¿Por qué la envidia es vergonzosa? Una persona puede alardear de lujurioso o enojón, pero no de envidioso. Cuando sentimos de pronto, pum, una punzada de envidia, de inmediato nos arrepentimos de sentirla. No debería sentir esto, nos decimos, es mezquino, bajo, indigno de mí. Y simulamos ante los demás no haber sentido nada, fingimos que la punzada no estuvo ahí y con leve esfuerzo cobramos compostura y mentimos: “qué bueno que a Mangada le dieron el premio y que se va a vivir un año a París”, pero la impostura es inútil, el malestar sigue ahí y, pum, la inconfesable punzada envidiosa vuelve a sentirse.
También sentimos, sin embargo, que la emoción es insustancial. Una breve y transitoria alteración sin consecuencias, un accidentillo banal del acuerdo básico de nosotros con nosotros mismos que nos caracteriza, parvedad de materia, como dice la teología moral.
Pero ¿es cierto que es insustancial? Hay quien dice que no. Tal vez esa punzada fue una fisura por donde se asomó, por un momento, el diablo; un microsegundo, pero de maldad repentina y pura en el tejido de la emoción. Y puede tener consecuencias, cómo no. Santo Tomás, por ejemplo, hace la inquietante afirmación de que el odio profundo nace siempre de la envidia. Y nadie va a decir que el odio es insustancial o tiene parvedad de materia.
Pero ¿qué es la envidia? Indaguemos, tal vez logremos, no sólo entender la emoción, sino hallar una suerte de interferón conceptual que nos permita bloquear la virulencia de este virus que a todos ataca de cuando en cuando. La teología moral escolástica, siguiendo a Aristóteles, da la definición canónica: “envidia es una especie de tristeza del bien ajeno”, y añade “que se considera como un mal para nosotros, en cuanto rebaja nuestra gloria y excelencia”. Es pecado grave, a no ser por parvedad de materia o por imperfección del acto. La malicia de este pecado está en que se opone a la caridad, entendida como gozo espiritual por el bien del prójimo.
En la envidia el bien del prójimo se vuelve contra nosotros, nos rebaja, es decir, no nos afecta tanto por el otro como por nosotros. Y en esto mismo se distingue del odio porque “éste desea al prójimo un mal o se entristece del bien del prójimo en cuanto bien del prójimo, mientras que la envidia considera el bien del prójimo como un mal para sí”. Dice Santo Tomás: “nada impide que una cosa provenga de diversas causas según diversos conceptos, y así el odio puede originarse ya de la ira, ya de la envidia: pero proviene más directamente de la envidia, porque el bien mismo del prójimo nos entristece, y por lo tanto se nos hace odiable”, dado que tendemos a amar lo que nos deleita y odiar lo que nos entristece:
[Pero] por la ira deseamos el mal del prójimo en cierta medida, es decir, bajo el concepto de venganza; mas, por la continuidad de la envidia llega el hombre a desear en absoluto el mal del prójimo. […] Resulta pues claramente que el odio es causado formalmente por la envidia según la naturaleza del objeto, y por la ira sólo dispositivamente.
Es decir, el odio que viene de la ira es reacción a la ofensa recibida y proporcional a ella, mientras que el que viene de la envidia se origina en la persona odiosa misma y, como no es proporcional, puede hacerse absoluto. Podríamos decir, el odio que nace de la ira es operativo y se sacia con la venganza (que tiene la medida de la ofensa); el odio que nace de la envidia no es operativo y sólo se sacia con la destrucción del odiado porque es su mera existencia lo que lo despierta.
Todavía no está claro. Supongo que queremos saber cómo la envidia que es pequeña y baja se transforma en odio que es grande y arrogante. Si esto queremos, estamos presuponiendo un mecanismo psicológico mediante el cual la envidia crece y se transforma en odio. Pero Santo Tomás no está diciendo eso. El Aquinate no dice “primero hay envidia, luego ésta crece y se convierte en odio”. No hay un mecanismo de transformación de una pasión en otra. Lo que hay es mezcolanza extraña, contraintuitiva, paradójica: ¿cómo puede ser que si X odia a Y al mismo tiempo lo envidie?, ¿es cierto que cuando siento odio por Mangada, siento al mismo tiempo envidia por él? Y, en general, ¿cómo puede ser la envidia ingrediente del odio?
Estas preguntas están clamando a gritos que necesitamos entender mejor qué es la envidia. El libro 11 de la Retórica de Aristóteles incluye un pequeño tratado sobre las pasiones. Es magistral. Ahí figura un ensayo sobre la envidia que nos reserva sorpresas. La primera es que el Filósofo examina la envidia no aislada, sino en relación con otras emociones que son sus hermanas gemelas, pero de distinto signo, porque éstas son, no delincuenciales y vergonzosas, como la envidia, sino tan adecuadas y positivas que hasta a los dioses se las atribuimos. ¿Cuáles pueden ser estas emociones?
