La otra obesidad

Los nuevos impuestos contra la obesidad no pretenden recuperar los costos de un programa que la combata; y ni siquiera lo proponen, como si el mero hecho de aumentar los precios redujera la obesidad.
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Los impuestos a los refrescos y "alimentos chatarra" contribuyen a la obesidad del Estado, adicto a las direcciones generales adjuntas. Pero darle más dinero a un adicto empeora el problema, y no cuadra con el argumento de frenar a los adictos al azúcar quitándoles dinero.

Supongamos que hubiera una prima de riesgo en las cuotas pagadas al seguro social por las empresas, según el sobrepeso de su personal. Sería complicado y favorecería la discriminación laboral, pero el pago y su destino corresponderían al problema definido: la obesidad de los asegurados tiene costos médicos medibles.

Sin embargo, los nuevos impuestos no pretenden recuperar los costos de un programa contra la obesidad; y ni siquiera lo proponen, como si el mero hecho de aumentar los precios redujera la obesidad. Si así fuera, otra política oficial: frenar los precios del azúcar, es incongruente. Fomenta la obesidad.

Hay la misma incongruencia en que el Estado venda productos supuestamente dañinos en sus tiendas Diconsa, creadas para abaratar el consumo popular. Lo congruente sería dejar de venderlos, no encarecerlos.

Hace unos años, el Estado cambió la formulación de los desayunos escolares (que distribuye casi gratuitamente a millones de niños) para hacerlos menos azucarados. Fue prudente. Cobrarles más para que desayunaran menos, no lo hubiera sido.

Sería mejor crear incentivos, como el que inventaron en Moscú. Los pasajeros del Metro que (en una máquina diseñada para surtir boletos) puedan hacer 30 sentadillas en dos minutos o menos reciben un boleto gratis.

Los impuestos "contra la obesidad" serán como los que gravan cigarros y bebidas alcohólicas: fuentes muy lucrativas de recaudación, porque la gente no deja de fumar y beber, por el mero hecho de que cuesten más. Lo que ha funcionado es discriminar a los fumadores en los restaurantes y aplicar el alcoholímetro.

Desde el siglo pasado se observó que las causas de muerte son distintas en los países ricos. T. L. Cleave propuso una explicación: la intensidad del consumo de carbohidratos refinados (The saccharine disease, 1974, disponible gratis en la web).

La caña de azúcar y los cereales se cultivan desde hace milenios, y han sido buenos para la vida humana, no dañinos. Mascar la caña para extraer el jugo nunca enfermó a nadie. Comer el pan de trigo con salvado, tampoco. Pero la tecnología moderna refinó estos alimentos y los abarató. Así aumentó el consumo, que en sí mismo es bueno.

Cuando, en el siglo IV, la India descubrió cómo producir cristales de azúcar, los más grandes fueron usados como joyas. Después se consumieron como otras especias orientales, solicitadas y carísimas. Marco Polo habló de su gran mercado. Colón llevó las cañas al Caribe. La tecnología del siglo XIX logró producir azúcar blanquísima y harina blanquísima a precios asequibles para la clase media.

De 1815 a 1974, el consumo de azúcar refinada en Inglaterra subió de 15 a 120 libras al año por persona, según Cleave. Es imposible consumir tal cantidad de calorías en alimentos naturales. Para lograrlo mascando caña, habría que mascar muchísimo. A eso atribuye que los países ricos padezcan más ciertas enfermedades: diabetes, trombosis coronaria, úlcera péptica, várices, hemorroides, constipación, diverticulosis, cáncer del colon. Intensificar el consumo de carbohidratos refinados aumenta la incidencia.

La controvertida dieta del Dr. Atkins (bajar mucho el consumo de carbohidratos) tiene ese fundamento. Su popularidad integró las antiguas tradiciones naturistas y la moderna obsesión por la delgadez.

Si el Estado quiere contribuir, en vez de inventar contribuciones, puede hacer muchas cosas. Patrocinar programas de difusión que hagan atractivo el ejercicio y las dietas balanceadas. Tener bebederos de agua purificada, patios para ejercicios y canchas deportivas en las escuelas y edificios públicos. Vender en Diconsa semillas, implementos e instructivos para sembrar hortalizas caseras. Renovar la tradición pedagógica de los huertos escolares que inició Vasconcelos. Organizar ferias (y hasta museos) de la fruta. Favorecer los refrescos dietéticos. Hablar con los productores de alimentos procesados para que reduzcan la cantidad de azúcar.

Para todo esto, no hace falta aumentar la obesidad del Estado, sino reducirla. Poner a dieta al Estado, empezando por despedir a los funcionarios que inventan contribuciones demagógicas, haría más ágil la administración pública y costaría menos.

(Reforma, 24 noviembre 2013)
 
 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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