Retorcido es el gentilicio de este pueblo que se extiende sobre el fondo de un valle, verdecido en primavera y dorado hacia el verano, a tres kilómetros de Covarrubias. Está junto a un meandro del río Arlanza que le da nombre, entre bodegas arrancadas a la tierra y las últimas carboneras de España.
De este puñado de casas no pocas son formidables. Piedra, adobe y esa arquitectura local de vigas de madera, verticales, horizontales y oblicuas, que se dejan ver con descaro en las fachadas. Puertas de madera envejecidas, que te reciben con majestuosos sillares de roca sisados al desamortizado y hoy ruinoso monasterio de San Pedro, y arcos coronados por alguna fecha de edificación: “Año de 1805”.
Muchas de ellas languidecen hoy o se caen a pedazos, y no pocas dejan ver sus vergüenzas por un tejado vencido por el tiempo. Quedaron abandonadas cuando Franco anunció la construcción de un pantano que cubriría todo el valle del Arlanza y también su monasterio. Finalmente, las obras nunca se acometieron, pero el pueblo ha quedado para siempre detenido en algún instante de 1950.
De este reguero de casas que componen la pequeña villa de Retuerta, una de ellas es la mía. Mi familia acaba de comprarla, huyendo de la escasez de oferta y la inelasticidad de los precios de la Covarrubias de nuestros ancestros. Es un caserón de mediados del siglo XIX, con una lengua de jardín en la que vive un mirlo y donde los perros galopan entre árboles frutales.
Abro el portón y cruzo para llevar a las vecinas los restos de la cena de ayer. Son unas gallinas que viven felices y libres en una finca por la que pasa un arroyo que luego se pierde al final de la calle. Tienen una casita donde se retiran a descansar cuando llega la noche y también cuando llueve. Viven con un gallo que madruga poco y al que tienen colmado de caprichos y atenciones desparasitadoras. Dan cuenta de la ensalada sobrante sin quejarse del vinagre. No queda nada de la lechuga, el tomate, la cebolla y el maíz que les traigo, y solo desprecian las aceitunas: pienso entonces que son como yo, que tengo manía a las aceitunas en ensalada.
Después me siento en el poyo de piedra que hay junto a la puerta de casa, donde el sol por fin empieza a calentar la mañana burgalesa. Llega entonces el propietario de las gallinas, que me da los buenos días antes de dejarles un hatillo de alguna hierba que no acierto a identificar. Mirando a aquellos dinosaurios supervivientes afanarse sobre la verdura, su aspecto contraintuitivo me parece cómico y entrañable.
Mientras el hombre se lava las manos en el arroyo nos da alcance una señora mayor, que llega en pasitos cortos, valida de un andador. Ambos se saludan con afecto y después ella se sienta en el poyo que queda junto al mío: “A ver si entro en calor aquí al sol”, me dice sonriendo. Después reanudará la marcha, perdiéndose tras la torre de la iglesia.
Se abre entonces el portón de al lado y por él asoma mi nuevo vecino. Es un señor encantador y muy educado que siempre viste con chaleco. Su mujer y él viven también en Madrid, pero a Retuerta dedican todos sus fines de semana, y también sus puentes y sus vacaciones. Me cuenta que esta noche se les han helado buena parte de las flores que acababan de plantar, confiando en un mayo más benigno. A lo lejos suena un claxon vehemente: el panadero. Mi vecino marchará entonces a comprar una hogaza, ofreciéndome un currusco a su vuelta. ¿De dónde traen el pan?, quiero saber. De Silos.
En Retuerta no hay tiendas, pero hay un bar, que es el requisito fundamental para mantener los lazos comunitarios de un pueblo. Me acerco a La Bombi a desayunar y por el camino me saluda, desde un tractor, otro retorcido. Todos aquí saben ya de la llegada de los nuevos vecinos. Me da la enhorabuena por habernos hecho con una casa excelente y me ofrece su ayuda en lo sucesivo: “Si necesitáis cualquier cosa, sobre todo de maquinaria agrícola, ya sabéis dónde estoy”. No tengo ni pajolera idea de manejar maquinaria agrícola, pero le doy las gracias profusamente. Antes de despedirme le pregunto por la distancia que media hasta Contreras, a donde pretendemos ir de excursión hoy. Diez kilómetros de ida, veinte contando la vuelta: eso son más de cuatro horas caminando con una parada para comer. Hay que darse prisa.
He sacado una decena de fotos en los apenas cien metros que separan mi casa del bar, sobre todo de portones de madera antiguos, provistos de grandes bisagras y cerrojos metálicos, y casonas imponentes. Hay varias en venta. La Bombi se llama Montse y es la señora oronda y parlanchina que atiende la barra de este figón destartalado pero amigable que nunca está vacío.
Después pondremos rumbo a Contreras por un camino que discurre entre sabinares, bosques de encinas y sembrados como océanos de verde. Dos buitres toman el sol en una peña cercana y un zorro deambula despistado a la luz del día. Antes de llegar, nos detendremos a comer un bocadillo de tortilla en una explanada amplia, en la que a duras penas se mantienen erguidas unas cuantas tenadas de piedra y teja que son una maravilla. Contreras es el pueblo que queda junto al cementerio de Sad Hill, el escenario natural donde se rodó el famoso duelo a tres de El bueno, el feo y el malo. Abrevamos en su bar, que ahora, aprovechando el tirón cinematográfico, se hace llamar saloon. Reciben a los forasteros unos perros hostiles pero cobardes, muy a juego con el ambiente de western. Enseguida partiremos de vuelta a Retuerta. Luego, la chimenea, una cena copiosa y a la cama.
Me despierta el canto de un cuco. A mi lado duerme todavía Jorge y entre las vigas de madera del techo descubro a la misma araña de abdomen grueso y patas de alambre que anoche se mecía en su delicada tela. Me pongo a escribir este texto con el móvil, sin abandonar aún el calor de mi edredón. Para enviarlo tendré que ir a buscar cobertura a la era: en esta estasis temporal la tecnología no nos alcanza.
Si el próximo domingo Marine Le Pen es elegida nueva presidenta de Francia, aquí el gallo volverá a cantar hacia las once, la cigüeña saldrá a buscar lombrices a la tarde y La Bombi se llenará de risas y de historias por la noche. Pienso que es muy posible que Retuerta sea el mejor pueblo del mundo.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.