Per fortuna o per virtù

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Jorge G. Castañeda, La herencia, Alfaguara, México, 1999.
La sucesión presidencial es posiblemente el acto político realizado en privado que mayores consecuencias públicas trae en México. Extraerlo del ámbito personal y reservado de la decisión del presidente y darle una difusión más amplia es la intención de La herencia.
     ¿Qué mejor manera de descubrir las razones y los modos bajo los cuales se ha elegido cada seis años al candidato oficial —y hasta hace poco seguro presidente— que con el acceso a la conciencia de los protagonistas? Castañeda disfruta este privilegio con los ex presidentes Luis Echeverría (1970-76), José López Portillo (76-82), Miguel de la Madrid (82-88) y Carlos Salinas de Gortari (88-94), que conocieron las dos caras del proceso decisorio. Al actual presidente, Ernesto Zedillo, el autor confiesa no haber intentado entrevistarlo. Luis Donaldo Colosio había fallecido antes de que el proyecto del libro cobrara forma.
     Castañeda se reunió en varias sesiones con cada uno de los cuatro ex presidentes; después les envió la grabación original, la transcripción literal y la versión editada de las entrevistas para que ellos pudieran “agregar, suprimir o modificar lo que les pareciera pertinente, con la súplica de que me devolvieran un texto definitivo aprobado por ellos”. Así corregidas, las entrevistas forman la parte central de La herencia (sólo Echeverría se negó a la generosa propuesta editorial, y la versión del autor no fue revisada antes de su publicación). A diferencia de lo que piensa Castañeda, los ex presidentes no corrieron de este modo riesgo alguno. Qué mejor ellos para “en esta coyuntura” y con “este autor” gozar de la oportunidad de dar sus propias versiones de la sucesión.
     Jorge Castañeda no tiene la ambición de entender a sus entrevistados; el resultado de sus entrevistas es, por lo tanto, producto de lo que los ex presidentes quisieron decirle y no de lo que él hubiera querido que le contaran. En consecuencia, hay una pérdida neta para el lector, pues ni entrevistado ni entrevistador se obligan a desplegar toda su capacidad intelectual en los encuentros que sostienen.
     De este modo a Luis Echeverría se le permite, por ejemplo, que describa en forma por demás dudosa la manera en que se convirtió en el candidato del PRI:

JGC: ¿Cómo le comunica a usted su decisión?
LEA: Con toda sencillez, al terminar un acuerdo en Los Pinos, un día en la tarde, después de unas cosas no muy importantes.
JGC:¿Cuándo?
LEA: […] Él me dijo: “Usted va a ser el candidato del PRI a la Presidencia, ¿está listo?” “Estoy listo”. “Hasta luego”. “Hasta luego”.
En La herencia, la entrevista a Luis Echeverría es la que menos información proporciona, la que poco o nada sustancial ofrece. Es prueba de la maestría política del entrevistado; en todo momento posee el control del diálogo. El capítulo de López Portillo no carece de información, pero aun así resulta el menos interesante. No rehúye ningún tema, pero no aborda ninguno con profundidad. La conversación con De la Madrid es la mejor de todas, pues, sin contestar con todo detalle, el ex presidente en ocasiones aporta datos y comentarios frescos y novedosos. La entrevista con Carlos Salinas es prácticamente unilateral, sin mucha oportunidad para el entrevistador de participar, mucho menos de cuestionar la veracidad o exactitud de lo dicho por Salinas.
     En contraste con el mito legendario del “dedazo”, y el secreto y las especulaciones que desde la Revolución Mexicana han acompañado a la designación del sucesor presidencial, las revelaciones de los ex presidentes resultan decepcionantes. En los extremos se colocan las entrevistas a Echeverría y Salinas: uno le da la vuelta a Castañeda, el otro le entrega una versión prefabricada. Pero todas ellas, sin excepción, carecen del drama y la pasión que caracterizan la lucha por el poder —por todo el poder—. Ninguna de ellas se compara con la intensidad de la versión literaria de La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán.
