Letras Libres ha reunido a un grupo de expertos para que detallen los desafíos más apremiantes que tiene México hoy día en materia económica, ambiental, educativa, de género y seguridad. Si en algo coinciden todas esas voces es en que la voluntad política se ha contentado con crear instituciones huecas y aprobar reformas mancas que no convocan el apoyo de los sectores clave ni de la ciudadanía. ¿Qué diagnósticos tomar en cuenta para poner estos temas sobre la mesa? Este número es una apretada agenda de malestares nacionales. Pero más que eso: un panorama para empezar a tener una discusión más transparente.
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Un sistema anticorrupción es el último recurso de una democracia amenazada, y la nuestra lo está. Más allá de contiendas y tribunales electorales, de límites al financiamiento de las campañas y recuento de votos, nuestra democracia ha provocado desasosiego entre aquellos a los que pretende servir. De acuerdo con el Latinobarómetro 2017, México y Venezuela son, en la región, los países que menor aprecio sienten por la democracia. Nuestro caso empieza a ser alarmante. Entre el 2015 y el 2017 el número de personas en México que consideró la democracia como “la mejor forma de gobierno” cayó del 71% al 56% y solo uno de cada cuatro mexicanos está satisfecho con los resultados de este tipo de régimen.
Entre las explicaciones de nuestro descontento, destaca la frecuencia con que los mexicanos tenemos que pagar sobornos. En un estudio reciente de Transparen- cia Internacional, el 53% de los mexicanos declaró haber pagado mordidas para acceder a la educación, la seguridad y la justicia, entre otros servicios públicos básicos. La misma organización ha informado durante años que la corrupción es el impuesto más regresivo que tenemos: en promedio, el 14% del ingreso familiar se destina al soborno para facilitar los trámites y conseguir la provisión de los servicios públicos; esta cifra se duplica cuando se trata de hogares que perciben un salario mínimo o menos.
Como jefes de familia o ciudadanos, atestiguamos a diario que las elecciones regulares y competidas son un mecanismo insuficiente a la hora de asegurar buenos gobiernos. Las alternancias van y vienen. Las elecciones reñidas son cosa de cada año en todo el país –la de Colima en el 2015, las del Estado de México y Coahuila en el 2017–. La competencia es férrea, pero el gobierno no cambia y la corrupción no disminuye. Por el contrario, la rivalidad electoral abrió la puerta a elecciones más caras, a más dinero ilegal en las campañas, a mayores compromisos que atan de manos a los candidatos y a sus partidos, junto a un electorado que, incluso en lugares con una alta participación en las urnas, confirma que la política es más de lo mismo. Claro que hay excepciones, sobre todo en el Congreso, donde se pueden encontrar legisladores con estilos y proyectos alternativos –es el caso de Wikipolítica y Pedro Kumamoto en Jalisco–, sin embargo, no puede decirse que esta sea la tendencia de cada legislatura; mucho menos, que estas fuerzas sean capaces de hacerse del control político en el legislativo federal.
Sistemas y no zares anticorrupción
De los objetivos del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) sobresale uno: el de contribuir, aprovechando al máximo los recursos del Estado, a sanar la república. Restaurar la res publica supone asegurar a quienes participan del pacto social que, a pesar de los quebrantos y las desviaciones, el bien público se impondrá a final de cuentas sobre los intereses particulares. Los sistemas anticorrupción –ya sea en Dinamarca o en Somalia– buscan demostrar a la sociedad que el Estado, y no solo el gobierno, es capaz de corregir y reparar aquello que las canonjías, los malos manejos y los privilegios provocaron. Si bien es cierto que en términos prácticos su función es desarticular las redes de corrupción enquistadas en o alrededor del gobierno –esto es, sancionar a los funcionarios públicos y las empresas que de forma coordinada desvíen recursos o alteren de manera opaca las concesiones y las licitaciones públicas–, desde una perspectiva de Estado, estos sistemas quieren, sobre todo, mandar el mensaje a la ciudadanía de la capacidad estatal para restaurar la primacía del interés público.
Para cumplir su propósito práctico –desmantelar las redes de corrupción e impunidad–, los sistemas anticorrupción necesitan armonizar el uso de los recursos del Estado. Por ello, las democracias consolidadas prefieren impulsar este tipo de sistemas en vez de comisionados presidenciales o institutos autónomos. No todos los países les dan el nombre de “sistemas anticorrupción”. Sin embargo, una revisión bibliográfica muestra que Nueva Zelanda, Australia, el Reino Unido y los países nórdicos comparten un sistema en que la policía y los fiscales investigan los casos de corrupción identificados por las auditorías independientes o las investigaciones periodísticas; y en que los jurados y jueces sancionan a los responsables que, a su vez, cumplen las condenas que se les imponen. En las sociedades que tienen mejores diseños institucionales, esto también supone la recuperación de activos y la reparación de daños.
