Longotoma

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Cuando Panchito contó que lo habían ascendido a subgerente, la Mayita, su madre, y su tía Juanita, la hermana menor de su madre, se lo comieron a besos.
     —Estamos orgullosas de ti —declaró, levantando la frente, la Juanita, que sabía adoptar un tono de solemnidad en las ocasiones que lo merecían, y su madre no dijo nada, por pudor, pero el brillo de sus ojos indicó que las palabras y sobre todo el ademán de su hermana la interpretaban de una manera perfecta.
     —Contigo —prosiguió la tía Juanita— vamos a recuperar todo lo que perdimos.
     —¡Dios te oiga! —exclamó su madre.
     —Hasta la última hectárea —sentenció la tía Juanita, con aire serio, con el mismo aire serio con que solía contar lo que le pronosticaban las adivinas—. ¡Hasta el ultimísimo metro cuadrado!
     La mujer de Panchito, Camila, llegó más tarde, casi a la hora de comida, y reaccionó, como de costumbre, con mucho menos entusiasmo.
     —¡Qué tipa más pesada! —rezongó la tía Juanita entre dientes—. ¡Qué poco estímulo recibe el pobre Pancho en su vida! —y pareció que la vida de Pancho era importante, y que no recibía el aplauso que merecía.
     Camila, claro está, sabía que el famoso ascenso, en plata, en el cheque de fin de mes, significaba poca cosa. Lo sabía mucho mejor que la tontona, la intrusa de la Juanita. Y estaba hasta la coronilla de pedirle ayuda a su padre para los doctores, para los zapatos de los niños, para los materiales escolares, que costaban fortunas, y los profesores no se cansaban de inventar nuevos embelecos, nuevas excursiones, ¡como era un colegio de niños ricos!
     —Ricos los demás —aclaraba la insoportable Camila—. Ustedes, no. Ustedes, pobres como la rata —y miraba a los niños, los hijos de ella y de Pancho, ¡el subgerente!, con cara de lástima. El papá de Camila era un abogado ricachón, y habría podido sostenerse, además, que era un padre más bien generoso, pero nunca metía su mano rechoncha, de dedos peludos, de uñas barnizadas, de anillo de oro y piedra verde, a la cartera, sin añadir alguna broma, alguna pesadez. Era el peaje que había que pagar. Era la carga que había que padecer.
     —Y ese marido tuyo —preguntaba, por ejemplo—, ¿es de totora?
     —Sí, papá —contestaba Camila, con aire de resignación, mientras seguía con la mano estirada—. De totora. De pura totora.
     —Tuvo mala suerte el pobre Panchito —se lamentaba, por su lado, la tía Juanita, cuyo marido propio se había hecho humo después de tres semanas de matrimonio, nadie sabía exactamente por qué, y el papá de Camila, mal hablado, groserote, alegaba que el marido de su hija era más huevón que los perros nuevos, y, encima de eso, creído, convencido de que tenía sangre azul, o poco menos.
     —¡Por supuesto! —vociferaba la tía Juanita, roja de convicción y de furia—. Los Valderrama llegamos a Lima a fines del siglo xvi, y traíamos escudos de armas, y blasones, y pergaminos de Castilla, y después, para ayudar en la guerra contra los indios araucanos, bajamos a Chile. Tu suegro, en cambio, con sus millones mal habidos, quién es: un don nadie, un siuticón, ¡un roto de pata rajada!
     —¡Vieja pelotuda! —respondía Camila, que no tenía pelos en la lengua, y la Mayita intervenía entonces para apaciguar los ánimos, para evitar que la sangre llegara al río.
     Junto con anunciar su ascenso, Pancho, a quien su tía Juanita y su madre insistían en llamar Panchito, a pesar de que ya había pasado de los cuarenta, pero lo hacían, sin duda, para diferenciarlo del otro Pancho, el tío abuelo apestoso, que había muerto hacía tiempo en su ley, podrido por dentro, informó que a la mañana siguiente visitaba la empresa el accionista principal, el dueño de más del sesenta por ciento de las acciones. Todos se preparaban con gran entusiasmo, como era natural, comentó, para recibirlo, y a él, por el hecho de haber ascendido a subgerente, le tocaría un papel destacado en la ceremonia.
     —Si no hubiera ascendido a tiempo —se preocupó de explicarles—, a lo más habría tenido ocasión de darle la mano, pero no habría participado en la Comisión de Pórtico, y jamás habría estado invitado al cóctel en la sala de la gerencia.