     Desde la fundación del régimen de la Revolución y, en forma cíclica, cada seis años, la política mexicana gira en torno a la aspiración de unos cuantos por convertirse en el candidato oficial con la anuencia del presidente en turno. La obra clásica en esta materia sigue siendo La sucesión presidencial de Daniel Cosío Villegas, quien supo mantener una distancia del poder sin perder el acceso a la política.1
     En vísperas de una de las sucesiones presidenciales, si no más complejas, al menos más abiertas en tiempos recientes, resulta especialmente atractivo conocer las opiniones, sinceras o no, de cuatro ex presidentes que vivieron, en dos momentos distintos, el éxtasis de ser partícipes del legado más ansiado en la política nacional. Se trata, finalmente, de una rara oportunidad para adentrarse en una de las decisiones más íntimas del hombre que, durante un sexenio, es el más poderoso en el país. La posibilidad de leer sobre un tema tan misterioso desató una enorme curiosidad inmediata al salir el libro, y la perspectiva de ser guiado en esa lectura por uno de los analistas mejor informados, más agudos y mejor relacionados en el mundo de la política ha convertido a La herencia en un suceso en sí mismo. Poco importa a este interés excesivo que varias de las explicaciones resulten inverosímiles o incluso que sea patente que los ex presidentes pueden llegar a mentir. Pero Castañeda no parece reparar en esto. La validez de las fuentes no es puesta en duda, siempre y cuando las divulgaciones contribuyan a enriquecer el anecdotario de la política palaciega.
     La historia de la supuesta manipulación de las cifras a espaldas de López Portillo a fines de su sexenio por integrantes de su gabinete económico es un buen ejemplo de la frágil información a la que recurre, en ocasiones, Castañeda. La fuente original y principal es una tesis de doctorado de José Ramón López Portillo, que es, de menos, una parte interesada por partida doble en la interpretación de la crisis económica de 1982 y el juicio histórico sobre la gestión de su padre, toda vez que durante su gobierno fue subsecretario en la Secretaría de Programación y Presupuesto (spp). En su tesis doctoral, citada por Castañeda, José Ramón López Portillo concluye que:
Es evidente que de haber tenido conciencia López Portillo desde julio a agosto del 81 de que la crisis económica en curso era de una magnitud mucho mayor de la que él sabía, hubiera tomado medidas de otro tipo.
Lo dicho por el hijo del ex presidente le basta a Castañeda para hacer suya la conclusión de que “de todo ello se deriva la eventualidad creíble de una manipulación de las cifras por la spp, posiblemente de origen político-sucesorio”. El papel del propio José Ramón en la política económica es ignorado por Castañeda —a pesar de que analistas independientes en esos años asignaban la responsabilidad por el deterioro de la situación económica a varios funcionarios, incluyendo al propio José Ramón López Portillo.2
     Castañeda no se detiene a considerar como poco probable la supuesta credulidad del presidente López Portillo, un hombre todopoderoso en su tiempo, asesorado por un abanico de expertos en finanzas públicas, él mismo ex secretario de Hacienda y titular de un gobierno bajo la vigilancia constante del Fondo Monetario Internacional y las demás dependencias financieras internacionales. En La herencia se pretende hacer pasar a López Portillo como una víctima ingenua del maquillaje de la información y el ocultamiento de datos por parte de funcionarios “maliciosos”.
     Jorge Castañeda sabe que en la sucesión presidencial: “está en juego tanto poder que por ese poder los hombres son capaces de muchas cosas”.
     Como en las entrevistas a Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Salinas ni esperaba ni obtuvo ninguna confesión en este sentido, Castañeda añade una segunda parte al libro: una serie de ensayos sobre las coyunturas de la sucesión en 1970, 76, 82, 88 y 94, cuando Salinas eligió a Colosio y, después, a Zedillo. Con base en los testimonios de amigos y conocidos, políticos del primer círculo en los distintos gobiernos del último cuarto de siglo, Jorge G. Castañeda hace lo que mejor sabe hacer: despliega una narración, entrelazando el análisis político con las anécdotas y hechos donde participa la élite, para dar su versión sobre la sucesión presidencial. Ya antes, en Sorpresas te da la vida (Aguilar, 1994), Castañeda realizó con éxito un esfuerzo similar.
     La herencia no es, pues, un libro de entrevistas ni una historia periodística. Es, en las palabras del autor, un “modelo para armar”: una serie de versiones parciales, subjetivas, que dependen de los recuerdos y los intereses de vencedores y vencidos. Las entrevistas son lo más atractivo del libro, pero los ensayos son la mejor parte. De hecho, el análisis coyuntural sobre cada una de las elecciones presidenciales no depende de lo dicho por los protagonistas. Por eso, la descripción de la selección de Colosio y, después, de Zedillo como el candidato oficial en 1994 no desmerece en nada en relación con las anteriores historias, a pesar de que ninguno de los dos beneficiarios de la voluntad de Carlos Salinas fue entrevistado por Castañeda. La narración e interpretación de Castañeda es tan creíble y tan probable (o no) como cuando tuvo acceso a información más “dura”; en particular, las entrevistas a los ex presidentes.
