Le negaron su carnet de identidad porque sus apellidos eran “sospechosos”. Tenía su acta de nacimiento, había vivido toda su vida en el país, pero su papá es uno de los numerosos jornaleros haitianos que desde 1929 han entrado al país, contratados para cortar caña de azúcar. El tema llegó hasta Tribunal Constitucional, que decidió negarle a Juliana Deguis Pierre la calidad de ciudadana dominicana. Con ella, se ha determinado que otro medio millón de personas perderán ese estatus al considerar que sus padres, pese a tener un permiso de trabajo por décadas, no son residentes, sino que están “en tránsito” por el país.
La escritora Rita Indiana no duda en definir lo que está pasando en República Dominicana como una “limpieza étnica legal”. De un plumazo, las autoridades harán desaparecer los derechos de cientos de miles de personas y declararán el necrocidio de aquellos que aun siendo hijos de migrantes, nacieron y murieron como dominicanos; es decir, los muertos mismos se quedarán sin nacionalidad.
En las páginas de los diarios dominicanos, algunos grupos festejaron la política de exclusión. La consideraron “una de las mejores piezas jurídicas de la legislación dominicana de los últimos 60 años” y desde la retórica nacionalista del prejuicio explican que la nueva disposición sería acertada aun si fuese contraria a un texto constitucional vigente. “La nacionalidad dominicana no se presume sino que se prueba”, dicen para justificar la desnacionalización de esos otros a quienes desprecian en su añoranza imbécil de una nación homogénea y pura en lo cultural y lo étnico.
La UNICEF ha anticipado que de sostenerse, la decisión tendrá repercusiones devastadoras, porque “sin una nacionalidad, los menores apátridas carecen de acceso a los programas de protección social básica, no pueden obtener certificados de educación ni graduarse, ni tampoco obtener un documento de identidad o un pasaporte”. Pero aun contra la opinión de organismos internacionales de derechos humanos que advierten que el despojo de la nacionalidad aniquilará civilmente a todas estas personas, el cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez minimizó las críticas, pues, dijo, se trata de “una caterva y plaga” de ONG’s dedicadas a desprestigiar al país isleño.
Hace semanas, Mario Vargas Llosa consideraba que en el fondo, las familias dominicanas de origen haitiano pagan el mismo pecado que los judíos a los que Hitler privó de existencia legal antes de mandarlos a los campos de exterminio: “pertenecer a una raza despreciada”, de modo que hay que hacer pagar a los hijos lo que sus padres les heredaron en la sangre.
La respuesta fue quemar ejemplares de La fiesta del Chivo y convocar a una concentración en la que los integrantes de la llamada Red Nacional por la Defensa de la Soberanía censuraron que las “haitianas” reciban atención médica hospitalaria en lugar de dar prioridad a los nacionales, y pidieron al gobierno, al grito de “¡ellos allá y nosotros acá!”, “¡muerte a los traidores!” y “¡limpiemos el país!”, la construcción de un muro en la frontera para evitar que de manera silenciosa y masiva, los haitianos se apoderen del territorio.
La decisión del Tribunal Constitucional lesiona la vida y la dignidad de cuatro generaciones de dominicanos de origen extranjero, muchos de los cuales no hablan creole haitiano ni han cruzado nunca la frontera, que han participado de la vida política, económica y social del país como cualquiera. Sin embargo, como bien dice el escritor peruano, el racismo aparece, “sobre todo cuando hacen falta chivos expiatorios que distraigan a la gente de los verdaderos problemas y de los verdaderos culpables de que los problemas no se resuelvan”. Los nacionalismos, dice, deben ser intelectual y políticamente combatidos, todos, de manera resuelta, sin complejos, no en nombre de un nacionalismo de distinta figura, sino de la cultura democrática y de la libertad.
Rita Indiana lo ilustra de manera simple: “Queremos que construyan nuestras casas, iglesias y puentes, queremos que corten nuestra caña y que limpien nuestra mierda, pero sin formar parte de la sociedad civil”. Es la xenofobia agazapada en frases del dominio público como “si te portas mal, te va a llevar el haitiano”.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).