Letras Libres me solicita unas cuartillas de mi diario político. Y la pregunta es inevitable: ¿tiene caso el “diario político” de un espectador? En México sólo lo ha intentado y muy agradeciblemente, Alfonso Taracena, que siguió a diario y por décadas las circunstancias de un país sometido y (mal) educado por el pnr/prm/pri. Pero Taracena fue excepcional por su disciplina y su magnífico encono antiautoritario,
y entre los pocos que han intentado la experiencia, lo común ha sido convertirla en bazar de asombros, enojos inútiles, anotaciones exasperadas. Las desventajas son abrumadoras y las compensaciones a largo plazo. En esta materia del recuento de daños, perjuicios e improbables ganancias democráticas, ¿cuántos podrían decir como el Edouard de Los monederos falsos de Gide: “(El diario) es el espejo que pasea conmigo. Nada de lo que sucede adquiere para mí existencia real hasta que no lo veo reflejado allí”.
Para mi fortuna y para la de casi todos, la vida personal es mucho más, y si se quiere, mucho menos que la vida política. La cacería y la retención del poder nos afectan en demasía, pero nuestra capacidad de influir en los acontecimientos ha sido hasta ahora mínima, a menos que consideremos factores de cambio al resentimiento y la resignación. Si la falta de poder no necesariamente corrompe, sí aburre, fastidia, llama a convertir la observación en suplicio o cinismo. En lo que a mí toca, debo admitirlo: la lectura de diarios y revistas y el sinfín de conversaciones, me lleva casi siempre a conclusiones pesimistas que involucran a gobiernos, partidos, y esa materia prima del electorado, la condición humana.
Antes se decía: “En México no pasa nada hasta que pasa”. Hoy se podría afirmar: “En México pasa de todo hasta que percibimos que a fin de cuentas nada pasa”. Nada pasa, salvo la desesperación, la corrupción, el narcotráfico, la violencia múltiple, la inseguridad, la incompetencia extrema, las vidas gastadas, las epidemias sin atención debida. Todo se mueve hacia el desastre pero el desastre es, según las clases dominantes, una misteriosa forma de la quietud.
Entrego unos fragmentos de mi diario político.
Me asomo al Palacio Legislativo a constituirme en testigo de honor de la votación sobre Fobaproa, la gran causa con la que se asociará siempre al gobierno de Ernesto Zedillo. Saludo a conocidos, capto la tensión atmosférica (y lo hago con gran precisión, porque todos aseguran estar muy tensos), y a la media hora me retiro. Es por demás, la coalición gobernante PRI-PAN ha despojado al acto de la intensidad genuina. Si la conciencia de culpa pertenece a la teología, aquí lo dominante es la teología, no la política. Anoto mi resumen: nadie quiere votar por Fobaproa, porque la deuda hunde a México; la mayoría votará por Fobaproa para salvar a México. Quién lo duda: sin exaltar las contradicciones no tiene sentido hacer política.
Al llegar a casa traduzco mis impresiones camarales. (De cómo la autocrítica nubla la visión.) Todos los presentes posan ante la cámara de la Historia, entidad cuyo fin muchísimos anhelan. (En eso creen: si la Historia prosigue, los condena sin remedio.) Intento otra vez, a sabiendas de que el proyecto me desborda, un bosquejo de crónica del Fobaproa.
Virtuoso de suyo, el gobierno de Ernesto Zedillo no cae en la tentación de cometer aciertos en zonas diversas: por ejemplo, la comunicación social, el conflicto de Chiapas, la economía que no tuvo la fortuna de ser macro, el campo, la defensa de los ecosistemas, la seguridad pública y el manejo de su imagen. En economía, por ejemplo, el régimen se presentó en sociedad con la caída de diciembre de 1994, que sepultó el bienestar para su familia, devaluó groseramente el peso, auspició la fuga de capitales, pulverizó el ingreso y, oh dolencias del capitalismo, derrumbó a la Banca, veraz y profusamente inepta, técnicamente quebrada (bancos en la fosa, banqueros en sus residencias de diez estrellas).