     Ninguna de las dos partes del libro pierde por el método específico empleado, pero el libro en su conjunto es inferior a las partes que lo integran, pues no expresa una versión definitiva y concluyente sobre las sucesiones presidenciales que el autor/entrevistador estudia.
     Pero si no es la versión final de la sucesiones presidenciales en plural, sí resulta ser un estudio de la sucesión presidencial en singular: del acto político de seleccionar al heredero del poder en México. Es un estudio “teórico” sobre el poder presidencial y su ejercicio; teórico en el sentido maquiavélico: el uso discrecional de los hechos históricos para detectar patrones del quehacer político y proponer lecciones y formas de comportamiento en la política. Algo que es posible hacer a pesar de que la política depende de los acontecimientos. En La herencia se puede encontrar la misma fórmula pedagógica de mostrar “cosas nuevas”, presentando en otra luz hechos del pasado. Por ello no importa conocer a los personajes en cuestión, su biografía o su futuro político.
     Lo que ayuda a entender la política de la sucesión presidencial es el rol particular que los políticos juegan en un momento específico: cómo actúan, qué piensan (o dicen pensar), cómo se relacionan entre sí y frente a las circunstancias cambiantes. Esto no significa, en palabras de Castañeda, “ausencia de datos, hipótesis y elementos narrativos”; pero éstos sirven más bien para tratar de desentrañar patrones, tendencias o generalizaciones aplicables a la dinámica compleja y oscura de la búsqueda del poder. Este método permite diversas interpretaciones (incluyendo la del propio Castañeda) sobre las mismas versiones de los actores y testigos: pero los detalles son secundarios respecto al tejido narrativo completo. El diablo no está en los detalles.

Por eso no corresponde del todo a La herencia la intención de Castañeda de reducir la sucesión presidencial a un simple esquema dual: por “elección” y por “descarte”. Con ello corre el riesgo del politólogo, al que aludió Cosío Villegas, que

No logra descubrir los hechos que determinan la sucesión presidencial [pero] lejos de renunciar a explicarla racionalmente, se lanza a la suposición y aun a la fantasía. Acude, digamos, a pintar las características que debe tener un aspirante a la nominación del pri, y acaba por presentarlas con tanta seguridad que parece haberlas hallado como si estuvieran escritas en un código público o que alguien le ha revelado el secreto.3
Con la decisión de Carlos Salinas a favor de Luis Donaldo Colosio se quiere ilustrar en La herencia el primero de los tipos de sucesión que propone Castañeda:
Tal vez Salinas haya exagerado al confesar —supuestamente— cómo resolvió encaminar a Luis Donaldo a sucederle desde el instante en que lo nombró coordinador de su campaña en 1987, pero sólo en cuestión de grado y meses: la antelación salinista tiene como único parangón en esta saga la resolución echeverrista a favor de López Portillo, y ni siquiera. Salinas se cuida todavía en sus alocuciones públicas; al hablar sobre la designación de Colosio, en una entrevista al Reforma a finales de 1996, aseveró: “En ese sentido —y sólo en ese sentido— puede decirse que su candidatura haya estado cuidadosamente construida por varios años”.
El segundo tipo de sucesión lo ilustra Castañeda con el caso de la candidatura de Miguel de la Madrid (1982):
López Portillo repite hasta la saciedad que, al final, permanecieron en la contienda dos aspirantes: Miguel de la Madrid, si el problema era económico, [Javier] García Paniagua, si era político… En realidad, en una clásica sucesión por descarte, López Portillo careció por completo de opciones al precipitarse los acontecimientos […] García Paniagua nunca fue un candidato viable: lo inventó López Portillo, por las razones ya expuestas y para que sus adversarios no descabezaran al único candidato sobreviviente, Miguel de la Madrid Hurtado, pero ya echada a andar la ficción, ésta cobró vida propia y hubo que actuar en consecuencia.
Quizás el método con que está armada La herencia dejó inconforme al propio autor que, para compensar la estructura inconexa del libro en su conjunto, introduce artificialmente el modelo dual de selección del candidato. De este modo, pretende meter dentro de un “patrón” decisiones tomadas en circunstancias muy diversas. Frente a la complejidad de las razones y los motivos que tuvo cada uno de los presidentes al decidirse por un candidato de su preferencia, Castañeda prefiere —en vez de agotar el análisis y llegar a una explicación histórica definitiva— proponer una fórmula simple y simplista: o fue por descarte o por elección.