     —El aumento de sueldo —dijo Camila, que tenía, no cabía duda, una lengua áspera, forrada en papel de lija— te alcanzará para comprarte una camisa nueva.
     —¡Qué mujer más odiosa! —musitó Juanita, frunciendo los labios para beber un sorbo de vino rancio.
     La Mayita, con su reconocido buen carácter, hizo un llamado a la calma, un gesto con las palmas de las manos hacia abajo, parecido al que se hace para pedir que los autos disminuyan de velocidad. Porque la Juanita, su hermana, se aceleraba fácilmente, sobre todo si había tomado un par de pisco sauers antes del almuerzo, y si llegaba a enganchar con la Camila, ¡Dios nos libre! Ella, la Mayita, veía a su hermana tiesa como una estaca, con los ojos colorados y dos chapas rojas en las mejillas, y temblaba de susto. ¡La tempestad podía estallar en cualquier instante!
     —Lo curioso —afirmó Panchito— es que el accionista principal se llama Valderrama. A lo mejor es pariente nuestro.
     —Los Valderrama buenos son contados con los dedos de la mano —sentenció la tía Juanita, mirando de reojo, con franco desprecio, a Camila—. Tu famoso accionista principal debe de ser Valderrama por la mano izquierda.
     —Que te nombre gerente general —dijo su madre—. ¡Por cualquiera de las manos!
     Ellos eran Valderrama por la línea materna, por misiá Elvira, mamá de la Mayita y la Juanita, y abuela, por lo tanto, de Panchito. Misiá Elvira había muerto a fines de la década de los setenta, cuando la familia, con todos sus pergaminos y sus historias, llevaba siglos de vivir en la cuerera casi absoluta. Había tenido un solo hermano, Francisco Valderrama, el tristemente famoso tío Pancho, fallecido años atrás, en vísperas del gobierno de Allende, a pesar de que era bastante menor que ella. Valderrama de los buenos, sin la menor duda, pero un desastre, una piltrafa humana.
     —Es raro, mamá —dijo él—, que me hayas bautizado con su nombre. Es como si hubieras querido condenarme —y ella confesó que había sido una cuestión sentimental. El tío Pancho, antes de que él naciera, había sido tan simpático, y tan buen mozo. Pero cuando el lo conoció, ya tenía las facciones deformadas. El vicio se lo había tragado.
     Los recuerdos de Panchito eran más bien confusos, además de sombríos. Se acordaba de un rostro pálido, tirando a grueso, fofo, rasmillado, herido en diferentes partes, la mayoría de las veces con un ojo en tinta, con sectores de la piel morados y hasta verdosos. Una cara que subía las escaleras, cuando el ascensor del edificio estaba en pana, percance que se repetía con mayor frecuencia, acezando, cubierta la frente no por sudor sino por algo así como una pasta fría, una exudación seca. Recordaba esa cara, esa figura, en diversos momentos, pero siempre en una penumbra, en una caja de escalera con la ampolleta quemada, o en una pieza donde la ventana estaba abierta, porque había hecho más de treinta y cuatro grados de calor y ahora caía la tarde, el cielo tomaba un color anaranjado oscuro, y recordaba también unas manos gruesas, exangües, que temblaban, y una voz cascada que subía de inmediato a un estado de crispación, que protestaba con furia y exigía algo, a pesar de que no tenía derecho a exigir nada, ningún derecho. Su abuela, misiá Elvira, acababa de pronunciar un no rotundo, y el tío Pancho, hermano único de ella y administrado por ella, interdicto, se levantaba, “¡Ándate a la mierda, entonces!”, aullaba, ante el terror suyo, y parecía que la mano gruesa, lívida, tembleque, se iba a levantar y la iba a golpear, pero al final seguía en su sitio, sufriendo sacudones, descargas internas, y el tío Pancho emprendía, entonces, la retirada, moviendo las piernas con dificultad, chocando con los muebles en la luz del anochecer, mascullando. Aunque se hubiera farreado, aunque se hubiera tomado las dos terceras partes del fundo, discutía, agitando el índice frente a la sombra, había invertido el resto con muy buen ojo. ¡Nadie tenía derecho a decidir por él, a usurpar sus poderes, como si fuera un pobre baboso! En ese momento se golpeaba una rodilla contra el canto de una mesa y lanzaba un alarido. ¡Carajo!, aullaba, con su voz aguardentosa: ¡Chuchas!
