente que la no participación campesina en la insurgencia se debió a un rechazo político hacia el fmln: cuando se es víctima de tal nivel de represión, resulta comprensible el que la mayoría de la gente vote con los pies. Pero aquí nos ocupa la tarea de comprobar la negativa: la falta de evidencia del apoyo generalizado y temprano del campo a la insurgencia es aún manifiesta.
     Tercero: todos los testimonios de los insurgentes señalan la influencia de las instituciones católicas en la movilización política de las juventudes de clase media. Sin embargo, no hay evidencia sólida que se cerciore de que las instituciones católicas o laicas contribuyeran de manera decisiva a la movilización de los pobres hacia una dirección radical o de revuelta. De hecho, se le prestó tanta atención a la promesa política de la teología de la liberación que casi todo el mundo pasó por alto el hecho dominante de la época: el extraordinario florecimiento de las iglesias protestantes en los sectores más empobrecidos de las sociedades centroamericanas. La importancia idealizada y exagerada que la mayoría de los analistas le confirió a la participación rural en el brote de la insurgencia, y al papel de la Iglesia en alentar esta complicidad, surge de la aplicación dogmática de un paradigma dominante, ideológicamente estimulante pero empíricamente baladí.

Los microambientes de los insurrectos
¿Cómo explicar el surgimiento de ese tipo de insurgencia en particular? ¿Por qué allí y entonces? El escenario político (la crisis de un modelo modernizador autoritario) y el maquillaje socioeconómico de El Salvador ofrecen amplio espacio para las especulaciones nebulosas, pero una mirada de cerca sugiere que ese tipo de insurgencia surge específicamente tanto de pequeños como de grandes grupos de condiciones. Para repetir lo mismo: por un lado, el ambiente inmediato, o la estructura incentiva de los insurgentes y, por el otro, las pasiones dominantes generales de la época en América Latina y más allá. Cuando ocurrió el brote de insurgencias en El Salvador, parecía estar causado sobre todo por una crisis que afectaba a tres instituciones que se traslapan: la Universidad (en especial la Universidad "Nacional" Pública), el Partido Comunista y la Iglesia Católica. Las tres organizaciones tenían importantes características en común: experimentaban una crisis de identidad; estaban sujetas a una politización extraordinaria que a menudo se manifestaba en choques generacionales; y, quizá lo más importante, compartían una inclinación a representarse a sí mismas como la vanguardia natural del pueblo.
     Esta triple crisis ocurrió no sólo en El Salvador sino, con ciertas variaciones, en prácticamente todos los países latinoamericanos. Lo que nos lleva a un panorama más "grande": el movimiento contracultural de los sesenta, la genuina "universidad de protesta" (Octavio Paz) combinada en América Latina con el notable impacto de la Revolución Cubana (nacida también en ciudades universitarias). En América Latina se trataba no sólo de hacer piruetas posmaterialistas con la sociedad afluente a manera de red de seguridad, sino de levantarse en armas y crear un hombre nuevo. A menudo mis críticos afirman que si esta hipótesis fuera cierta todos los países latinoamericanos habrían experimentado alguna forma de insurgencia. ¡Ese es precisamente el caso! Poco más o menos en todas partes, las ciudades universitarias —genuinos Estados dentro de los Estados— se convirtieron en criaderos naturales y encrucijadas donde toda esa gente convergió y se unificó. Las universidades ofrecían la densidad social, las habilidades organizacionales, la autonomía (a menudo violada, pero aún privilegio especial de la universidad) que las convertía en espacios únicos de movilización. Y, en contraste con la Iglesia o con el partido comunista, navegaban con el viento en popa tras toda una década de expansión sin precedente suscrita por el imperialismo estadounidense a través de la Agencia Internacional de Desarrollo (AID) o la Fundación Ford. La crisis de la Iglesia y del partido comunista surgió de su relativo declive en un auspicioso periodo de crisis y transición. A la inversa, la de la universidad se debió a su desenfrenada explosión institucional, conjugada con su intensificada "misión" de ser el motor del progreso y del desarrollo, pero sin ningún poder político.
     Desde el inicio el FMLN buscó inspiración en el marxismo-leninismo, un producto no precisamente local ni popular. Rodolfo Cardenal (prominente jesuita de la Universidad Centro Americana, UCA) recuerda con perspicacia que en esa época el lenguaje político

funcionaba como ideología sintáctica, es decir, funcionaba a nivel de frases hechas y no a nivel de análisis. Las palabras se volvieron casi mágicas, tenían fuerza por sí mismas y, por tanto, era posible prescindir del cotejamiento con la realidad. Por ejemplo, la palabra socialismo era comprendida en forma utópica […] En varias coyunturas importantes se notó el predominio de la ideología sobre la realidad, con consecuencias negativas para el proceso revolucionario global.
No se trataba de la democratización de El Salvador sino más bien de tomar el poder y revolucionar al país. Bajo esta perspectiva, la reforma es el peor enemigo de la revolución, como afirma el famoso dictamen del Comité Ejecutivo de la Internacional Socialista (reproducido en L´Humanité, órgano del Partido Comunista francés, el primero de abril de 1933), según el cual "la instalación de una dictadura abiertamente fascista [en Alemania] disipa todas las ilusiones democráticas de las masas y por lo tanto las libera de la influencia socialdemócrata y acelera la marcha de Alemania hacia la revolución del proletariado".9 Por eso el FMLN luchó con uñas y dientes contra las juntas reformistas cívico-militares en 1979-80. Quien dude de que haya existido esta mentalidad extremista, sectaria, dogmática y fantástica en los ambientes insurrectos debería leer la asombrosa colección de entrevistas realizadas por la divulgadora del leninismo Marta Harnecker con varios insurgentes de la facción clave del FMLN (el Frente Popular de Liberación, FPL).10 El libro está lleno de reminiscencias como ésta (con énfasis agregado):
Pienso que la caracterización del autogolpe [en octubre de 1979] fue absolutista y apresurada. Naturalmente que estaba muy influida por un rechazo a los poderes contrainsurgentes que se movían tras algunas fuerzas golpistas, pero estaba sobre todo muy determinada por una actitud ideológico-política esquematizada, acostumbrada a establecer conclusiones preelaboradas, especialmente cuando se trataba de analizar a las fuerzas que estaban en el poder (p. 212).
Dos ejemplos:
El mal del sectarismo y del radicalismo las fpl lo llevaban en la sangre desde su nacimiento, aunque se diluye bastante cuando, en el 74-75, entra a la organización una serie de cuadros provenientes del movimiento de masas. Pero en las nuevas condiciones, el sectarismo vuelve a reaparecer. Estos cuadros también fueron absorbidos por la política sectaria (p. 200).

