Después de que migración detuviera a cuatro indígenas tzeltales de Chiapas (que cruzaban el país en autobús hacia Sonora para la recogida de calabaza), e intentara repatriarlos a Guatemala con el argumento de que no eran mexicanos, a pesar de las actas de nacimiento y las credenciales de elector, uno de los cuatro mexicanos se resignó a aceptar que era originario de Guatemala.
¿Con qué prejuicios aseguraron los servidores públicos de migración que esas cuatro personas eran guatemaltecos o no eran mexicanos? ¿Con qué autoridad imaginaria los maltrataron? La CNDH tuvo que pedirle al Instituto Nacional de Migración que haga el favor de no nomás reparar los daños, también de capacitar a sus trabajadores sobre libertad, integridad, sobre discriminación, carajo.
A propósito de cómo nos tratamos los unos a los otros, recordé The DNA Journey, esa genialidad del marketing en la que una agencia de viajes reúne a personas “diferentes”, a 67 adultos de todos colores y sabores, de una variedad de orígenes, para explorar el sentido de pertenencia de cada uno y preguntarles sobre su etnicidad, su procedencia, sobre qué los hacía únicos, mejores o peores que otros países o nacionalidades, y por cuál de estos sentían algún tipo de rechazo. Después les piden que escupan en un tubo. Un par de semanas después, los entrevistados leen los resultados. De la saliva habían extraído el ADN y rastreado hasta los lugares del mundo, incluso lugares pequeños como pueblos o aldeas de las que no tenían ni la más remota idea, en los que ese código, el de cada uno de ellos, es más recurrente. Cuando los participantes se enteran de que no solo no pertenecen únicamente a un país, sino que son o vienen de otros sitios del mundo excepto el que se imaginaban, tal vez, incluso, de aquel que despreciaban; cuando se enteran de que su hogar genético no es el lugar donde se encuentra su hogar actual o el hogar en el que crecieron, se conmueven ellos y nos conmovemos nosotros al ver el video, se sorprenden, lloran –y es ahí, en esos sentimientos de los que podría brotar la tolerancia– y, finalmente, se interesan por viajar a conocer los rincones del mundo donde se formó su DNA, hace unos mil años.
Hace mucho que cualquiera con unos dolaritos puede hacerse un test de ascendencia genética. Y fantaseo con la idea de que quizá sería una buena estrategia para la tolerancia que este test fuese gratuito o, por lo menos, barato. ¿Y si fuera una actividad escolar? Una manera de evitar cierta traición de nuestros servidores públicos y líderes, que ellos atraviesen esa conmoción sentimental. ¿No es urgente que Trump obtenga sus propios resultados? ¿No querrían regalarlo hoy en Inglaterra?
Conocer con precisión la ascendencia de una persona es, desde luego, importante respecto a enfermedades genéticas o a tratamientos médicos. Pero también es importante porque desarma, aunque sea un poquitito, la tradición de proteger la identidad anclada en el orgullo patriótico, en el delirio de superioridad, en la aspiracionalidad de castas. Sabemos que todos los seres humanos somos primos en algún grado, que todos estamos donde estamos porque desde siempre han habido migraciones, guerras, conquistas, segregaciones, esclavitudes; pero no tenemos la información concreta con la cual encariñarnos (qué horror, qué cursi). Es importante, entonces, porque es la prueba de que lo que vemos no es lo que hay: las identidades culturales no son más que en un porcentaje las identidades genéticas. No es una solución contra la necia necesidad de ser superiores, pero ¿y si cada vez más personas lo hicieran y, en esencia, ese shock emocional fuera una pequeña posibilidad?
Hay que desubicarse. Hay que redistribuir la nostalgia por el origen, o más bien sustituirla por una curiosidad venturosa por todos nuestros orígenes. Identificarse con los otros a pesar del color de la piel, por decir lo menos, los rasgos indígenas, por ejemplo. Identificarse con la diferencia, que nosotros mismos somos un collage de esta. Hay que convocar no a la igualdad, más bien lo heterogéneo. Somos un cuerpo dentro de una constante mutación genética. Y las malas noticias son buenas: ¡ya estábamos mezclados!
https://www.youtube.com/watch?v=i02gWIDdZWY
Ciudad de México