Se trata de la compasión, por un lado, y la indignación, por otro. No es la menor lucidez de Aristóteles situar la envidia en su familia de emociones. Dice el Filósofo:
[…] al hecho de sentir compasión se opone principalmente lo que se llama sentir indignación. En efecto, al pesar que se experimenta por las desgracias inmerecidas (compasión) se opone —de algún modo y procediendo del mismo talante— el pesar que se produce por los éxitos inmerecidos (indignación). Y ambas pasiones son propias de un talante honesto, ya que tan adecuado es entristecerse y sentir compasión por los que sufren un mal sin merecerlo, como indignarse contra los que son inmerecidamente felices.
Obsérvese que, aunque la indignación es emoción ordinaria y la sentimos de cuando en cuando, no la solemos enfocar con claridad ni le damos su nombre y lugar (no la enumeraríamos, por ejemplo, entre las grandes pasiones humanas). Pero esta noción es central en la moral y el arte griegos. En griego se dice némesis. Los trágicos la elevan a orden cósmico: un delicado equilibrio mantiene el orden de las cosas y toda desmesura o arrogancia puede ser castigada, así que es peligroso tener más de lo que uno merece porque, como dice el maestro, “es injusto lo que tiene lugar contra lo merecido”, y los dioses pueden, con brusquedad trágica, poner las cosas en su lugar. Y ya sabemos que tenían la mano pesada.
¿Y la envidia? Dice Aristóteles:
[…] con todo, podría parecer que también la envidia se opone a la compasión de esta misma manera, suponiéndola muy próxima y de la misma naturaleza que la indignación, y, sin embargo, es lo contrario; porque la envidia es un pesar turbador y que concierne al éxito, pero no del que no lo merece, sino del que es nuestro igual o semejante.
Así pues, la envidia es indignación deforme, desviada, inmotivada, injusta. Esto es nuevo, y de fina psicología. ¿Dónde se desvía? “Cómo es posible que Mangada tenga X”, digo indignado, pero mi indignación viene, no de que Mangada no lo merezca, sino, simplemente, de que yo no tengo ese X.
Y esa no es sólo buena razón para indignarse, sino es razón extraña. Aquí estamos en el corazón de la envidia. ¿Qué supone que me indigne porque Mangada fue reconocido y yo no? Supone la creencia de que el reconocimiento es una especie de energía, en el sentido de que se gasta. Si esa energía se emplea en Mangada, ya no queda nada para mí. Pero yo también creo merecer el reconocimiento, por tanto, me siento despojado. Sin embargo, la creencia es falsa, los reconocimientos no se gastan, luego, no he sido despojado. La envidia nace de una interpretación equivocada, ilusoria, y, por eso, la pasión es vana. Esta versión de la envidia puede ser terapéutica: si se elimina la creencia en el despojo, la emoción debiera, automáticamente, desaparecer.
La ilusión de despojo traslada el origen de la pasión a la familia nuclear. Se ha dicho que esta emoción en su origen es el conflicto de los hijos por la predilección de los padres. Pero no puede ser, porque quedarían fuera los hijos únicos (que suelen ser muy envidiosos). Podemos decir, en cambio, que la envidia proviene más bien de una tendencia a exagerar el valor que concedemos a la opinión que de nosotros tenían nuestros padres (sin mediación de los hermanos). Esta tendencia derivaría de la duda acerca de la opinión que les merecíamos. Y como la duda esta ahí clavada, y es importante para nosotros, entonces, tendemos a reproducir esa situación de reconocimiento por todas partes, ya sin relación con la duda original.
Pero dejemos la exploración psicológica, el terreno es demasiado incierto, vulgarón y jabonoso. Aristóteles afirma que el adulto suele sentir envidia. Oigámoslo hablar:
[…] la envidia consiste en cierto pesar relativo a nuestros iguales por su manifiesto éxito en los bienes citados, y no con el fin de obtener uno algún provecho, sino a causa de aquéllos mismos. En consecuencia se sentirá envidia de quienes son nuestros iguales o así aparecen. […] También son envidiosos los que poco les falta para tenerlo todo ya que piensan que todos quieren arrebatarles lo que es suyo.
Porque, claro, un mínimo de ambición y autoapreciación positiva es requisito para sentir envidia. La envidia empareja las fuerzas, porque, como dice el maestro, “envidiamos a quienes nos son próximos en el tiempo, lugar, edad y fama”.
Quedan asuntos por precisar, por ejemplo, ¿cómo la envidia se transforma en odio? Ya no hay espacio para responderla, pero podemos marcar ciertas condiciones y que quien se interese piense por su cuenta. La línea es esta: todo odio nace de la injusticia del odiado, porque no hay odio sin cólera (el odio es cólera duradera y bien enfocada), y la cólera sólo puede ser suscitada por la percepción de la injusticia. La envidia, pasión extraña, nos apesadumbra sin percepción de injusticia. Para que la envidia se convierta en odio es preciso que se cruce o aparee con ella la cólera, y por tanto, cierta percepción de injusticia. La pregunta es, entonces, ¿qué condiciones se precisan para que la envidia se haga colérica? Si la respondes, contestas la pregunta inicial. –
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.