     Él recordaba, en seguida, algo más: recordaba a un niño un poco mayor que él, más alto y corpulento, que miraba al suelo, mal vestido, y que esperaba largo rato junto a la puerta de calle, sin que lo hicieran entrar, a pesar de que era hijo del tío Pancho. Hijo, sí, susurraba la tía Juanita, un hijo tardío, que vendría a ser primo hermano de nosotras, pero… y hacía toda clase de gestos de duda. Llegaba siempre solo, sin su padre, y misiá Elvira, tía carnal de ese niño, le entregaba el cheque para pagar el colegio, o le daba plata para que se comprara un poco de ropa, en almacenes baratos.
     —Tiene un aire de familia inconfundible —comentó una vez, de buen humor, misiá Elvira—, pero ese remolino de pelo tieso en el occipucio debe de venirle por la madre, de la Araucanía profunda. De todas maneras —concluía—, va a ser regio de buenmozo.
     Eso sí, él sólo recordaba tres o cuatro de aquellas apariciones: el niño grandote, avergonzado, pegado al muro. Una vez divisó en la esquina a una mujer más bien gorda, que agarraba su cartera con las dos manos, y se imaginó que era la mamá del niño, que lo había acompañado hasta la puerta del edificio y que lo estaba esperando. Después, dos o tres años más tarde, el hijo del tío Pancho dejó de venir a la casa y nunca más se supo una palabra de él. Desde aquellos tiempos, desde que había visto al niño grandote, primo hermano de su madre y de su tía, pegado al muro, con cara de susto, con la nariz llena de mocos, habían sucedido demasiadas cosas.

Parecía una época sumergida. Debajo de los puentes del Mapocho había pasado mucha agua y mucho barro, mucha mercocha.

Largos años después de aquella visita brusca del tío Pancho a misiá Elvira y de aquel no rotundo, de aquel golpe en el canto de una mesa, seguido de un garabato que todavía recordaba, cuando ya había empezado a trabajar, había llegado en compañía de su madre, la Mayita, a la Clínica Santa María. Entraron a una habitación que tenía la puerta abierta y vieron al tío Pancho muerto, con un trapo amarrado a la cabeza para que no se le abriera la mandíbula. Una mezcla sanguinolenta, ¡otra pasta!, aunque mucho más oscura, casi negra, le salía por la comisura de los labios, como si la vida se le hubiera transformado en esa substancia sucia, esa escoria.
     —Botó el hígado por la boca —dijo la tía Juanita, que estaba de pie frente a la ventana, de espaldas al cerro San Cristóbal, y que era gran aficionada a los detalles médicos macabros.
     —¡Qué mujer más bruta! —exclamó misiá Elvira. Misiá Elvira estaba sentada junto a la cabecera de su hermano difunto, con las manos nudosas (se le habían llenado de nudos y de manchas en los últimos tiempos) apoyadas en un bastón, y miraba el muro, pensativa, calculando, quizás, que a ella le faltaba poco.
     El anuncio a las mujeres de la familia del ascenso a subgerente tuvo lugar un miércoles en la tarde, al regreso de Panchito de la oficina, a una hora en que la oscuridad del otoño ya había caído sobre Santiago. La muy preparada visita a la empresa del accionista principal estaba programada para el día siguiente, jueves. La mañana de aquel jueves fue helada, de pleno invierno, y Panchito, conocido en la firma como Francisco Tudela Gómez o como Pancho Tudela, se puso su pesado y algo deshilachado abrigo, una compra de hacía seis años, y bajó con cinco minutos de anticipación, en su condición de miembro de la Comisión de Pórtico, a la puerta de calle. Comprobó con cierta molestia que los demás miembros de la Comisión de Pórtico, así bautizada por el gerente general, hombre aficionado a las planificaciones meticulosas y a los anuncios pomposos, no se habían puesto sus abrigos respectivos, detalle que les daba un aire más juvenil, menos ingenuo y empaquetado que el suyo. Pensó en subir de una carrera y dejar el molesto y poco agraciado sobretodo en el colgador de su despacho, pero habría sido mucho más grave, sin la menor duda, no estar en el lugar que le correspondía cuando el accionista principal hiciera su entrada.
     —¡Hace frío! —exclamó, golpeándose las manos, y los demás componentes de la Comisión lo miraron de reojo, con expresiones de sorna.
