No imagino a Isamu Noguchi celebrando la invectiva de Chtcheglov contra Le Corbusier pero creo que le habría maravillado ese sueño de una ciudad movediza, regida por el azar y las mudanzas. La polis como un laberinto para el arte y el juego. El parque, el jardín –no el palacio ni la iglesia–, convertidos en el núcleo de cualquier barrio. Noguchi quiso insertar su arte en la ciudad por esa vía: el juguete público. Transformar el paisaje de la ciudad no por lo que sus habitantes pueden ver sino por lo que pueden hacer. Escalar el arte, deslizarse o columpiarse en él; sumergirse, esconderse ahí.
Fue precisamente en la Ciudad de México donde exploró el arte social. Pintó un mural en el mercado Abelardo Rodríguez que leía la historia de la humanidad como una ruta de la superstición hacia la ciencia. Einstein y no Marx aparecía como el profeta de la liberación. Su experimento mexicano no lo dejó del todo satisfecho: era elementalmente político y exclusivamente visual. Él buscaba otra forma de avivar la ciudad a través de alguna abstracción corporalmente seductora y socialmente relevante. Desde mediados de los años treinta tenía la intención de poner a jugar sus formas. Diseñó una montaña lúdica para que Nueva York tuviera una pirámide que sirviera, al mismo tiempo, de tobogán y de piscina. Era una enorme escultura de tierra: colinas, cavidades y escalones para la imaginación. No tenía mayor equipamiento y habría de ocupar toda una cuadra de la ciudad. El administrador de parques de Nueva York vio la maqueta de Noguchi, se rio y lo echó de su oficina.
Las maquetas, bocetos, fotografías de sus parques y juegos pueden verse estos días en una exposición del Museo Tamayo. Por primera vez pueden verse también sus enormes columpios, sus resbaladillas, sus módulos para subir y brincar. Y no solo verse, también se puede jugar ahí, con sus mecedoras y sus dados. Se trata de una muestra de los juegos del artista. Lo que el escultor ofreció al niño que llega a sus parques es un campo de sugerencias. No hay órdenes como las que imperan en los patios comunes de escuelas y barrios. Los parques suelen someter al niño a un régimen disciplinario. Cada mueble contiene un instructivo inflexible: sube estas escaleras, siéntate y desciende por el tobogán; acomódate aquí y colúmpiate; sube y baja. Parques que aplican la filosofía de la producción fordista a la infancia: el recreo como una severa cadena de producción.
Los parques de Noguchi son otra cosa: un territorio para la exploración, para la invención constante, para la apreciación de las formas, para el abrazo de la belleza. Esta colina puede ser mañana otro planeta y después la cola de un dinosaurio. Fascinante radicalismo de lo lúdico. Las formas de sus parques son, si acaso, insinuaciones. Las aventuras que pueden acontecer entre sus cuestas y sus aros, en sus escalinatas y lombrices serán invento de quien se deja seducir por ellas. La infancia, decía él, no es solamente un tiempo para fortalecer músculos, agilizar reflejos y aprender sumas. Es también “una edad para el desarrollo de la imaginación y para empezar a crear conciencia y sensibilidad frente a la belleza”. Ese premio a la fantasía, ese contacto estético eran para el escultor cruciales para el mundo e iban mucho más allá de lo “superficialmente artístico”. En sus parques el niño –y el no tan niño– podría ser canguro, pez y topo, faraón y astronauta, rueda y flecha, volcán y viento.
Si el hombre es un animal que juega, el lugar donde vive necesita ser, como lo supo bien Noguchi, también juguete. No hay hombre sin juego, no hay ciudad sin parques. Si necesita calle y mercado, necesita también un espacio de libertad para escapar por un momento de la rutina de la vida corriente. La ciudad: más que un artefacto para dormir, producir y comprar, un columpio. Civitas ludens. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).