Ni modo de permitir el hundimiento. Ningún gobierno lo haría, y menos uno que con republicana arrogancia, seguro de traer en el hombro y sujetos con cadena a los 17 millones de votos de 1994, contrae la macrodeuda por su minicuenta. Zedillo y sus financial wizards le imprimen rumbos nuevos a Fobaproa, un fideicomiso dedicado a proteger módicamente el ahorro, usándolo para capitalizar los bancos. Durante un tiempo, Fobaproa pasa inadvertido y, por lo mismo, el gobierno se convence de su astucia suprema. Ningún banquero salta del piso 39 de edificio alguno, surge el Barzón, con todo y strip-tease en algunos templos financieros, y en pleno vuelo de autoridad moral, los banqueros regañan a los deudores. Según han detallado los especialistas y la excelente Carta de Política Mexicana, el Programa de Capitalización y Compra de Cartera le cede a los bancos privados capital del Estado (supuestamente público). Fobaproa, nuevo rico y buen samaritano en uno, se hace de “la cartera dudosa,” contra aumentos de capital por parte de las acciones y jubileo de jubileos del capitalismo salvaje, los bancos canjean generosamente los derechos de cobro de su cartera volatilizada por pagarés o “títulos de crédito” con el aval del gobierno de Zedillo. Negocio redondo: los banqueros ceden constancias del fracaso y el gobierno les devuelve billetes de la prosperidad tangible.
Acto seguido, una novela cómica de resultados bastante menos divertidos. Los aumentos de capital son los menos, la deidad de la desregulación regularizadora (la Comisión Nacional Bancaria y de Valores) procede como le da la gana, y su gana es más que ventajosa para los banqueros. Los compromisos de capitalización se reducen por lo común a ectoplasmas cedidos a regañadientes, y la falta de control estatal, partidista y social incrementa las fortunas de unos cuantos. Se acrecentan las torpezas al grado de que hay quienes aconsejan al sistema financiero: por su nombre sería bueno aclarar que todo este affair sólo se debe a la corrupción. Si hay capacidad nada está perdido. Para no ser acusados de chovinistas y tal vez atenuar en algo las expulsiones de malos no mexicanos de Chiapas, “el mayor subsidio fue para los bancos que en el proceso acabaron siendo adquiridos por instituciones extranjeras” (Luis Rubio).
En algún momento de 1998, Zedillo intenta pasar de soslayo a bendición parlamentaria a Fobaproa. Alguien se da cuenta y comienza la batalla legislativa. A marchas forzadas, la opinión pública toma clases de economía, y los resultados si no felices sí son esclarecedores. Para apenas vislumbrar el asunto, requiero de varias explicaciones, seguidas y simultáneas, pero las escasas certidumbres a mi alcance me hacen darle la razón entera al jurado que premió a Fobaproa como “el fraude del siglo” (el calificativo viene del Partido Acción Nacional y del Partido de la Revolución Democrática).
Y antes de apoyar al PRI con habilísima docilidad, los panistas, como recuerda la Carta de Política Mexicana, son también oposicionistas. En agosto de 1998, el diputado panista Fauzi Hamdam identifica como simple deuda pública a los pagarés por los montos de deuda, que el gobierno federal asume como “obligación solidaria”. Hamdam habla de “fraude a la Constitución” y ve en los 552 mil 300 millones de pesos en pasivos una “deuda nula en pleno derecho”.
Los altos funcionarios y sus voceros en los Medios rasgan las vestiduras ajenas. ¿Cómo dudar de la honorabilidad de la Secretaría de Hacienda y del Banco de México? Es tanto como atribuirle actitudes iconoclastas a Juan Diego. La Asociación de Banqueros de México pasea el perfil yuppie de su presidente, Carlos Gómez y Gómez, y advierte cuánto le urge a la nación asumir el legado de Fobaproa para que los descendientes de los ancestros no vaguen en paisajes desérticos buscando dónde invertir su dinero (o algo así). El presidente del PRD, Andrés Manuel López Obrador, divulga nombres de los grandes deudores. Hacienda pierde la paciencia histórica que le había tenido a los radicales, y el gobierno promete ir hasta el fondo contra la corrupción, “caiga quien caiga”. (Quienes caen pero de cansancio son los que aguardan la llegada de la justicia.) Hasta el día de hoy los únicos expulsados del Paraíso de la Banca son Jorge Lankenau, Ángel Isidoro Rodríguez el Divino y Carlos Cabal Peniche, el seráfico proveedor del PRI en las campañas electorales.