Nuestra formación marxista-leninista en la clandestinidad fue intensa, pero defectuosa. El primer responsable había recibido, 16 años antes, uno de esos cursos teóricos en la Unión Soviética y se había formado en el viejo Partido Comunista y, de pronto, pasaba a un mundo tan cerrado como el clandestinaje de los setenta […] En el mundo campeaba el dogmatismo y, por lo demás, en el primer periodo no teníamos casi relaciones políticas con otros partidos dentro del país, y con el exterior, ninguna. Muchos factores contribuían a una asimilación dogmática de la teoría marxista (p. 96).

Un ejemplo más:
Caímos en un gran radicalismo. ¡Hubo mucho izquierdismo! Las consignas iban de socialismo para arriba; muchas iban más allá, en primer lugar, de lo que objetivamente se podía hacer en ese país, y, en segundo lugar, de lo que la masa no radicalizada, pero necesaria para el cambio, estaba en capacidad de entender o asimilar. Es verdad que esas consignas eran coreadas por las masas y no sólo por unos pocos militantes, pero, en ese momento, ¿qué consignas lanzábamos para atraer a la masa atrasada, a aquellos sectores con posiciones democráticas, patrióticas…? Ninguna (p. 199).
¿Acaso es posible explicarse todo esto ahora por la inmersión de los insurgentes en un movimiento rural de cambio, donde una ideología está informada por las aspiraciones populares, y donde la acción está guiada por una evaluación racional de la situación en perpetuo cambio? ¿Qué clase de sabiduría popular inspiró en 1980 a la "organización de masas", llamada la LP-28, para apelar a una "sociedad más científica"? ¿Acaso el materialismo científico crece en las laderas de los volcanes?11
     Hacia finales de los ochenta y en especial en los noventa, los insurgentes fueron alertados de lo que un militante del FPL llama "el choque con la realidad" (en Harnecker, p. 348). Una atención más detallada a las aspiraciones y demandas del pueblo los convenció de deshacerse por completo del marxismo-leninismo y de otros dogmas de la ciudad universitaria. Conocemos el resto: los acuerdos de Chapultepec, la conversión del FMLN en partido político, el modesto pero apreciable éxito electoral del nuevo Frente, aunque mucho menos espectacular que las victorias consecutivas del monstruo que ayudó a crear: Arena. A la larga, el extremismo (en ambos bandos) produjo lo que Rafael Guido Béjar llamó "la fascinación por el centro"; algunos (como Joaquín Villalobos, líder de la facción del ERP) se han inclinado aún más hacia la derecha.

Comentario final
El planteamiento que esbozo en este artículo funciona para El Salvador y en gran medida para las insurgencias latinoamericanas que emergieron en los inicios de la Revolución Cubana. Explica el surgimiento, pero no todos los demás factores que componen la especificidad de cada caso de estudio: la cualidad del liderazgo, los accidentes de la historia, y sí, los parámetros nacionales y regionales, incluidos no sólo los sospechosos de costumbre sino también la demografía y la geografía. Al final, cada caso es siempre una historia distinta: nunca debemos confiarnos al usar un "modelo" de análisis.
     Dicho esto, ¿sería posible explicar un caso más reciente y distinto como el de la rebelión de Chiapas en los noventa con este enfoque? Hasta un grado significativo, afirmo que sí. Variables tales como la crisis dentro de la Iglesia, el partido comunista y la universidad nos ayudan a comprender de dónde vienen los neozapatistas. Los zapatistas no son la "primera rebelión posmoderna" sino la última rebelión posCastro, transportada a los noventa y moldeada por ellos. Lo que nos lleva a nuestra variable ideológica. A pesar de todas sus raíces flexibles de los sesenta, los zapatistas —y Marcos en particular— rápidamente se dieron la vuelta tras su golpe en enero de 1994 y se pusieron en contacto con una comunidad global de activistas interesados menos en promover el "socialismo" per se que en reposicionarse alrededor de los nuevos hitos de la política de identidad y de globalización.
     Esta revuelta no fue una "llamada de atención" para el resto del mundo, como a menudo se afirma. Más bien, me parece un caso de insurgencia que se alertó a sí misma acerca de lo que sucedía en el resto del mundo, un poco tarde, pero no demasiado. Grito bien entonado contra la globalización, Chiapas es también un caso extraído de un libro de texto de cuán globalizadas están las primeras ideas globalizadas. En un mundo cada vez más integrado, deberíamos ajustar nuestro enfoque para apreciar a los actores y a las modas generacionales, a lo local y lo global (para usar un cliché). ¡Resulta curioso que el análisis de las insurgencias de los setenta nos conduzca a las nuevas tendencias que surgen a finales de los noventa! –— Traducción de Emma Palacios

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