Durante las décadas de 1980 y 1990 Alun Anderson era el editor de una de las revistas científicas más importante del mundo, New Scientist. Su página web fue la primera realmente estable y funcional que hubo en el ciberespacio. La revista se ha convertido en un medio tan influyente que si uno toma el tren de Cambridge a Londres o de Londres a Oxford un lunes por la mañana, es probable que gran parte de los pasajeros viaje leyéndola… y muchos de ellos son alumnos de arte, leyes y humanidades. En varias ocasiones Alun me habló de cómo este semanario estaba perfilando algunas de las ideas más sugestivas y coherentes para esbozar lo que podemos hacer frente a un futuro poco convencional.
¿Qué quería decir con “poco convencional”? Me hizo un recuento de los desafíos ambientales en las próximas décadas y, al mismo tiempo, de las herramientas tan diversas, tanto tecnológicas como conceptuales, que hemos logrado desarrollar. Con todo ello, a principios de la década de 1980 convocó a notables científicos que trabajaban en el Reino Unido y a algún escritor, como J. G. Ballard, a que opinarán cuáles serían las tendencias tecnológicas que impactarían a las sociedades y cuáles los retos que habríamos de enfrentar en los siguientes diez años. Al cabo de ese lapso las cosas habían ido por un camino totalmente distinto; todos se habían acercado, sin duda, pero ninguno logró anticipar los pequeños saltos que provocan golpes de timón, ya sea en las sociedades humanas o en la naturaleza.
Sin embargo, la imaginación permite insistir en la idea de que el futuro puede anticiparse. Ciertamente, nadie en su sano juicio pensaría abandonar la idea de estudiar lo que habrá de ser mañana y actuar en consecuencia. Algunos de los futurólogos más avezados fueron reunidos en un libro cuyo título es elocuente: Hay futuro. Visiones para un mundo mejor (BBVA Futuro, 2012). Los textos son muy ricos en ejemplos de lo que acontece hoy en día en nanotecnología, nuevos materiales, robótica, química ambiental, desarrollo urbano, genética de plantas, economía.
La imaginación ofrece alguna capacidad de pronosticar y prevenir, pero no la fantasiosa y desbordada, sino la controlada. Tal es el caso de Richard Feynman, quien, como acertadamente observa José Manuel Sánchez Ron en dicho libro, fue el pionero en plantear el surgimiento de la nanotecnología durante una conferencia de la American Physical Society del 29 de diciembre de 1959, bajo el título: “There’s plenty of room at the bottom”. Vale la pena, de paso, hacer notar la ironía de Feynman, un radical en todos los sentidos, quien solía resolver ecuaciones de cromodinámica cuántica en un table dance.
Hoy en día el mejor instrumento para aprehender el futuro es la ciencia y su herramienta, la tecnología, con la que se ha creado una sinergia cuyo saldo resulta más o menos favorable. No obstante, las necesidades y deseos, los intereses y decisiones basadas en retruécanos psicosociales, todo ello “contamina” la supuesta pureza y eficacia total del método científico. Como reconoce el especialista taiwanés en estudios del futuro, Sohail Inayatullah, más que tratar de predecir o comparar, lo que pretenden es problematizar los temas candentes (¿cómo será el mundo después de este periodo de turbulencia climática?, por ejemplo) para “indefinir” el futuro. Y eso significa hacer una lectura crítica, política, de las acciones tomadas por las sociedades, los gobiernos, así como de los motores básicos de la producción, tales como la industria y el sector financiero.
En el prólogo, Francisco González también hace notar que el haber reunido a un selecto grupo de expertos en las diversas áreas del conocimiento científico, social y económico no tiene la intención, peligrosa e ingenua, de vaticinar lo que vendrá. Busca más bien provocar el ensamblaje de ideas en, por lo menos, un plan maestro y un plan B, los cuales permitan a las nuevas generaciones lidiar con el entorno indeciso y cambiante, pero que les ofrezcan también algo más: vivir un mejor presente.
¿Qué es el futuro? ¿El día de mañana, el año entrante, dentro de una, dos, tres décadas? ¿El año 2113? Y, entre otros dilemas, ¿seguiremos el consumo enfebrecido de escenarios futuristas donde la extrema conectividad digital y las nubes inteligentes sean cosa de todos los días, como si nos hubieran regalado un Gizmo, un Gremlin por el que babeamos? ¿O bien habrá un retorno a utensilios en desuso? Hay quienes aseguran que es mejor mantener funcionando una serie de artefactos analógicos, incluso relojes de cuerda, para no depender de ingenios cuya vida aún no sabemos cuán larga y estable será, y no experimentar ansiedad cuando ya no haya más gadgets novedosos para comprar.
El reordenamiento urbano es otro desafío crucial de un mañana cada vez más próximo. Las amenazas a las libertades individuales y la frágil convivencia social podrían magnificar los problemas y encauzar su energía nociva hacia un temible tobogán, en el que el peso de una temporada larga de escasez de recursos, en particular de alimentos, exigen respuestas distintas de los futurólogos y de los gobiernos que finalmente tomarán las decisiones. No hay que olvidar que la nueva sociedad del conocimiento triturará las aspiraciones de quienes no la entiendan y no puedan ponerse al día, por lo que para ellos el futuro está cancelado.
Resulta tentadora la búsqueda de escenarios utópicos y gozosa la elaboración de escenarios distópicos. El avance acelerado de la genética molecular y la robótica, por citar dos campos inquietantes y muy socorridos por maestros del anti-utopismo literario como el mismo J.G. Ballard, Aldous Huxley, George Orwell y John Stuart Mill, es una señal de la tendencia a preferir un mundo feliz inevitablemente poblado por semi-humanos, de un lado, y alfas, betas y alfas pluses por otro. ¿Si se busca construir una utopía, lo que se consigue es la más elaborada de las distopías?
Los artículos pueden consultarse en www.bbvaopenmind.com.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).