“Yo también las odio, ¿sabes?” le dijo la madre a Mariya Karimjee. “¿A quienes?”, respondió. “A todas esas mujeres que sí disfrutan del sexo.”
Años después de su ablación, transfirieron al padre de Mariya de Karachi a Texas, cuando ella tenía once años. Alejados de su secta, Dawoodi Bohras, de lacomunidad chiítaa la que pertenecen, Mariya se reconoció diferente entre los cuerpos de sus compañeras estadounidenses; sin embargo, no fue sino hasta la universidad que puso entre sus piernas un espejo para observar el reflejo de su vagina. Y empezó, entonces, a reclamar enfurecidamente a su madre para preguntar por qué la había llevado, a los siete años, a la casa de una extraña que en el piso de su sala la mutiló. La madre respondió que no tuvo opción. Que tampoco tuvo opción cuando se lo hicieron a ella.
Hace poco más de un año, Mariya Karimjee escribió, en The Big Roundtable, un ensayo titulado Damage que comienza así:: “Cuando era niña, alguien llevó un cuchillo a mi clítoris y cortó una parte pequeña, pero significativa de mí. Culpé a mi madre. Le desprecié. La amé.” Esta semana, Mariya narró lo sucedido en un episodio de The Heart, un podcast interesantísimo sobre diferentes formas de la intimidad. La voz de la escritora pakistaní transita, con admirable soltura, por aquel momento de su infancia en Karachi, cuando le advirtieron que tenía un bicho que crecía dentro de su cuerpo y amenazaba con arrastrarse hasta su cerebro, y que había llegado la hora de visitar a la señora que remueve los bichos. El relato comienza así: “La primera y única vez que intenté tener relaciones sexuales, realmente no salió bien. Hacía un año y medio que estaba con mi novio Ryan y le dije que no parara incluso si veía que me estaba doliendo. Yo había practicado mucho, había visto mucha pornografía para entender la mecánica del sexo. […] Sentí un dolor nuevo, diferente. Supe que no era normal. Sentía mi interior como si fuera raspado con papel de lija. Era un dolor que alcanzaba hasta los músculos de la mandíbula.”
A pesar de que esta es una historia de injusticia y mucho sufrimiento, de dolor insoportable, de una herencia innecesaria, del descubrimiento de una sexualidad frustrada; es también una historia familiar de diálogo y perdón, de reconciliación, del encabronamiento productivo y, desde luego, una muy escalofriante llamada de atención contra la mutilación genital femenina.
Y pensar en todas las otras mujeres que con un clítoris completo y sensible todavía no disfrutan del sexo, porque, aunque el goce no nomás se produce en un solo botón del cuerpo, a punta de represiones han interiorizado prejuicios que santifican la virginidad y castigan la libertad sexual, o tal vez por mero desconocimiento, puesto que no se muestra, no se enseña lo suficiente. Las mujeres a quienes han mentido haciéndoles creer que su propio cuerpo es un territorio censurado y clandestino. Las mujeres que todavía sienten miedo y se sienten culpables. Todas esas mujeres a las que les han cortado una parte pequeña, pero significativa de su oceánica capacidad del placer sexual.
Ciudad de México