Al revés que todas las historias de niños prodigio convertidos en estrellas del deporte, la de Froome no empieza con un enorme talento natural ni con una reputación establecida en categorías inferiores. Para entender de verdad lo que es Chris Froome, el cuatro veces ganador del Tour de Francia, hay que remontarse al Giro de Italia de 2010. El británico nacido en Kenia es un desconocido dentro de un equipo en formación. Marcha el 108º en la clasificación general a más de una hora del español David Arroyo, sorprendente líder de la carrera. Faltan apenas dos etapas para llegar a Milán pero una tendinitis persistente en la rodilla le mata de dolor. En esas, decide agarrarse a una de las motos de la policía en plena subida al mítico Mortirolo. Los miembros del jurado le descubren e inmediatamente le descalifican.
No hablamos de un jovencillo empezando en el mundo de ciclismo sino de un hombre de 25 años que no consigue hacerse un hueco en el pelotón internacional. Su presencia en el equipo Sky se debe más a una cuestión de filosofía interna que de mérito deportivo: después de un par de años en el Barloworld sin pena ni gloria, Sir Dave Bailsford ha decidido reclutarle para lo que pretende ser el germen de la explosión británica en ciclismo en la antesala de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. No en vano, el líder del equipo es Bradley Wiggins, un corredor de velódromo reconvertido al asfalto solo unos años antes y convertido de repente en candidato a grandes vueltas.
Froome, al igual que Geraint Thomas, Stephen Cummings, Peter Kennaugh y todos los británicos que van recalando en el equipo, tiene como única función ayudar al gran líder… pero no lo consigue. Sus resultados a lo largo de 2010 siguen siendo mediocres. Ni escala ni va bien en las contrarrelojes. En 2011, las cosas no irán mucho mejor: le mandan a España en primavera, donde corre cuatro vueltas de una semana y en ninguna consigue acabar entre los cincuenta primeros. Entonces, en mayo, ocurre el milagro: Froome, extremadamente cansado desde hace meses, descubre que es víctima de una enfermedad llamada “bilharzia”, como el parásito que la causa, un síndrome que poco a poco va agotando las fuerzas del enfermo.
Después de consultar médicos y médicos, Froome ya tiene un motivo claro para explicar su bajo rendimiento cara al equipo: la “bilharzia” es habitual en África y él nació en Kenia, así que igual el parásito entró en algún momento en su cuerpo y está haciendo de las suyas ahora. De hecho, no es la única enfermedad que atormenta a Froome, que también tiene que medicarse contra la fiebre tifoidea, la urticaria, la blastocitosis y el asma. El keniano-británico es como uno de esos niños de cristal a punto de romperse en cualquier momento: frágil, delgado, con los brazos consumidos por el esfuerzo y la medicación.
Y, así, este mismo muchacho que se arrastraba por el Mortirolo, empieza a tener buenos resultados en el Tour de Romandía, en la Vuelta a Suiza y el equipo decide llevarle a la Vuelta a España, de nuevo como gregario de Bradley Wiggins. Si la cosa va bien, renovará contrato; si no, probablemente su carrera en la élite se pueda dar por terminada. Más le vale aplicarse en el intento.
Y se aplica, vaya si se aplica. Lo que pasa en aquella Vuelta nadie lo entiende. Puede ser la medicación, puede ser la urgencia económica… El caso es que Froome se defiende en las primeras etapas de montaña y da una exhibición en la contrarreloj de Salamanca que le coloca como líder. Las dudas dentro del propio equipo Sky, que le sigue obligando a trabajar para un desencajado Wiggins, acaban impidiéndole hacerse con el triunfo final. Solo trece segundos le separarán de la victoria y, desde entonces, la Vuelta se convierte en su gran obsesión. Una obsesión que le persigue año tras año y que siempre le es esquiva, como buen fantasma.
Otra cosa es Francia. Por si hay alguna duda sobre su irrupción entre los grandes del ciclismo, Froome hace segundo en el Tour de 2012 de nuevo por decisión interna del equipo, que decide que gane Bradley Wiggins. El keniano no se queja y como recompensa se gana la fidelidad de todos los directivos. A partir de ese momento, el Sky será el Sky de Froome, pase lo que pase. Una fidelidad con réditos, por cierto: en 2013 gana la carrera y en 2015 repite triunfo en París, así como en 2016 y 2017. Por el camino, múltiples carreras de una semana y un par de medallas olímpicas en la modalidad contrarreloj.
¿Cómo es posible que un hombre destinado a la nada haya acabado dominando de esta manera la mejor carrera del mundo? Si se analiza al Froome renacido no hay tanta diferencia con el Froome de los inicios: sigue sin manejar bien la bicicleta –aunque ha mejorado un poco con los años-, su estilo técnico es mejorable, no llega a ser el mejor en nada… pero tiene a su favor un activo importantísimo en carreras de tres semanas: no falla nunca. Sin llegar a ser un hombre sin atributos es desde luego un hombre sin defectos. No tiene nunca un día malo o lo disimula de la mejor manera posible, no gana contrarrelojes pero queda delante de sus rivales directos, no se le recuerda una gran exhibición en montaña, pero sí ataques sueltos que consiguieron hacer daño. Gestiona sus ventajas con maestría y poco a poco ha ido leyendo la carrera cada vez mejor.
Aun así, siguen las dudas, claro. El ciclismo es un deporte que se ha ganado estar bajo constante sospecha y el ganador siempre será el principal sospechoso. Sobre todo un ganador con cinco enfermedades reconocidas y que en el pasado se agarraba a las motos para poder subir los puertos. Está la duda de la credibilidad y la duda de su verdadera valía. Nadie gana cuatro Tour de Francia por casualidad, pero no está nada claro que Froome los hubiera ganado dentro de un equipo que no fuera el Sky. El dominio del equipo británico en el Tour es exagerado y este año más que ninguno. Da igual quién esté: se pone a tirar al frente del grupo y los favoritos van cayendo de uno en uno. Su superioridad es apabullante en todos los terrenos, hasta el punto de que su jefe de filas apenas tiene que hacer un par de kilómetros, si llega, de cara al aire.
De los cuatro Tours que ha ganado Froome, este ha sido el que más igualado ha llegado al final: apenas 54 segundos sobre el colombiano Rigoberto Urán. Paradójicamente, ha sido también el más cómodo. No ha tenido que hacer prácticamente nada: ganar unos segundos en el prólogo y asegurarse de que no los perdía. No ha habido tampoco entre sus rivales tentación alguna de organizar una revuelta: las etapas se han sucedido entre victorias al sprint de Marcel Kittel y jornadas de montaña con cinco camisetas del equipo Sky liderando el pelotón principal. El tedio. El torpor del verano. Froome es un hombre que no falla, pero por eso mismo es un hombre que no enamora. La leyenda del self-made man le granjeó algunas simpatías, quizá porque todos pensábamos que la cosa no iba a llegar tan lejos. La anécdota se nos ha ido de las manos.
El año que viene, a los 33, intentará ponerse a la altura de los Anquetil, Merckx, Hinault o Induráin con cinco Tours en su palmarés. Con todo, cuesta verle como un igual. Todo ha pasado demasiado rápido y de manera demasiado confusa. Nadie le esperaba y una vez que llegó decidió quedarse. Sin hacer ruido. Con los codos abiertos y moviendo la cabeza de izquierda a derecha continuamente. Acelerando sentado y descendiendo puertos con la cabeza en el manillar. Un hombre atípico, en definitiva, como todo en su vida.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.