Yoshi Oida

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TEATRO

El sentido de la vida

"Ésta es una columna que mide cincuenta metros", nos dice el actor apoyando en el piso una caña de bambú que le llega a la cintura. "Hay que alcanzar la cima y luego tratar de ir más lejos. ¿Pero cómo? ¿Tú a qué altura estás? ¿Subir hasta arriba para luego bajar? ¿Es ésta tu manera de ver la vida? ¿Saltar? ¿No subir? No, ignorar la columna no se puede". Ésta es una de las situaciones que propone Yoshi Oida en su acción escénica dedicada a los maestros Zen.
     "El actor es una de las criaturas más frágiles que existen", dice Peter Brook en la película Can You See the Moon?, dedicada al trabajo de Oida. Y, sin embargo, el contacto con un verdadero actor infunde una dimensión de enorme potencia. Tal vez la paradoja resida en que esa fuerza deriva de una capacidad de exponer la propia fragilidad, de ir más allá del miedo. Entonces se produce la metamorfosis.
     Es un hecho tan poco frecuente ver a un actor. No es que falten profesionales de talento a la hora de representar un personaje. Pero no se trata de eso, sino del actor como alguien que "actúa" (lleva a cabo una acción) y con su presencia genera esa intensidad que permite olvidar las convenciones y los trucos del oficio, para proponernos una experiencia que no "representa" sino que "es".
     Una de las grandes fuerzas del teatro, con sus múltiples variantes y aditamentos escénicos, consiste en esa presencia que no trata de imitar nada; capaz de transportarnos a una dimensión distinta, pero presente, concreta, íntima, donde la sorpresa y la verdad confluyen en un gesto simple y contundente, que nos hace partícipes de una realidad, no de un simulacro.
     Algo de todo esto emana Yoshi Oida, quien durante el pasado mes de junio realizó una serie de actividades en la Ciudad de México: un taller de movimiento para actores, la proyección de una película sobre su trabajo y un monólogo de su autoría, Interrogaciones, palabras de los maestros Zen. Un espectáculo en la frontera entre el teatro y la acción pura.
     Formado en la tradición del teatro Noh y de las artes marciales, desde hace treinta años Oida forma parte del Centre International de Créations Théâtrales de París, dirigido por Peter Brook, con quien ha protagonizado obras como La conferencia de los pájaros, Orgast, El Mahabarata, La Tempestad, El hombre que. También es autor de los libros El actor invisible y Un actor a la deriva (de próxima publicación en México). Muchos recordarán su reciente actuación en la película de Peter Greenaway El libro de cabecera.
     Esta trayectoria lo ha convertido en un personaje celebrado tanto en Oriente como en Occidente. Aunque nada más ajeno a Oida que las veleidades de la fama o el narcisismo del estrellato. Si algo llama la atención en su presencia, es la extrema simplicidad, de gestos y de palabras. O el respeto que expresa e infunde al hablar del propio trabajo. Esa autoridad natural de quien ha vivido lo que sabe y nunca se sitúa por encima de lo que cuenta. Un saber que poco tiene que ver con la arrogancia de quien ejerce un poder… o un papel.
     Las respuestas que dio al público eran agudas por su concisión y desarmantes por su capacidad de eludir la linealidad, instalándonos de lleno en el tema: no la explicación prevista sino el itinerario que permite intuir una experiencia; la frase que no cierra la puerta a la duda, sino que abre el camino a otra pregunta.
     Una actitud de concentración expectante, que era una interrogación en sí misma. La sorpresa como resultado de quien ha aprendido a recibir lo desconocido como un don, renunciando a cualquier forma de control. Un espíritu fiel al de los maestros Zen, que Oida evoca en su monólogo Interrogaciones.
     "¿Cuál es el sentido de la vida?" era la pregunta recurrente que iba pautando el espectáculo, como un llamado de alerta o una invitación a meditar más allá de las apariencias. Una pregunta ilustrada a menudo por una parábola o anécdota emblemática, blandiendo en ocasiones un metafórico bastón, como el que utilizan los maestros Zen para castigar la respuesta errónea del discípulo. En su mayoría, las respuestas del público aspiraban a desentrañar una lógica, ostentaban sutilezas intelectuales o bien liquidaban la interrogación con un infantilismo seudohumorístico.
     El rigor expresivo de Oida, inseparable de las preguntas y relatos que planteaba —dialogando con las sugestiones sonoras del músico Wolf-Dieter Trüstedt—, se sustraía a la pretensión de resolver una hipotética adivinanza, lanzando al espectador hacia una nueva pregunta. Preguntas que demandaban respuestas que el lenguaje racional no consigue atisbar, ya que colindan con la poesía o el silencio: "Conocemos el sonido del aplauso. Pero ¿cuál es el sonido de una sola mano?"
     Tal vez la respuesta estuviese en la elegancia del gesto, cuya estética expresaba una síntesis entre lo funcional y lo necesario. Al igual que la intensidad de su decir, carente de toda retórica. Un vocabulario en el que la ilustración gestual del relato dialogaba con momentos de abstracción alusiva a los distintos pliegues de un suceso, que no se agotaba en un significado unívoco.
     La actitud de Oida también podría leerse como una sucesión de trazos o ideogramas en movimiento. Una "escritura" cuyo sentido está en esa secuencia de garabatos transparentes, que van dejando una estela en la mente del espectador. Como un tejido sutil de correspondencias donde la magia se amplifica, precisamente, porque la mecánica de la acción está a la vista: contar de uno a diez, levantándose y acostándose, con una varilla de bambú apoyada en la cabeza, colinda con la nada y el sinsentido. Llevada a cabo por Oida, esta acción tenía algo conmovedor. Como preguntarse por el sentido de la vida. –

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