La tecnocracia y nosotros, que la quisimos tanto

Hace unos años, en los momentos más duros de la crisis económica, la tecnocracia parecía la solución a los problemas de España.
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En los años más duros de la recesión, cuando la prima de riesgo era un concepto del que todo el mundo hablaba y nadie sabía exactamente explicar, muchos fantaseaban con la figura del tecnócrata. En las redes sociales, había apuestas sobre quién sería el líder de “consenso” que presidiría España sin pasar por las urnas, como había ocurrido con Mario Monti en Italia. Muchos demócratas confiaban en el atajo tecnócrata como una solución temporal; otros, aparentemente menos demócratas, fantaseaban en voz baja con una especie de Estado gerencial, o managerial, una utopía ultraliberal que, en esencia, no es nada liberal.

La prima de riesgo es ahora un triste bot en Twitter que se actualiza automáticamente y arroja cifras muy inferiores a las de 2011 y 2012. Esta semana está en el entorno, como dicen los analistas de bolsa, de los 100 puntos básicos. Ya nadie se acuerda de ella. Ya cumplió su función. Un partido como Podemos, que ha capitalizado el malestar económico y dibuja un panorama de urgencia social, no puede usar la prima de riesgo, que tan baja ya no hace pueblo. Era un concepto ideal para el discurso del partido, por catastrofista y de difícil explicación, pero llegaron tarde. También llegaron tarde al discurso contra los “mercados”, un concepto fantástico para crear hegemonía: es algo abstracto, etéreo, nadie sabe exactamente quiénes son ni qué hacen.

Ya no se hacen quinielas sobre tecnócratas, y apenas se habla de los hombres de negro del FMI y el Banco Central Europeo (hace poco, sin embargo, en un BlaBlaCar, un hombre me explicó que si no formábamos gobierno nos lo formaría Merkel con sus hombres de negro).

Pero la atracción por la tecnocracia sigue presente. En la actualidad, responde al descontento general con la democracia que producen las eternas negociaciones para formar un gobierno: hay quienes valoran por encima de todo la estabilidad y piden un líder de consenso que solucione el impasse institucional. Es una tentación que nunca ha desaparecido. Muchos empresarios suelen aconsejar a gobernantes cómo deben hacer su trabajo, y ven obvio que la solución es gobernar el país como se gobierna una empresa.

En una reciente conferencia sobre innovación y tecnología, el presidente Barack Obama explicó que

el Gobierno nunca va a gestionar el Estado del mismo modo que lo haría Silicon Valley porque, por definición, la democracia es caótica […] Y una parte del trabajo del gobierno es enfrentarse a problemas con los que nadie quiere enfrentarse […] A veces hablo con ejecutivos que vienen y me hablan de liderazgo, y que así es como hacemos las cosas. Y yo les digo, bueno, si todo mi trabajo fuera hacer un widget o una app, y no tuviera que preocuparme de si la gente pobre puede permitirse el widget, […] entonces esas sugerencias me parecen fantásticas”

Obama ha argumentado en más de una ocasión que la democracia, y la política, es algo caótico. Como dice Daniel Innerarity, la política busca solución a los problemas que no tienen una solución evidente o experta. “Al ámbito de lo público es adonde se han relegado precisamente los conflictos de carácter irresoluble, justamente porque eran irresolubles desde la ciencia o desde la economía”, escribe José María Ruiz Soroa. “La democracia garantiza, antes que nada, el derecho del ciudadano a equivocarse. Quizá la democracia acierta al final, pero lo hace por vías tortuosas y decepcionantes.”

Muchos leen esa visión de la política como un fracaso de la democracia. La democracia suele ser, parecen pensar, que gane mi candidato. Donald Trump habla, antes siquiera de que se produzcan las elecciones, de fraude electoral. Algunos votantes de Podemos hablaron de fraude tras las elecciones del 26 de junio. La solución no es la tecnocracia, aunque a veces da la sensación de que, si el tecnócrata es de su cuerda, a algunos la democracia les importa un poco menos.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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