Ahora bien, la coordinación al interior de los sistemas anticorrupción se puede dar de iure o de facto. México decidió seguir la primera vía, es decir, se propuso organizar, mediante un comité, a las agencias gubernamentales involucradas en el tema en torno al propósito común de desmantelar las redes de corrupción y enmendar los daños a la institucionalidad del país. Al escoger esta vía, el Congreso mexicano –con la presión constante de las organizaciones civiles, académicas y empresariales– pretende que los tres poderes del Estado (el ejecutivo, el legislativo y el judicial) hagan su parte en la tarea anticorrupción, al tiempo que la sociedad, representada por los ciudadanos que ahora participan y presiden el SNA, le den dirección y sentido estratégico al sistema en su conjunto.
El difícil arranque
A un año de la promulgación del primer paquete legislativo contra la corrupción y a meses de su complicado arranque, coordinar a las agencias estatales –y darles sentido y dirección estratégica– ha demostrado ser una tarea compleja. ¿Qué política puede seguir un país que según la Encuesta Nacional de Corrupción y Buen Gobierno registra más de 220 millones de actos de corrupción administrativa tan solo en un año? ¿Debemos poner el foco en Odebrecht y el financiamiento de la política o nos concentramos en los sobreprecios en la compra de medicamentos destinados a los hospitales públicos? ¿Hay que revisar las concesiones de transporte público en las ciudades intermedias o me- jor buscamos desterrar la corrupción de las policías municipales? ¿Cumplimos de manera formal las convenciones internacionales contra la corrupción o entregamos resultados mediante investigaciones concretas? ¿Encaramos a las redes de corrupción que azotan el manejo de la tierra en las costas de Quintana Roo o a las que participan de la sangría diaria en las arcas de Veracruz? La respuesta políticamente correcta es la tolerancia cero a la corrupción. En términos axiológicos es la definición correcta; cualquier asunto público que violente los derechos humanos, desvíe recursos escasos o cobre vidas en los terremotos –como los ocurridos los días 7 y 19 de septiembre de 2017– debería ser investigado y sancionado con toda la fuerza del Estado.
En términos prácticos, sin embargo, la respuesta no es tan sencilla. El Estado, y no solo el gobierno, tiene que definir prioridades. En México, por poner un ejemplo, una de ellas debería ser la transformación integral de los mecanismos de control, auditoría y fiscalización del gasto público en los estados de la Federación. A nadie le queda duda de que la docena de gobernadores acusados, bajo investigación o detenidos por corrupción son síntoma de un patrón sistemático, a saber, que los congresos locales no son un contrapeso al poder del ejecutivo estatal –en muchos casos, participan en la trama de corrupción encabezada por el gobernador.
Como mecanismo de coordinación, el SNA no es el responsable directo de procesar judicialmente a los gobernadores. Esta, más bien, es tarea específica de las fiscalías, las procuradurías y los jueces; en cambio, el SNA tiene la obligación de dar seguimiento al desempeño de estos últimos, así como de evidenciar sus limitaciones y corregir los problemas de diseño y operación de las instituciones encargadas de fiscalizar el gasto público.
A la mesa de coordinación se sientan quienes fiscalizan los recursos, quienes investigan la corrupción y quienes la sancionan. Fiscalizadores, fiscales y jueces se reúnen para entender qué funciona y qué no en nuestro sistema, y también con el objetivo de provocar la presión social necesaria para que ninguna de las agencias e instituciones del Estado miren para el otro lado o “naden de muertito”.
Por ese motivo, como reveló recientemente el New York Times en una investigación de Azam Ahmed, el SNA ha ocasionado tales resistencias entre la clase política: la incomodidad entre diputados y senadores, los continuos desaires a los ciudadanos que forman parte de su órgano de gobierno y las negativas a entregar información sobre el estado de las investigaciones de casos como Odebrecht o la llamada “Estafa maestra”. Hay que decirlo: la reticencia al Comité de Participación Ciudadana del SNA no proviene de la independencia de las investigaciones de las procuradurías o de la extraordinaria efectividad de las contralorías estatales para enfrentar el problema; el naciente sistema es incómodo para la clase política porque expone quién no está haciendo su parte y qué está fallando en la estrategia anticorrupción.