     Si no hubiéramos perdido Longotoma, pensó Panchito, otro gallo nos cantaría, pero qué se sacaba con lamentarse por la leche derramada. La Mayita, su madre, había declarado hacía muchos años que no toleraba que mencionaran en su presencia la palabra Longotoma. ¡La sola palabra! No probaba una gota de alcohol, quizás porque había quedado vacunada con el espectáculo de tantos desastres, y no intervenía en conversaciones que podríamos llamar conjeturales. Él, en cambio, así como la tía Juanita, solía enredarse en alegaciones y en suposiciones inútiles, y volvía, a medianoche, cuando los programas de la televisión se habían terminado, a darle vueltas a la manivela. Lo extraño, lo enervante, era que el tío Pancho, en medio de su niebla, todo moreteado y malherido, hubiera tenido el buen ojo de vender antes de la Reforma Agraria. Contaban que se había bebido el equivalente de unas trescientas hectáreas, que el almacenero de la plaza principal de Longotoma se había hecho rico a costa suya, pero había colocado unas platas que le habían sobrado con la mayor astucia de este mundo.
     —¡Qué injusticia! —había chillado una noche, en sus últimos años de vida, con la voz cascada, misiá Elvira, mesándose los cabellos.
     —Era el más inteligente de la familia, ¡curado y todo! —había dicho la Juanita, a sabiendas de que ese comentario era el que más dolía.
     Ese jueves en la mañana, durante la espera en la Comisión de Pórtico, el detalle del abrigo le había despertado estas memorias molestas, pero quizás no fuera para tanto. Alguien señaló con un gesto hacia una de las esquinas, y vieron que un largo Mercedes Benz de color azul oscuro avanzaba, raudo, en dirección a ellos, y se detenía en medio de un silencio casi sobrenatural. La puerta de atrás se abrió antes de que el chofer alcanzara a bajarse y saltó a la vereda un hombre más bien alto, pocos años mayor que Panchito, de cara ancha, atlético, vestido con un impecable traje gris cruzado y que parecía reírse del frío, de las comisiones de pórtico, de los apestados que usaban abrigo y camiseta, de todo aquello. Él comprendió que sus compañeros conocían de antemano al personaje y le habían ocultado la información, felices de propinarle una primera zancadilla en las alturas a las que acababa de ser encumbrado. ¡Pobre tía Juanita!, se dijo, y no se dijo, quizás por qué, porque los veía, a lo mejor, en otro casillero, pobre Camila, pobres niños, pobre él mismo.
     —Es el nuevo subgerente —dijo uno de los comisionados, cuando le tocó el turno de los saludos, y agregó su nombre completo.
     —¡Ah! —dijo el accionista principal— ¡Mucho gusto! —con una sonrisa amable, y él, tontamente ruborizado, murmuró una salutación excesiva y confusa.
     El gerente general bajó corriendo al primer piso, deshecho en sonrisas, consciente de que trotar por las escaleras formaba parte de la atmósfera de aquella jornada, más que eso, de su necesidad, y el grupo se puso a recorrer los galpones de fabricación a paso de marcha. Panchito alcanzaba a ver, desde la última fila, que el accionista principal hacía una que otra pregunta; husmeaba con fingida curiosidad en los tarros de pintura; observaba con supuesta atención los productos químicos, a pesar de que no sabía, le habían dicho a él, una sola palabra de química, de lo único que sabía era de hacer buenos negocios; tocaba con un dedo las cintas transportadoras, como para juzgar su solidez, y les daba la mano, sobre todo, con afabilidad, con una mirada directa a los ojos, a las obreras y a los obreros. De cuando en cuando se acercaba a alguien y le preguntaba por la familia, por la señora, por los niños. Notable, pensaba él, teniendo en cuenta que el personaje era dueño de docenas de empresas, y se preparaba para contarle todo a su madre, a la Juanita, a la Camila, con lujo de detalles. Ya se había sacado el fastidioso abrigo y había conseguido colocarlo en un perchero, a la entrada de uno de los baños del sector de producción. Lo único que falta es que me lo roben, murmuró, pero se suponía que en un día así no habría robos. En todo caso, el bochorno del primer momento había pasado.
