Hans Magnus Enzensberger
Panóptico
Traducción de Richard Gross
Barcelona, Malpaso, 2016, 192 pp.
Nos quejamos, pero nos encanta estar en el mundo. Nos gusta creer que la crisis actual es pasajera. ¿Pero de verdad llegará el día en que no haya muertos por violencia, el terrorismo rinda sus armas, la desigualdad se acabe?
Me apena informales lo siguiente: la crisis es permanente, incluso puede ser que se agudice. De aquí a cien años todos estaremos muertos y nuestros nombres habrán sido olvidados. No habrán desaparecido los prejuicios, seguirán existiendo los opresores, los oprimidos y las injusticias. Seguirán existiendo las manchas. “El mundo –escribió célebremente David Huerta– es una mancha en el espejo.” Una mancha tenaz que no se borra, que se limpia y reaparece siempre. La mancha es algo que nos acompaña toda la vida.
El pecado, como mancha original, es un mito bíblico. Lo cierto es que la mancha ha existido siempre. Quizás el hombre sea la mancha del mundo. El Hombre de La Mancha es el loco que quiere corregir el mal del mundo. Pero lo real no tiene arreglo, propende al caos, al desorden, a la suciedad.
Desde su panóptico, Hans Magnus Enzensberger observa todo. Se pregunta por las cosas de las que no solemos ocuparnos. Entre ellas, la mancha. “¿Por qué los filósofos han omitido el problema de la mancha?” Basta con que dejemos algo a la intemperie para que se manche. Salimos de casa limpios por la mañana y por la tarde regresamos cubiertos de manchas. Salimos de la juventud impoluta al mundo, y la vejez nos va imponiendo manchas en el rostro y en las manos. ¿De dónde salieron? La realidad ensucia. El tiempo mancha. Hacemos todo lo posible para quitárnoslas, pero es inútil. Gastamos mucho dinero y esfuerzo en tratar de borrar las manchas de la ropa, en limpiar el cuerpo con jabones y afeites; en trapear el piso y fregar los trastos, en lavar el carro y barrer las calles. Todo esto es muy extraño porque en la naturaleza no existe la pureza. “La normalidad –señala Enzensberger– significa mezcla, desorden, desbarajuste, polución, cohabitación, metabolismo, mixtura.” Y sin embargo, en vano limpiamos, tallamos, pulimos sin cesar: puntual, la mancha reaparece siempre. En el mundo se emplean al año veintidós millones de toneladas de detergentes. Nuestro afán permanente de limpieza ensucia el mundo. Esas toneladas de limpiadores terminan en el mar. No nos importa. No nos damos cuenta, como apuntó Philip Roth en su novela, de que la mancha es humana. Como Lady Macbeth, nos lavamos interminablemente las manos porque no soportamos las manchas de sangre, en nuestro caso, de los animales que nos comemos, de la grasa con la que los freímos, de la mierda que nos limpiamos. ¿Para qué nos aseamos si sabemos que la limpieza es pasajera? Porque no podemos dejar de hacerlo, como las abejas y las hormigas que trabajan incesantemente. “La tendencia obsesiva a lavarse a sí mismo y al entorno –observa Enzensberger– podría incluso pertenecer a nuestro patrimonio genético.” Lavamos y limpiamos porque, como ningún otro ser en el planeta, aspiramos a la pureza. A vivir sin mácula. Para eso sirve la religión, para lavar el pecado a través de la confesión, comunión, expiación, sacrificio. Para eso sirven las leyes: para mostrarnos qué mancha y qué no. El problema con la obsesión de limpieza, más allá de la contaminación que genera, se da cuando “trasciende el ámbito privado y se convierte en la idea fija de un colectivo”. El afán de limpieza colectiva señala y condena al que le parece sucio, manchado, oscuro, pecador, de sangre impura. “Es en la limpieza de justificaciones éticas o ideológicas donde el lavado obsesivo muda en genocidio”, sentencia y advierte el pensador alemán.
Enzensberger nació en Kaufbeuren, Alemania, en 1929. De joven, como todos los jóvenes alemanes de su tiempo, militó en las Juventudes Hitlerianas, pero fue expulsado: “No soy capaz de alinearme.” Es un autor prolífico, cuya obra en buena parte ha sido publicada en español por Anagrama. Ha escrito poemas, ensayos, novelas, teatro, crónicas, libros de matemáticas para niños; ha tenido una amplia labor como antologador, editor y periodista. Es, junto a George Steiner, uno de los grandes pensadores europeos de nuestro tiempo.
El texto sobre la limpieza (“Malditas manchas”) es uno de los veinte magníficos ensayos contenidos en Panóptico. El panóptico es un edificio terrible, ideado por el filósofo inglés Jeremy Bentham, para vigilar todos sus pasillos desde un mirador central que permite ver hacia todas direcciones. Enzensberger señala, en el prólogo de estos “ensayos fulminantes”, que Panoptikum es el nombre que Karl Valentin puso al gabinete de curiosidades y horrores que reunió y exhibió en Alemania en 1935. “Allí podían admirarse –dice el autor– peculiares herramientas de tortura, una gran variedad de inventos y diversas anomalías y artefactos sensacionales.” Panóptico: un mirador para ver el mundo y descubrir en él cosas e ideas curiosas, como el afán de limpieza que glosé al principio de esta nota.
El libro apunta en muchas direcciones: la irracionalidad de las ordenanzas económicas, las naciones como invento de eruditos, la nefasta obligación de jubilarse, la sabiduría de la gente común comparada con el despiste de los expertos, las trampas de la transparencia y la pérdida de la esfera privada, nuestra deuda con la fotografía, la ciencia como religión secularizada, la relación entre inteligencia y poder, la necesidad del sexo y el sentido común y sus detractores. En suma, se trata de “textos pequeños sobre temas gigantes”.
En todos los ensayos brilla la inteligencia de Enzensberger. Una inteligencia, hay que decirlo, amable, socarrona, irónica, socrática, que no busca imponer sus verdades sino compartir sus perplejidades, que son muchas, porque a Enzensberger, al igual que a Quevedo, “el mundo lo ha hechizado”. No es, a diferencia de Steiner, un “maestro del pensamiento”, sino más bien un alumno inquieto y avezado de múltiples talentos. Alumno en el sentido de que Enzensberger nunca deja de aprender y preguntarse, de inquietarse y sorprenderse por las cosas y las conductas menudas del mundo. Para Enzensberger, a sus 87 años, los milagros existen y se abren paso a cada instante. “Uno espera, por ejemplo, en la parada de la esquina y ocurre el milagro. El autobús viene de verdad. Uno entra al supermercado y la botella de leche fresca está ahí. Uno cruza la calle y no se oye el fuego de la ametralladora. Suena el timbre y no nos visita la kgb ni el bnd ni la mafia, sino el cartero griego que, como siempre, es un dechado de solvencia y buen humor.” El milagro existe, es cotidiano, y Enzensberger nos lo recuerda. Estamos tan habituados a las crisis que “calificamos la realidad de normal, aunque es todo menos natural”.
El mundo es una mancha, sí. El caos siempre vence, las dudas son interminables, los sistemas complejos son imprevisibles, los engranajes nunca son perfectos porque los perturba la gente, ningún pueblo es el elegido de Dios, los ideales de la Ilustración han perdido su razón de ser. Todo esto es cierto, pero estamos aquí y hay que disfrutarlo. “La verdad debe ser buscada por todos”, dice Enzensberger. Un libro admirable de cuya lectura nadie puede arrepentirse. ~