Dicho de otra forma, el SNA todavía no es capaz de desmantelar las redes de corrupción que se enquistaron en el Estado mexicano, y mucho menos lo es para restaurar la confianza pública. A pesar de ello, y sin lugar a dudas, el SNA, y sobre todo su Comité de Participación Ciudadana, pre- sidido en su primer año por Jacqueline Peschard, empieza a evidenciar cuáles piezas de la fiscalización y el control del gasto público son mera simulación y por qué buena parte de las inversiones en esta materia no han dado resultado.
El balance del primer año de operación del SNA es contundente. México aún carece de una política pública nacional y articulada para combatir la corrupción, aunque tampoco es cierto que nada ha pasado. El primer resultado del SNA fue mostrar que durante años los poderes del Estado han hecho mucho precisamente para que no pase nada. Ahora empezamos a comprender cuáles son los fusibles que fallan de forma sistemática y continua, cuáles instituciones son de papel. A la par del nacimiento del SNA, la ciudadanía expresa que cada vez entiende mejor que un sistema anticorrupción incapaz de eliminar las redes de corrupción es inaceptable para la sociedad.
De cara al nuevo gobierno: SNA 2.0
Recuerdo la primera vez que escuché la frase: “Cuando encares una curva sin peralte, acelera, no frenes.” Fue desconcertante. Desplomó mi intuición de conductor primerizo. Lo cierto es que, antes de recibir este consejo, habría frenado. Ante una curva peligrosa y mal diseñada, el instinto ordena frenar, detenerse. Asumámoslo: las resistencias seguirán en pie. No hay duda de ello. Las redes de corrupción en el país están tejidas en las instituciones; se nutrieron de ellas y en muchos casos se moldearon a partir de sus intereses. Están hechas a imagen y semejanza de sus creadores –muchos de sus creadores son parte del problema.
Pero de eso se trata la construcción de instituciones: de enfrentar curvas peligrosas y mal diseñadas. Se trata de acelerar en vez de frenar. El SNA está en su etapa germinal. Apenas empezamos a enfrentar nuestras inercias institucionales y cognitivas. Como sociedad, hemos abandonado ya la idea de que la alternancia o las elecciones resuelven por sí mismas todos los problemas del país; a cambio, vamos entendiendo que la forma en que podemos preservar nuestra democracia es controlando la corrupción.
Por vez primera en nuestra vida como república, pasamos de pedirle al gobierno que resuelva el problema de la corrupción a tomar la ruta cívica, y a mantener el tema en la agenda electoral y de gobierno. Hoy, en las sobremesas y espacios de debate, dudamos de si deberíamos repetir, sin reflexionar, que la corrupción es problema de nuestra idiosincrasia o que está en las venas, en el adn mismo, del mexicano. Al fin comprendimos que las contralorías no son zares anticorrupción y que una fiscalía general independiente y eficaz es la única ruta judicial viable contra las redes de corrupción. Nos faltan los jueces. Como sociedad también vamos asimilando que no hay corrupción gubernamental sin su contraparte empresarial; ahora estamos conscientes de que estas redes incluyen a particulares –como notarios, financieros, empresas fantasma–. En el terreno de las novedades, hace poco más de un año atestiguamos que los empresarios de traje y corbata pueden ir al Ángel de la Independencia a manifestarse contra la corrupción. Comenzamos a entender, con pruebas en mano, qué es lo que no funciona y por qué no lo hace, y a reformar las instituciones sin perder estabilidad social o certeza jurídica.
No son halagüeñas las fiscalías electorales descabezadas ni los nombramientos a modo; tampoco lo es el ritmo de transformación de las instituciones. No nos alienta la manera en que la pgr ha investigado el caso Odebrecht o la “Estafa maestra”, ni el intento de los gobernadores por mantener el gatopardismo como forma de vida política. ¿Pero alguien en verdad imaginó que cortar las redes de corrupción y cambiar el régimen sería una primavera política?
Como sucede con cualquier sistema operativo –el de la computadora en la que escribo, el del celular en el que usted lee textos–, los sistemas anticorrupción aprenden de sus errores y corrigen en las nuevas versiones lo que no funcionó en las anteriores. La versión 2.0 del SNA tiene mucho que aprender de sus primeros doce meses de operación. No se trata de gradualismo, sino de mejora continua. Estamos al principio de una curva peligrosa y mal peraltada. No podemos frenar. Tenemos que ir por más. ~
Estudió ciencias políticas y administración pública en la UNAM y es maestro en estudios del desarrollo por la Universidad Cambridge. Desde 1999 es el director general de Transparencia Mexicana.