     El accionista principal atravesó después por el sector de las oficinas, con el mismo paso de marcha, seguido por el gerente general y por los miembros más conspicuos de la Comisión de Pórtico. Reconocía a uno que otro empleado antiguo, se detenía, lo saludaba por su nombre y hasta le daba unas palmadas amables en el antebrazo. A mí, se decía él, en su próxima visita, ya podría empezar a reconocerme, y se propuso salir del último lugar del pelotón y hacerse notar de algún modo en la sala de la gerencia, quizás informarle, pero siempre que la cosa cayera por su propio peso, que él también se llamaba Valderrama por el lado de su abuela materna. Con su traje de corte impecable, con sus espaldas fornidas, el personaje cruzaba en ese instante el umbral de la gerencia, esa línea demarcatoria que alcanzaba caracteres míticos para todos los que figuraban en las hojas de pago, y él tuvo, en ese momento preciso, una intuición súbita, absolutamente clara e irrebatible, que le cayó como un rayo y lo dejó paralizado, mudo, con las manos y las piernas de lana. ¡Era la misma espalda de su tío Pancho cuando bajaba, gruñendo, exasperado por la dureza de piedra de su hermana Elvira, su abuela materna, por la caja de la escalera sucia, semioscura, llena de rayas, de dibujos obscenos, de una que otra palabrota! No cabía ni la más mínima duda. La de su tío Pancho, claro está, era una espalda vencida, desvencijada, cubierta por una chaqueta brillosa, con los pelos de la nuca mal cortados, con huellas de caspa, pero idéntica a la del personaje de esa mañana, con un aire, con una especie de curvatura, con un perfil inconfundibles.
     Cuando al fin le tocó cruzar a él la línea de demarcación, con paso lento, medio atontado, el corazón le latía con tanta fuerza, que si el mismísimo accionista principal le hubiera hecho cualquier pregunta, por sencilla que fuera, habría sido incapaz de contestarle. Decidió arrebatar un pisco sauer de una bandeja cercana y bebérselo de un trago. Se sintió bastante mejor, pero tuvo miedo de que el corazón se le saliera por la boca. ¿Cuántas hectáreas le habrán sobrado a mi tío Pancho, se preguntó, después de haberse tomado las primeras trescientas?, y no sabía si admiraba, si sentía el mismo asombro, la misma fascinación, frente a su tío abuelo o frente al fabuloso primo de su mamá y de la Juanita. La mañana adquiría una aureola, una magia, y él no entendía cómo el alcohol, el exceso, la mugre de su tío Pancho, que una vez había llegado con los pantalones rotos en las rodillas, podían conducir a situaciones de esa clase, a espacios decididamente superiores. Y uno, dijo en voz alta, a palos con el águila. Bebió un segundo pisco y se sintió más tranquilo, aun cuando los ojos se le nublaron. Escogió el tercero en una bandeja repleta, calculando que le daría el plus de confianza, como había escuchado decir una vez, que todavía le faltaba, y mordió un bonito canapé de langostinos.

No se tratan nada de mal en la sala de la gerencia, más allá de la línea invisible. El aumento de sueldo que había conseguido podía ser poco, pero había cambiado de pelo, de status, y eso era, en el fondo, lo único que contaba. Bebió, entonces, la mitad de un whisky, y se abrió camino con energía, sin vacilaciones, vaso en mano, en dirección al grupo que rodeaba al accionista principal y al gerente general. Descubrió que el accionista principal, desde adentro del círculo, a través del claro que dejaba un par de cabezas, lo miraba de reojo, y creyó percibir un vago llamado, un signo de aliento. El alto personaje tenía en la mano nerviosa, poderosa, de venas hinchadas, un sólido vaso de agua mineral con gas y con un par de cubos de hielo. Esa gente, se dijo Panchito, en esas alturas, no se molestaba en llevar abrigo. Siempre pasaba de un Mercedes calefaccionado a un recinto de lujo, y terminaba la jornada frente a una chimenea esplendorosa, crepitante, cerca de una mujer espléndida vestida de pantera. Tampoco podían permitirse, pensó, quemar ni una sola neurona en alcoholes de ninguna clase, por muy escogida que fuera. Su divisa era el rigor obstinado, la vigilancia perpetua, y sus noches eran el reposo de los grandes vencedores. Abrumado, Panchito hizo, en ese instante, un gesto muy raro con la boca, como si le costara un triunfo sacar el habla, y pareció que iba a reventar el vaso de whisky debido a la crispación de su mano izquierda. De todos modos, con algunos tropiezos, después de asomar su cabeza acalorada entre dos hombros, consiguió articular las siguientes palabras:

     —¿Usted, señor, es hijo de uno de los Valderrama Montes?
