Tres últimos lectores
Lo saben, sentenció Vílchez. Tenenbaum se volvió hacia él. Se lo encontró de espaldas, mirando por la ventana del despacho. O quizá contemplando el cristal mismo, sus manchas de lluvias pasadas, los microscópicos arañazos que, observados desde muy cerca, se asemejaban a los de un vehículo accidentado. Este símil complació a Tenenbaum, que experimentó un moderado acceso de vanidad poética. Mientras tanto Rinaldi los ignoraba a ambos, absorto en ese sofisticado teléfono que invariablemente lo reclamaba cuando debía compartir espacio con otros autores. Lo saben, lo saben, suspiraba Vílchez.
Tenenbaum se puso en pie. Extendió un brazo en busca de un hombro de Vílchez, que no pareció asimilar este gesto afectuoso o bien lo interpretó como algo muy distinto del afecto. Ambas opciones estaban justificadas. Tenenbaum no apreciaba a Vílchez, como en verdad no apreciaba a ningún escritor de su generación que no fuese él mismo. Y sin embargo había empezado a respetarlo, o cuando menos a envidiarlo, lo cual en alguien secretamente inseguro como él venía a ser casi idéntico.
A punto ya de que diera comienzo aquella mesa redonda sobre la importancia de la lectura en nuestros días, Tenenbaum pensó que la proverbial altivez de Vílchez, quien jamás se había permitido una duda ni un elogio frente a él, probablemente tenía la misma causa que sus propias mezquindades. Esta hipótesis lo colmó de un alivio cercano al llanto. Cuando Vílchez repitió como volviendo en sí, como sobreviviendo al accidente del cristal que había contemplado: Ellos ya lo saben, estoy seguro de que ya lo saben, Rinaldi levantó al fin la vista de su teléfono. ¿Pero a qué te refieres?, preguntó. Vílchez declinó responderle con una sonrisa irónica.
Rinaldi y Vílchez nunca se habían llevado bien, o mejor dicho siempre habían fingido no llevarse mal. Tenenbaum comparó sus expresiones yendo de una a otra, intentando trazar una diagonal. En su opinión, la rivalidad entre Rinaldi y Vílchez se basaba en un grave malentendido: el de que ambos luchaban por lo mismo. Nada más lejos. Vílchez aspiraba a cierto prestigio excluyente, a una suerte de liderazgo moral a largo plazo. Rinaldi en cambio deseaba con furor (pero también con humor, que era algo que solía faltarles a sus colegas) una aceptación lo más rápida posible. Uno ansiaba, por así decirlo, ganar la lotería. El otro esperaba a que todos sus colegas la perdiesen, para ser recordado como el único que no se había rebajado a apostar.
Rinaldi seguía sin saber a qué se refería Vílchez. Tenenbaum habría preferido no saberlo, pero acababa de averiguarlo. Retiró poco a poco su brazo, que había permanecido sobre el hombro manso de Vílchez, y lo miró a los ojos. Lo miró con una atención física que nunca antes le había prestado a un colega, deteniéndose en las rayas irregulares de su frente, en la pigmentación de sus mejillas, en sus patas de gallo, en los pelos de sus fosas nasales, que vibraban como si ocultasen un ventilador interno. Este ocurrente símil complació sobremanera a Tenenbaum, que estuvo a punto de olvidar lo que se disponía a decir. Tras unos instantes de distracción poética, recuperó el hilo y la mirada de Vílchez para preguntarle sin más rodeos: ¿Pero tú hace cuánto que no lees?
Vílchez apenas pudo resoplar, negar con la cabeza y encogerse de hombros. A Tenenbaum le pareció que, al otro extremo del despacho, Rinaldi sonreía como el ladrón que confirma que la policía también roba. Este símil no le produjo la menor satisfacción.
Tres breves golpes sonaron en la puerta del despacho donde esperaban los escritores. De inmediato asomó la cabeza redonda del poeta y traductor Piotr Czerny. Quien, como organizador del ciclo de fomento de la lectura, sería el encargado de moderar la mesa redonda. ¿Preparados, caballeros?, preguntó en un tono que a Rinaldi, que tendía a desconfiar de la cortesía ajena, le pareció más bien burlón.
Con los ojos desorbitados, Vílchez le susurró al oído a Tenenbaum: Tenemos que salir y reconocerlo de una vez, ahí, delante de todos.
Caballeros, canturreó el moderador, cuando ustedes quieran. El público está deseando escucharlos, hay bastante gente.
Mejor empiezo yo, ¿no, Vílchez?, dijo Rinaldi apagando su teléfono. ~