La vida puede ser mejor

Los avances en la psiquiatría y el desarrollo de nuevos fármacos han mejorado la vida de millones de personas. Pero hay corrientes que confunden la enfermedad con el estado de ánimo y culpabilizan la tristeza de origen patológico.
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Supe hace poco de un antiguo compañero del colegio. Lo vieron unas amigas, que me contaron que no ha terminado la licenciatura a los 30 años. Que no estudia ni trabaja. Dicen que no quiere hacer nada ni ver a nadie, que apenas sale de casa de sus padres y, cuando lo hace, prende fuego a la noche. Que se pierde durante dos días en los que vaga por la ciudad, borracho. El resto del tiempo lo pasa leyendo, actividad que no ha conseguido rentabilizar laboralmente, pero que le ha permitido llegar a ser el rey del Trivial.

Mi amigo no lo sabe, pero está deprimido. Lo he visto en otras personas: enmascaran su dolencia con una ilusión de vida bohemia. Creen que han elegido lo que son. Piensan que el mundo no funciona como debería y han decidido apartarse de él. En realidad son ellos los que no funcionan. He visto también tristezas infinitas sin causas intuitivas. Esas son las peores, porque chocan con la incomprensión de todos, del que la sufre y del observador externo.

Como no son conscientes de que están enfermos, no saben que una visita al médico podría cambiarles la vida. Si todas las ciencias progresaron espectacularmente durante la segunda mitad del siglo pasado, la psiquiatría lo hizo como pocas. El desarrollo de nuevos fármacos hizo posible la desinstitucionalización de la mayoría de los pacientes, que por primera vez pudieron vivir vidas normales. Y medicinas como las benzodiacepinas o la fluoxetina han supuesto una verdadera revolución clínica.

Sin embargo, en las últimas décadas, y al tiempo que la psiquiatría avanzaba, comenzó a surgir un movimiento de rechazo a la disciplina. No se trata de la antigua antipsiquiatría, que había puesto el foco sobre la necesidad de erradicar ciertas prácticas terapéuticas controvertidas, así como de normalizar el trato con los pacientes. En el nuevo rechazo a la psiquiatría, que se dirige especialmente contra el uso de ansiolíticos y antidepresivos, observo dos pulsiones de origen análogo pero convergente.

Por un lado, esta censura parece beber de la moral tradicional judeocristiana, por la cual el padecimiento adquiere la forma de un ascetismo virtuoso, forma parte de un proceso necesario de expiación del pecado y constituye una herramienta para acercarse a dios. Por otro lado, hay una inercia posmoderna de negación de lo químico que puede enmarcarse en una impugnación más amplia de la ciencia.

Cada año se escriben miles de artículos que previenen contra el uso de fármacos y proponen el consumo de helado de chocolate, la meditación, el yoga o ciertas terapias alternativas para combatir dolencias para las que la psiquiatría ya había advertido una base orgánica y biológica hace un siglo. Este rechazo ha venido de la mano de un auge en la edición de libros de autoayuda y de una opinión popular que nos conmina a la construcción personal y el autoconocimiento. Cómo olvidar aquel título de soberbia irresponsable: Más Platón y menos Prozac.

Se ha frivolizado con la salud, confundiéndose la enfermedad con el estado de ánimo, y se ha instigado la culpabilización de la tristeza de origen patológico. También se ha producido una tergiversación del papel de la psicología, cuyos profesionales son vistos a menudo como meros consejeros espirituales o como personas a las que puedes contar tu vida, una lectura que contrasta con el camino crecientemente empírico y sistemático que la disciplina emprendió hace décadas.

El ruido y la desinformación han abocado a muchas personas a un cierto desamparo médico, precisamente cuando la medicina hace posible un mejor diagnóstico y tratamiento de las dolencias psíquicas. Nadie ha de estar a salvo de los días malos, pero todos deberíamos poder estarlo de la depresión o la ansiedad. Forma parte del derecho a la salud.

Es cierto que el uso de antidepresivos ha ido en aumento, pero esa curva de consumo era previsible si tenemos en cuenta que su historia es corta: datan de los años 50. En todo caso, no es una curva muy diferente a la que describen otros fármacos que se generalizaron en fechas parecidas, como los antibióticos. Sí, usamos más medicinas que en cualquier época anterior porque tenemos la suerte de disponer de ellas.

Estos días de Navidad, que me son tan queridos a pesar de traumas y ausencias, son también fechas de especial fastidio para los que no pueden ser felices. En Navidad me acuerdo de mi compañero del colegio y de otros amigos que parecen haber perdido el rumbo de sus vidas, o de personas que forman parte de nuestro vecindario virtual y que han hecho de su muro de Facebook una glosa diaria de sus angustias. A todos ellos me gustaría decirles: id al médico. La vida puede ser mejor.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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