Aprovechando la transmisión de los Oscares, aquí un breve (y arbitrario) listado de las más graves omisiones por parte de la Academia. Con la colaboración de Ricardo Zárate, Luis Reséndiz, Miguel Cane y Daniel Krauze.
Mickey Rourke por The Wrestler
La decisión más admirable que Darren Aronofsky ha tomado en su carrera es apostar por Mickey Rourke. Su cuarta empresa directoral, The Wrestler, iba a ser protagonizada por un actor cuya carrera naufragaba y que estaba muy lejos de garantizar la taquilla. Con fama de ingobernable, Rourke se sometió a la férula de Aronofsky y rompió todos los pronósticos. Su interpretación como Randy “The Ram” Robinson, un luchador profesional en decadencia incapaz de comunicarse con su hija limítrofe y para quien una stripper representa el único asidero, le mereció elogios universales y los premios más importantes. Los ganó todos menos uno: el Oscar. En esa edición, Sean Penn fue consagrado por Milk. Con todo, el estimable trabajo de Penn no alcanza los registros de Rourke. ¿Por qué la Academia le negó la estatuilla? No por su histrionismo, sino por sus habilidades discursivas. A diferencia de Sean Penn (defensor de la comunidad gay y simpatizante del régimen cubano que en los sesenta persiguiera a miles de homosexuales), Rourke no perdería el tiempo piropeando a Barack Obama. El deslenguado actor preferiría agradecer a sus perros, que han sido un gran apoyo para combatir su depresión y abuso en el consumo de drogas. Ni hablar. La Academia prefirió la hipocresía sobre la autenticidad.
-Ricardo Zarate
Martin Scorsese
A Scorsese no le hacía falta el Oscar. No. El Oscar es un premio que abrillanta a quienes lo obtienen, cierto, y nada hay de malo en ganarlo, pero a mí me gustaba el Scorsese que no lo tenía: es tan bueno retratando perdedores que me gustaba asumirlo como uno más, como un vilipendiado de esa industria que tantas olímpicas omisiones ha perpetrado. Me gustaba el Scorsese que, como su maestro Orson Welles, no había recibido el galardón a Mejor Director —aunque Welles sí que recibió el Oscar: por el guión de Citizen Kane, en 1941, y en 1970, como un premio honorario—. Me gustaba Martin sin brillo; me sabía bien que Raging Bull, obra maestra total, hubiera perdido contra Ordinary people de Robert Redford —¡hasta el nombre de la película redondeaba la ironía!—; me gustaba que Goodfellas no ganara frente a Dances with wolves; me fascinaba que Casino ni siquiera le reportara una nominación —¡ese año ganó Braveheart, de Mel Gibson!— y me encantaba que la fastuosidad de The Aviator hubiera sido ignorada también. Qué hacerle: The Departed, esa película que poco tiene que hacer frente a sus mejores cintas, le valió finalmente la estatuilla. Me gustaba el Martin Scorsese que no ganaba porque me recordaba a sus grandes películas, y porque, si no lo ganaba nunca, su propia vida podría parecerse a una cinta suya. Ni modo; si alguien merece todos los premios de cine del mundo, ese es Scorsese, y poco más se puede decir al respecto. Mi único consuelo, ahora, es que Leonardo DiCaprio no lo gane nunca.
-Luis Reséndiz
Tilda Swinton en We need to talk about Kevin
Londres, octubre de 2011: estamos en una proyección de prensa de We need to talk about Kevin, bella y brutal película de Lynne Ramsay sobre la controversial novela de Lionel Shriver. En silencio, un grupo de periodistas observa mientras en pantalla se desarrolla, en diversos tonos de rojo, la tragedia American Style de Eva Khatchadourian y su hijo adolescente, Kevin, interpretados con temible simetría por Tilda Swinton y Ezra Miller. En la misma sala, también está presente, con los encargados de publicidad y promoción de la cinta la propia Tilda. Hacia el último acto de la cinta, una mujer joven, en avanzado estado de embarazo, colaboradora de un diario de la capital inglesa, comienza a sollozar. Esto, en el silencio que impera durante la proyección, es súbito como pedrada contra un escaparate. Diez minutos más tarde, al llegar a la escena final, al fundido en blancos con que la cinta acaba, la mujer es presa de un ataque de llanto y se estremece, afectada por lo que acaba de ver.