La votación se demora y los ánimos se encrespan. El PAN se encoleriza, su presidente Felipe Calderón manifiesta la “repugnancia” que les causaría votar junto al PRI, y ningún panista se recata al insistir en lo del “fraude del siglo.” (Y el Guinness que no registra tal hazaña.) El PAN mantiene una exigencia irrenunciable: los ceses de Guillermo Ortiz en el Banco de México y de Eduardo Fernández en la Comisión Nacional Bancaria y de Valores. Ni Galahad sería más vehemente: Por mi credo y por mi dama, la Señora Sociedad Civil. Sigo los debates con irritación extrema, y más que las interpretaciones, le toca a la información escueta agudizar mi rencor cívico. Fobaproa se me vuelve asunto personalísimo y al no poder referirme al despojo patrimonial de mis hijos (que no existen), me exalto hablando del despojo patrimonial de mis nietos. (Ni modo. ¿Cómo huir del lenguaje socialmente implantado?)
En los días anteriores a la votación en la Cámara de Diputados, el fatalismo me domina. No es posible una derrota del régimen. Fobaproa vencerá, y la nación ha de pagar en una forma y otra la incapacidad y la corrupción de un selecto grupo de funcionarios y banqueros. Los panistas juegan al autoengaño, y en esto su refinamiento es supremo. El 11 de diciembre, entre escenas de magno dramatismo que los periodistas han de filtrar sin que nadie los desmienta, se halla la cuadratura del círculo o la conversión de los casi 620 mil millones de pesos de deuda en alborozo nacional. La deuda no disminuye en lo substancial, pero el autoengaño es hilarante.
El PAN, sin repugnancia, se alinea con el PRI (con excepciones: un grupo pequeño de panistas y otro de priístas vota en contra porque no creen a la Historia concluida). Guillermo Ortiz y Eduardo Fernández retienen su puesto, las auditorías prometidas no aterran a nadie (“Y en aquellos días al romperse el gran sello, no se halló a nadie en la lista de pecadores sin remisión”), y surge, armado de pagos pendientes de la cabeza a los pies, como Palas Atenea del cerebro de Zeus, el Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (ipab), con 325 votos a favor y 159 en contra. El festejo es más tímido de lo que auguraba el triunfalismo de Zedillo. ¡Gana México! exclaman priístas y panistas, y para que nadie dude de tan diáfana proeza la recién nacida Ley para la Protección del Ahorro Bancario aloja entre sus obsequios al pueblo la apertura total del sistema bancario al capital extranjero. Nada comento porque en este diario político me prohibí los reflejos condicionados del nacionalismo.
Gana México en la figura del Poder Ejecutivo que, por su cuenta y nuestro riesgo, contrajo deuda pública sin autorización del Congreso. Gana México porque el “fraude a la Constitución”, señalado por los panistas, se transformó según aseguran (las pruebas respectivas llegarán por dhl) en “castigo a los culpables y solución integral”. Gana México porque el PAN dixit se rechazó el Fobaproa con el método valeroso de cambiarle de nombre (del seudónimo como desaparición de la identidad). Gana México porque, según los expertos, los pasivos del Fobaproa serán deuda pública (pero cuando mucho en 80%). Gana México porque la solución del PAN hará que se pague más, no menos, porque la deuda soberana, fórmula rechazada, no cuesta tanto como la deuda contraída oficialmente. Gana México porque se le evita el desdoro a Zedillo, Gurría y Ortiz, y se robustece la crisis por los próximos 30 años. ¿Y a qué sociedad no la fortalece el sacrifico?