     Como las obras de Maquiavelo, El Príncipe o Los discursos sobre los primeros diez libros de Tito Livio, La herencia no está dirigida al público en general, sino a quienes —por formar parte de la clase política— pueden encontrar en las “lecciones del pasado” recomendaciones para el futuro. No es casual, por ello, la mención a Maquiavelo en el prólogo de Castañeda, si bien la referencia al filósofo florentino ocurre, innecesariamente, a través de Althusser. El libro de Castañeda puede verse como una especie de manual, no para la “adquisición y la conservación del Estado”, sino para transitar ileso por los vericuetos de la sucesión presidencial.
     ¿Qué nos muestra La herencia de la sucesión presidencial que antes no conocíamos? El cúmulo de anécdotas, testimonios y confesiones viene, en primer lugar, a descartar cualquier duda que pudiera persistir sobre la existencia del “dedazo” —como acción definitoria de la candidatura en el partido oficial. No importa que Carlos Salinas, tratándose de la selección de Luis Donaldo Colosio como su sucesor, subraye en repetidas ocasiones la voluntad del partido como si se tratara de una fuerza independiente —”lo que siempre he enfatizado es que dentro del pri la corriente a favor de Luis Donaldo Colosio era muy fuerte”; o bien: “le dije a Luis Donaldo que el partido se estaba inclinando decididamente por él”.
     En las sucesiones presidenciales descritas en La herencia no se conoce a los personajes —caciques corporativos, capitanes de industria, jerarcas de la Iglesia, embajadores estadounidenses o contratistas del gobierno— que apoyan o se oponen a la carrera de los aspirantes presidenciales. En la narración aparecen sólo ocasionalmente, y en forma fugaz, algunos de estos personajes (como Fidel Velázquez); pero cuando lo hacen es sólo para confirmar los mitos que subsisten sobre ellos. Castañeda se concentra en los protagonistas del círculo más cercano, como si los precandidatos no tuvieran aliados o rivales. Los capítulos del libro se llenan con historias en solitario y no aparece, como consecuencia, el entramado del sistema político que tan bien conoce el autor.
     A pesar de ello, resulta novedoso el recorrido por el que, una y otra vez, Jorge G. Castañeda lleva al lector por los cálculos y percepciones que los ex presidentes tienen, al menos en retrospectiva, sobre las ventajas y desventajas de los miembros de su gabinete en el marco de la sucesión. Queda claro que la decisión es personal; en dos sentidos: le corresponde al presidente de la República y depende de los atributos que éste les reconoce a los que ambicionan la silla presidencial. La sucesión se resuelve per fortuna o per virtù, pero la habilidad y la capacidad del aspirante e, incluso, los propios acontecimientos fortuitos quedan subordinados en última instancia a la voluntad presidencial. Se trata, en el fondo, de una decisión subjetiva en la que, es cierto, el presidente valora las circunstancias políticas y económicas del entorno nacional, el balance de fuerzas dentro y fuera del partido, el trabajo en el gabinete, pero, sobre todo, su relación con la persona a la que habrá de favorecer con todo el peso de su autoridad y su poder. Por eso Maquiavelo dedicó la pieza teatral Mandràgola a la seducción en la política. Estaba consciente de que el acceso al poder y su conservación requerían eventualmente del arte del engaño y la persuasión. Castañeda intenta introducirnos a este mundo con parsimonia; es necesario, por ello, conocer todo lo que quedó fuera de La herencia.
     El apéndice sobre el 6 de julio de 1988 no es, propiamente, una “parte accesoria o dependiente” de la obra, pues no tiene el mismo objeto de estudio que el resto del libro. Es apenas un apunte sobre los resultados electorales de ese año, no una adenda sobre la sucesión. Castañeda no considera necesario explicar por qué incluye esta nota sobre un tema propiamente tangencial a la arqueología de la sucesión.
     Es posible que lo que le reveló De la Madrid a propósito de la elección de 1988 llevó a Castañeda a querer constatar la magnitud del fraude. En la entrevista le preguntó a De la Madrid si no creía que en estados como Guerrero “¿no enderezaron los números después?” El ex presidente le respondió con naturalidad:
Mire, no tanto que los enderezaron a posteriori, sino en el camino, usando los otros elementos tradicionales del pri de llevar a los votantes, de inflar la votación en casillas sin representación de los otros partidos.