     —Soy hijo del único hombre de los Valderrama Montes, de Francisco.
     —Entonces, señor —dijo él, con una sonrisa tan forzada, tan difícil, que parecía un gesto de dolor, y mientras el corazón le daba golpes—, somos parientes muy cercanos. Porque yo soy nieto de misiá Elvira Valderrama Montes, hijo de la Mayita, la mayor de las Gómez Valderrama.
     —Ya lo sabía —dijo el accionista principal.
     Él se quedó boquiabierto. No supo si el accionista principal había dicho lo que había dicho con verdadera calma, o si lo había dicho con rabia contenida, con espíritu vengativo. Fuera como fuera, quedó impresionado, tembloroso, con miedo de caerse desmayado. Se acordaba del niño detrás de la puerta, con el cuello de la camisa carcomido, mirando al suelo, y tenía una sensación de impotencia, de perplejidad abrumadora. Sentía que estaba obligado a dar explicaciones de alguna clase, pero comprendía al mismo tiempo que la idea era totalmente absurda, que no había explicación posible. A todo esto, era notorio que el accionista principal, sin prestarle a él la menor atención, ¿por venganza, por desprecio?, permitía que lo adularan, que le cambiaran el vaso de agua con ademanes serviles. Habría sido muy capaz de mandarlo a él a comprar cigarrillos al almacén de la esquina, ¡y él habría obedecido!
     —¿Un poco más de hielo? —le preguntó uno de los gerentes.
     —Por favor —dijo el accionista principal, y lo dijo con amabilidad, agradeciendo la deferencia, pero consciente de que sus asalariados no podían actuar de ningún otro modo. ¡Cómo sería estar enfundado en ese traje, se dijo él, adentro de ese pellejo, con el estado de situación ese!
     Él, pues, clavado en su sitio, miraba, de reojo, pero fascinado, la renovación del agua mineral con gas, la de los cubos de hielo, y esperaba. Pero el personaje no cesó de darle la espalda, la fornida y reconocible espalda, igual, en efecto, a la de su tío, el apestoso hermano menor de su abuela, y continuó su conversación con el gerente general.
     ¡Qué imbécil soy!, se decía él. Cómo se me pudo ocurrir que no sabía, cuando a estos tipos los informan de todo. Decidió bajar a rescatar su abrigo, ya que había quedado descolocado, en un hueco vacío de la sala de la gerencia. Lo hizo a pie, por la escalera, con pasos que vacilaban. Pensaba de nuevo en la cara pálida, fofa, llena de moretones y rasmilladuras, sumida en tinieblas pavorosas. Tenía ganas de llorar de humillación, pero aguantaba con firmeza. Y nosotros, se decía, que le habíamos perdido la pista al hijo, los muy huevonsones. El otro había salido de un salto de aquellas tinieblas y se había colocado en otra parte, en una zona de poderes, de resplandores acerados. ¡Con razón perdimos el fundo!, se dijo, y se golpeó las manos con ira.
     El abrigo, bolsudo y deshilachado, con un bolsillo descosido, colgaba todavía en su sitio. Él se disponía a devolverlo a su oficina, pensando que habría tiempo para zamparse otro whisky en la gerencia, cuando se abrió la puerta del ascensor y el accionista principal, el hijo de su tío Pancho, salió al vestíbulo. El personaje lo vio, le dio la mano, como si la frialdad de hace un rato sólo hubiera sido un gesto, una indicación a la familia, a la historia privada, y le preguntó en voz alta, frente a todos:
     —¿Cómo está la Mayita?
     Él, a punto de reventar de satisfacción, con la sangre agolpada en la piel de la cara, de un color parecido al de una berenjena, le contestó que estaba muy bien. Esperó alguna otra pregunta, embobado, pero el gran personaje ya cruzaba la vereda con paso aéreo, entraba al asiento trasero de su Mercedes Benz azul y emprendía el camino a las otras entrevistas y ceremonias del día.
     En qué alturas se moverá, pensó Panchito, en qué aires enrarecidos. Se dijo que él, en aquellos pináculos, ¡para qué estábamos con cuentos!, sufriría de mareos, perdería la respiración. Hasta el uso de la palabra perdería, puesto que era, se dijo, pensando en teleseries norteamericanas, un perdedor perfecto. Después de tantos años, al fin y al cabo, la rama suya de la familia, junto con las tierras, había perdido hasta la costumbre.