Enero 2. Leo las notas sobre la celebración de los 40 años de la Revolución Cubana y la gloria del comandante Fidel Castro, la figura totémica, el aliado del Papa Juan Pablo II, el dictador más exitoso de la historia latinoamericana, exitoso no por su capacidad de gobierno, ciertamente ruinoso, sino por su habilidad para adueñarse de la representación absoluta de un país, industrializar la demagogia (“Cuba es el territorio libre de América”), ofrecer como logros inmarcesibles los sucesivos fracasos (las cifras de la zafra), y usar como absoluciones de su actitud totalitaria el bloqueo de los gobiernos norteamericanos, criminal sin duda, y la resistencia al saqueo de las transnacionales y la hegemonía yanqui. También se miente gracias a la verdad.
Reviso mi experiencia personal. En 1959 yo tenía 21 años de edad, estaba a punto de renunciar a mi no muy afortunada militancia partidaria, y no creía posible el cambio en la América Latina caracterizada por gobiernos ineptos y represivos, por Trujillo, Somoza, Stroessner… y, no tan sangriento, capaz de ajustarse a los cambios sexenales, mantenedor de mínimas libertades el PRI. Pese a mis distancias irrenunciables con el militarismo, mi fastidio ante la prepotencia de los cubanos que llegaban a México como salvadores de la identidad latinoamericana y mi horror ante los fusilamientos de La Habana, la Revolución me pareció una alternativa notable, precisamente por presentar al hecho subversivo como fuente de la modernidad.
Me resultaba casi imposible no apoyarla, era la causa de mis amigos, de los intelectuales latinoamericanos y del mundo.
Si no con estas palabras, si con este sentido, vi siempre en Fidel al representante terminal de una forma del machismo latinoamericano, y si no me emocionaron jamás sus maratones discursivos, sí le reconocía méritos, y comprendía el júbilo internacional ante sus pronunciamientos y actitudes. En México es multitudinario el recibimiento en 1961 a Osvaldo Dorticós (el presidente de Cuba que nunca presidió), en las manifestaciones Fidel hace las veces de toda la izquierda concebible (“Qué tiene Fidel/que los americanos no pueden con él”), el Che Guevara se vuelve icono, y la euforia minimiza o ignora los signos ominosos, la prohibición de todo aquello (libros, obras de teatro, documentales, textos sueltos, actitudes personales) que afecte el “buen nombre de la Revolución”, la promoción continua de la guerrilla y la consigna arrasadora del Che Guevara (“Crear dos, tres, muchos Vietnams”), y la frase exterminadora del comandante Castro en 1961, en una reunión con intelectuales: “Dentro de la revolución, todo, fuera de la revolución, nada”. Y en rigor sólo una persona en Cuba decide qué es estar dentro y qué es estar fuera.
En 1967 voy por vez primera a La Habana, como jurado del Premio Casa de las Américas. Allí me entero de la existencia de la umap (Unidad Militar de Ayuda a la Producción), de hecho campos concentracionarios para los “antisociales”, los disidentes morales y religiosos, homosexuales, seres de conducta “anárquica”. Testigos de Jehová. En el Habana Libre hablo con delegados de México y de otros países latinoamericanos. No registran mi zozobra, a quién le importan los “siquitrillados del alma”, los traidores a Cuba o a su sexo. Para la izquierda de la época, la Revolución es el dios inmarcesible, y las críticas sólo “calumnias de la reacción”. Cuentan a favor de la “intangibilidad” del régimen los avances en materia de alfabetización y salud, el gesto altivo ante el imperio, el ánimo seducido por el militarismo articulado y convincente.