Pero La herencia no tenía el propósito de estudiar la elección de 1988 o, de hecho, ninguna de las elecciones del periodo que abarca el libro. En las entrevistas y en los ensayos de cada una de las sucesiones presidenciales que fueron analizadas, el interés de Castañeda está enfocado a la selección del candidato oficial por parte del mandatario saliente, no a su destino en las urnas. ¿Por qué entonces meterse al Archivo General de la Nación a hurgar en las actas electorales de 1988? Y si decide hacerlo, ¿por qué sólo llevar a cabo una investigación “sumaria y apresurada”?
     Quizás porque, como en el resto del libro, Castañeda no se compromete y, en vez de ello, prefiere hablarle tanto a vencedores como a vencidos. Otra muestra de la manera en que rehúye sus propias conclusiones y le niega la posibilidad a sus fuentes de revelar nada definitivo es el ejercicio que realiza con apenas un centenar de actas (de un total de 55 mil) para sugerir que la magnitud del fraude revirtió el triunfo de Cárdenas. Castañeda detecta la similitud de firmas de los representantes de los partidos de oposición en cuatro actas del 7o. distrito de Guanajuato y en cuatro del primer distrito de Coahuila, con lo que cuestiona la legalidad de los resultados incluso en las casillas donde formalmente hubo representantes de la oposición (esto es, el universo de resultados llamado “limpio”). De una muestra minúscula infiere la posible alteración de las 30 mil actas del universo limpio. Con ello, pretende ir un paso más delante de la “premisa prácticamente consensual a estas alturas” de la existencia de un fraude, no para revertir el triunfo de Cárdenas, sino para abultar el margen de victoria de Salinas.
     Curiosamente, no quiere dar por concluido el debate sobre el resultado definitivo del 88, a pesar de que “los nuevos ingredientes” que obtiene en su estancia en el Archivo “tienden a respaldar la tesis del fraude electoral [y] la victoria de Cárdenas”. Prefiere señalar que si alguien —con voluntad y recursos— siguiera sus pasos “es perfectamente factible arribar a una conclusión definitiva y fundada de lo que aconteció durante aquel verano añorado y lejano de nuestro descontento”.
     Pero aun con voluntad y recursos, la búsqueda de la verdad en el resultado electoral de 1988 dependería de la existencia de los paquetes electorales; más precisamente, de las boletas. Las actas de escrutinio de cómputo no son suficientes porque seguramente fueron alteradas durante o después de la jornada electoral. Sin los paquetes electorales destruidos no se puede llegar a una conclusión definitiva sobre el tamaño del fraude.
     Por otra parte, la alteración informática de un número de actas en el plazo de una semana o diez días, como Castañeda describe, es técnicamente posible, de contarse con los recursos humanos y materiales suficientes. Al explorar esta posibilidad —y sugerir que dicho operativo se llevó a cabo— Castañeda siembra una duda muy grave. Pero no la lleva hasta sus últimas consecuencias, habiendo tenido la oportunidad de hacerlo en sus entrevistas con, entre otras personas, José Newman Valenzuela, director del Registro Nacional de Electores, Manuel Bartlett, secretario de Gobernación, o el equipo de campaña de Carlos Salinas.
     Lo escrito por Jorge Castañeda sugiere que quien debería estar más interesado en conocer el resultado electoral de 1988 es Cuauhtémoc Cárdenas. Los datos de las casillas que estaban fluyendo a la Secretaría de Gobernación antes de que se suspendiera la difusión de la información lo tenían en ventaja. Miguel de la Madrid reconoce que:
como a las siete de la noche [del 6 de julio] me avisó [Manuel Bartlett, secretario de Gobernación] que el D.F. estaba muy mal, que estaban mal el Estado de México y Michoacán. Entonces fue cuando dijo: “no puedo dar estas cifras porque estarían muy ladeadas, y aunque después sigan las cifras de otros estados donde creo nos vamos a recuperar, si damos desde un principio la tendencia a favor de Cuauhtémoc, después no nos van a creer”.
Pero, significativamente, Cárdenas es uno de los pocos protagonistas de 1988 que no fue entrevistado por Castañeda. Además de las conversaciones con Miguel de la Madrid y Carlos Salinas, Castañeda entrevista a Manuel Bartlett, Camacho Solís, Porfirio Muñoz Ledo y Jorge de la Vega Domínguez. En 1994, Jorge G. Castañeda le hizo a Cuauhtémoc Cárdenas una solicitud, que fue rechazada, para ser su coordinador de campaña. En vísperas del 2000, sólo le escribe una posdata. –

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