Ayer me topé con la enésima noticia sobre la imagen de una chica delgada que se ha convertido en polémica. Se trataba de una fotografía que la joven, modelo, había subido a su perfil de la red social Instagram. Rocío Crusset aparecía en bikini, luciendo unos muslos finos, hombros acentuados y un abdomen en el que asomaban, prominentes, las crestas iliacas.
Hemos empezado a acostumbrarnos a este fenómeno: el periodismo se nutre hoy de tweets, de conversaciones de muro de Facebook, de fotos de Instagram. Esta noticia recogía algunos de los comentarios vertidos, desde el anonimato, por usuarios de la red social: “Un bocata para esta chica, por favor”, pedía alguno. “Deberían prohibir estas imágenes”, se atrevía un vocacional censor.
En los últimos años hemos observado una inversión de los términos en los que está socialmente aceptado referirse al aspecto físico de una persona. Hoy se penaliza públicamente a cualquiera que ose denigrar a otro por su sobrepeso, en lo que constituye una señal inequívoca de progreso moral. Sin embargo, este mayor respeto hacia las personas obesas ha venido de la mano de un creciente socavamiento social de la delgadez. Nadie osa decirle a un gordo: “Estás hecho una bola, deberías comer menos”. En cambio, por algún motivo que se me escapa y que encuentro indistintamente ofensivo, sí nos permitimos comentarios como este: “Cómete una buena hamburguesa, que estás esquelética”.
Este hecho forma parte de un proceso más amplio que tiene que ver con reivindicaciones posmodernas: un feminismo que reclama otro modelo de belleza más saludable, y que probablemente está cargado de razones, pero que ha sido víctima de deformaciones y confusiones. Esto es, seguramente, inevitable cuando una cuestión da el salto de la medicina y la ciencia a lo mainstream, pero ha dado lugar a equívocos que hoy gozan de valor de ley y que resulta difícil rebatir sin ser objeto de escarnio. El empoderamiento individual nos prometió que todos teníamos derecho a ser guapos y esta premisa ha dado lugar a algunas frustraciones.
Hemos institucionalizado la “belleza real”, que sirve para englobar el físico de todas aquellas personas, especialmente mujeres, que difícilmente encajan en los patrones morfológicos de las modelos. Este concepto, no obstante, lleva aparejadas una serie de implicaciones más o menos problemáticas. Empezando por el reverso de la etiqueta: la moda, con sus maniquíes esbeltos y estilizados está promoviendo una imagen “irreal” de la mujer. Las chicas flacas ya no pueden ser bonitas ni pueden ser reales.
Y esto ha dado pie a que la delgadez esté socialmente cuestionada. Las imágenes de jóvenes delgadas son vistas como una inmoralidad que debería desaparecer de Internet, al tiempo que tienen lugar juicios sumarísimos que condenan a las más magras por promover ideales de belleza distorsionados, o peor, las sentencian a la anorexia. La delgadez es sospechosa, es objeto de fiscalización y de murmuraciones. Con todo, es seguro que los flacos seguirán encontrado quien les encuentre guapos: al fin y al cabo, hay formas anatómicas y rasgos faciales que son biológicamente, instintivamente, atractivos. No todo es una construcción social.
Al mismo tiempo, hemos asistido al auge de nuevos cánones de belleza que sin duda han contribuido a una imagen más plural del físico, especialmente del de las mujeres. Las curvas, los michelines, los pechos grandes (eso nunca pasa de moda) encuentran un espacio cada vez mayor en los medios de comunicación. Las modelos de tallas grandes son hoy también estrellas de la industria. Hay un elemento de inclusividad que es indudablemente digno de alabar en ello, pero que vive siempre al filo de un proselitismo de la obesidad. Cuántas veces nos encontramos, etiquetados como “belleza real”, perímetros abdominales que cualquier médico desaconsejaría.
Hemos iniciado una cruzada contra la delgadez construida sobre argumentos de salud, pero corremos el riesgo de conceder carta de naturaleza a la mayor epidemia de nuestros días, causa de millones de muertes cada año: el sobrepeso. Hemos tildado de anoréxicas a muchas mujeres, juzgándolas exclusivamente en base a su aspecto, lo cual no solo encierra una injusticia y un trato poco digno, sino que constituye un comportamiento frívolo que trivializa una enfermedad gravísima.
La anorexia es el trastorno psiquiátrico cuya mortalidad es más alta. Hay muchas cosas que desconocemos sobre esta enfermedad: sabemos que tiene una base biológica, pero no contamos con tratamientos que garanticen una plena recuperación. Desde que fuera incluida en el DSM hacia los años 80 ha querido ser atribuida a la mano homicida de la moda y su industria perniciosa. Sin embargo, la existencia de la anorexia está documentada desde la antigüedad. Ha sido descrita ya en Grecia y Egipto, y su estudio sistemático se remonta varios siglos atrás. Existía antes de que existiera la industria de la moda, y en sus orígenes se relacionaba con el misticismo religioso (cada época tiene sus determinantes culturales). Los primeros estudiosos coinciden en señalar que afecta mayoritariamente a las mujeres, que predomina en la adolescencia y la juventud, y que no se encuentran signos de cualquier otra dolencia orgánica en los cadáveres a los que se les practica la autopsia.
Es una enfermedad cruel y devastadora que no debería ser confundida con otros trastornos alimenticios o con determinadas formas de delgadez. Desafortunadamente, desde que recibió atención mediática su tratamiento público ha estado envuelto en confusión. Es cierto que las personas que padecen anorexia son especialmente vulnerables a las campañas publicitarias, pero la industria de la moda no ha dado origen a la anorexia ni puede hacer de cada uno de nosotros un enfermo.
Debemos abandonar los equívocos que banalizan enfermedades muy serias, como la anorexia o la obesidad. Estamos faltos de divulgadores científicos que contribuyan a esclarecer el desconcierto que rodea la complexión humana. Y, aunque no tenemos derecho a ser guapos, urge universalizar el derecho a que nuestro aspecto físico y nuestro peso no sean pretexto para que no se nos trate con respeto.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.