En ese momento, Miss Swinton (que mide más de 1.80) se acerca a la mujer, le entrega un kleenex; se acuclilla, la abraza. No sin ternura, le frota la espalda, murmura palabras de consuelo mientras la otra llora apoyándose en su hombro. Por un momento es aparente que ella misma está conmovida; que no es la zombi, muerta por dentro, que acabamos de ver en Kevin, aunque como Eva es tan convincente, que ella misma se diluye: trasciende incluso su propia voz y lenguaje corporal (algo que hizo también para Derek Jarman y para Sally Potter en Orlando); su entrega total al personaje impactó a espectadores desde la primera exhibición del filme en Cannes: son pocas las ocasiones en que un personaje hace una simbiosis semejante con su intérprete (Alec Guinness era un experto en esto, por ejemplo) y verlas es un raro privilegio.
Por lo mismo, que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas estadounidense, misma que año con año otorga nominaciones al Oscar a lo (ostensiblemente) más destacado del año en pantalla – casi siempre muy predecible, con ocasionales destellos de originalidad o asombro – haya, arbitrariamente ninguneado su trabajo en el filme (que tiene en su contra ser muy “antiamericano” en temática, igual que Dogville de Lars von Trier, que recibió el mismo desdén, pese a presentar una monumental actuación de Nicole Kidman al frente de un reparto notable), negándole el reconocimiento de una nominación, es un insulto que remite directamente a 1968, cuando Mia Farrow fue olímpicamente ignorada por su rol en Rosemary´s Baby (el que Mia no haya recibido nunca una nominación por cualquiera de sus trabajos, incluyendo las obras maestras de Woody Allen que inspiró y estelarizó en los 80, es flor de escándalo, pero será una historia para otro día), considerada una de las mejores actuaciones en el cine – más sorprendente, al tomar en cuenta su edad entonces, apenas 22 años – .
Obviamente, esto a la Swinton se la sopla, pero aún así, todos sabemos que el tercer Oscar de un tranvía llamado Meryl [¡por encarnar a Maggie Thatcher!], en realidad le pertenece a Tilda Swinton.
-Miguel Cane
Bill Murray en Lost in Translation
No es el premio sino el tiempo el que da la razón. El panteón del cine está lleno de películas que ganaron todos los Oscar(es) y que ni su productor recuerda. ¿Dances with wolves? ¿Driving Miss Daisy? ¿Shakespeare in love? Eso por mencionar sólo las que son tan recientes que el tiempo apenas empieza a ponerlas en su lugar. Ningún premio asegura un puesto en los anales de la historia.
Recuerdo cuando Sean Penn se llevó su primer pelón dorado por gritar y patalear por 120 minutos en el bodrio de Mystic River. Aunque en mi quiniela taché el nombre de Bill Murray, nominado por el papel de Bob Harris en Lost in Translation, sabía que Mr. Method se iba a llevar el Oscar. Su actuación era todo lo que más le gusta a la academia: un actor atreviéndosea habitar la piel de alguien muy distinto a sí mismo, sufriendo horrores desde el primer al último minuto (acento extraño incluido), mientras que, para los estándares de la Academia, la actuación de Murray no parecía actuación sino acto de presencia. El turista insomne, el hombre que le cantaba a Scarlett Johansson, el actor prostituyéndose casi en un comercial de whisky, todos parecían ser él. ¿Dónde estaba la “transformación”? ¿El desgarre de vestiduras? ¿Las escenas de llanto? ¿El acento irlandés? ¿La manifestación tangible del sufrimiento?
En comparación con otros nominados al Óscar, Bob Harris es una creación discreta. Y, sin embargo, es un personaje complejo, redondo y entrañable. Lo que a Penn le toma diez movimientos, a Murray le toma uno. Cuando la niña de Mystic River muere, su padre se lanza hacia el cadáver, detenido por un grupo de policías, mientras aúlla “Is that my daughter in there?!” (del otro lado de la pantalla, lo que yo escucho es “Is that my Oscar in there?!”). En contraste está la escena, prácticamente muda, tristísima, cuando Bob sale del hotel rumbo al aeropuerto y ve cómo Charlotte (Johansson) se sube al elevador y desaparece. Murray voltea hacia ella una vez. Gira el cuello para que le tomen una fotografía. Y después busca a Charlotte con la mirada una vez más.
Es un instante casi imperceptible, que prescinde de adornos musicales y hasta del close-up, como si la propia Sofia Coppola no se diera cuenta de lo que Murray está logrando o más bien supiera que no necesita acercar la cámara para recibir una transmisión nítida desde su actor a la cámara. Murray nunca ha necesitado subir el volumen, mientras que Penn y similares no saben actuar en silencio. A diferencia de la Academia, prefiero la modestia que el espectáculo. Y creo que el tiempo está de mi lado. ¿Quién no se acuerda de Lost in Translation?
-Daniel Krauze