     ¡Longotoma!, suspiró. Los ojos se le nublaron, y le pareció escuchar la voz ordinaria y odiosa de su mujer, Camila, con acumuladas reservas, con silbidos sibilinos: ¡Por pajarones! ¡Por huevones! ¡Por infelices!
     Él se dijo después que la tía Juanita, cuando le contara el increíble encuentro, se iba a caer de poto. ¡Qué imbéciles fuimos!, repitió, introduciendo una ligera variante en la exclamación. La tía Juanita, que estaba sentada en el salón mirando la tele y bebiendo un sorbito de pisco puro, escuchó su relato, en un comienzo con la más absoluta incredulidad, y pidió varias veces que le repitiera las cosas. En seguida lanzó alaridos, dijo y reiteró que el accionista principal era primo hermano suyo legítimo, por los cuatro costados, y cuando empezó a reponerse de la sorpresa, agregó que se llamaba Juan Francisco, que era Valderrama no sabía cuánto, y que él, sin duda, porque todos los Valderrama tenían un gran espíritu de familia, aunque no se les notara, había dado la orden de que lo ascendieran.
     —¡Así! —exclamó, haciendo chasquear los dedos—: ¡De un solo paraguazo!
     —No se me había ocurrido —dijo él—, pero es lo más probable. Porque en esa empresa, la verdad, por mérito no asciende nadie.
     —Y tú, menos —dijo Camila, con su lengua de ácido puro.
     —¡Qué yegua! —suspiró la tía Juanita, sofocada, y anunció que ahora, cuando se sabía que su primo hermano, el hijo del pobre tío Pancho, era el dueño de todo, Camila y el ordinario de su padre tendrían que tener mucho cuidadito.
     —Ven ustedes —intervino la Mayita—. Yo siempre dije que el tío Pancho, a pesar de lo curado, era un lince.
     —No, mija —rectificó la tía Juanita, sobradora—. Eso lo decía yo. Mientras ustedes trataban a ese pobre niño como si fuera una basura, un rotito de la calle.
     —Yo lo trataba muy bien —insistió la Mayita—. Mientras ustedes le golpeaban la puerta en las narices, al pobre, yo lo hacía pasar, lo hacía sentarse en el salón, hasta le ofrecía galletas.
     —¡Pobre niño! —remedó Panchito, que hasta se había olvidado de su ascenso a la subgerencia. Había continuado bebiendo toda la tarde, saliendo al café de la esquina a servirse una pílsener, y a esas alturas del anochecer estaba con la lengua bastante trabada—. Si hubieran visto hoy al gerente general de mi firma, corriendo detrás de él con la lengua afuera… ¡Y si hubieran visto el Mercedes de dos kilómetros de largo!
     Lo dijo, y se quedó con la boca abierta, con el oído atento a vagas músicas celestiales, olvidado de su frustración de hacía unas pocas horas, porque era un espíritu acomodaticio, incapaz de grandes odios, a diferencia de Camila, y ahora, mientras fijaba los ojos en el vacío, se hacía el firme propósito de colaborar desde la subgerencia de su empresa, con toda su alma, en la defensa de los intereses de su poderoso pariente.
     —Dame un poco de pisco —le pidió a su tía Juanita.
     —No tomes tanto —dijo ella.
     Él bebió un vaso grande, entero, con los ojos cerrados, y después sintió que era incapaz de hablar y hasta de caminar.
     —El tío Pancho bebía como un loco —dijo Juanita, con cierta solemnidad, con algo parecido al orgullo—, pero tenía algo adentro de la cabeza. Y su hijo, al que despreciábamos tanto, lo heredó. ¡No es el caso tuyo!
     —¡Es lo que yo digo! —chilló, desde el corredor oscuro, Camila.
     Por una vez, ella y la tía Juanita se habían puesto de acuerdo. ¡En contra suya! Mientras la sombra golpeada, atormentada, con las espaldas en ruinas, del viejo tío Pancho, pasaba por el fondo de aquel corredor. Él no atinó más que a beberse otro vaso entero de pisco puro. Y Camila lo tuvo que despertar a las siete de la mañana siguiente, para que fuera a hacerse cargo con el cuerpo estropeado, con temblores en las manos y en los músculos de la cara, de la subgerencia famosa. –Santiago, febrero de 1999.

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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