En enero de 1968 regreso a La Habana, al Primer Congreso Mundial de Intelectuales, con asistencia cuantiosa y muy representativa. En su discurso ante el Congreso, Castro elogia sin tregua a los intelectuales, critica la blandenguería de los partidos comunistas latinoamericanos y mantiene distancias frente al poder soviético. Luego, en agosto de 1968, termina una etapa de la Revolución Cubana. Castro está inequívocamente a favor de la invasión soviética a Checoslovaquia, y es el más ortodoxo de los ortodoxos. La vida intelectual cubana se precipita en la “guerra fría”, y crecen la censura y la desinformación. A Cuba ya sólo van los intelectuales “probados”, y continúa la persecución a cualquier disidencia intelectual y moral. En 1970, Verde Olivo, revista de sectarismo “delicioso”, difama al cuentista, dramaturgo y poeta Virgilio Piñera (por razones de conducta sexual), y al poeta Heberto Padilla, disidente a voz en cuello. Un grupo de intelectuales defiende a Padilla, en una primera carta que firman entre otros Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. En 1971, Padilla es detenido 30 días, al cabo de los cuales produce una “autocrítica” ignominiosa, donde celebra el humanismo de la policía secreta y acusa a otros disidentes. Me decido por fin a extraer conclusiones de mi información, y añado mi firma al documento de protesta de 61 intelectuales europeos y latinoamericanos donde “con vergüenza y dolor” subrayamos los rasgos estalinistas del juicio contra Padilla. A la carta se responde en toda América Latina con gran violencia verbal, y Cortázar publica en Casa un poema de denuncia: “Policrítica a la hora de los chacales”.
En los años siguientes, la izquierda partidista descalifica la crítica a la situación de los derechos humanos y civiles en Cuba, y las reduce a “campañas del imperialismo”. El régimen envía tropas a Etiopía y Angola, y se extrema la represión hipócrita. Todavía en los setenta, influido muy probablemente por el chantaje de la buena conciencia (criticar al castrismo es darle armas al enemigo), intento ver el lado positivo del régimen, en educación y salud. Luego me convenzo, nada justifica una dictadura. Desde los años ochenta, la Revolución Cubana no provoca nuevos júbilos o adhesiones, pero el sistema de relaciones públicas es todavía eficaz. Ya pocos se eximen de críticas a la dictadura, pero cuando quienes las formulan olvidan la intervención norteamericana, su argumentación no pierde validez pero se vuelve interesada y parcial. Languidece la defensa a ultranza del castrismo y la “Última Carga” de la izquierda latinoamericana “comprometida” se da contra la exigencia de referéndum en Cuba, promovida por 100 artistas e intelectuales cubanos en el exilio. Este impulso de “la pureza” carece de la persuasión de otros años, y aparecen el Mariel, el drama de los balseros, la tragedia de la escasez. Ya se puede (y se debe) sin los problemas de antes ser de izquierda y muy crítico de la Revolución Cubana. El comandante Castro declama su férrea oposición a cualquier cambio en Cuba y emite su “Socialismo o Muerte”. El 13 de marzo de 1989, las autoridades exhortan a los Comités de Defensa de la Revolución, “a vigilar cuadra por cuadra a los opositores internos, a fin de recuperar el ánimo combativo que caracterizó en sus primeros años a los cdr”. Y lo que sigue es el fusilamiento del general Ochoa, la caída de la urss, el derrumbe de la economía, el “periodo especial”, las bravatas y, hay que admitirlo, las giras victoriosas de Fidel Castro. Hoy, según creo, la Revolución Cubana es otra más de las grandes esperanzas ahogadas por la mentalidad totalitaria, la hazaña burocratizada y represiva, el intento socialista que va a morir a las playas del mercado libre. Su derrota no significa el aniquilamiento de los ideales de justicia social, pero sí el fin de cualquier ilusión en el poder liberador de un solo hombre. Si las soluciones posibles sólo le corresponden a los cubanos, las alternativas aún son débiles. Castro aún mantiene el control militar y la adhesión forzosa que, según sus partidarios, es en gran medida voluntaria. (¿Y qué es lo “voluntario” en una dictadura?) La sociedad se ha resquebrajado, se padece la más drástica economía de sobrevivencia (dolarizada), la prostitución masificada es otro de los nombres de la desesperación, la educación y la política de salud se desmoronan. Lo que persiste es un pueblo extraordinario que sobrevivirá al castrismo y al caos que lo suceda. ~