El racismo como tradición americana

En un artículo en el New York Times, Paul A. Kramer sostiene que las expresiones denigrantes de Donald Trump sobre países latinoamericanos y africanos son actos verbales de una larga tradición racista estadounidense. Pero en su artículo elude el peso de otra tradición: la de la apertura migratoria.
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Paul A. Kramer, historiador de la Universidad de Vanderbilt y estudioso del experimento colonial en Filipinas, ha escrito, para The New York Times, un artículo sobre el racismo en Estados Unidos, que hay que leer. Sostiene Kramer que las expresiones denigrantes de Donald Trump sobre países latinoamericanos y africanos son actos verbales de una larga tradición racista, en Estados Unidos, codificada en las leyes de migración. Desde fines del siglo XVIII, cuando se funda la república, se aplicaron legislaciones que restringían la entrada al país de ciudadanos “indeseados” por una definición racial que los presentaba como moralmente inferiores.

Kramer recuerda que la primera ley de naturalización, en 1790, bajo la presidencia de George Washington, reservaba el derecho de internación a los “blancos libres de buen carácter”. Los afrodescendientes fueron los primeros “inmigrantes ilegales” que contemplaron las leyes estadounidenses durante el siglo XIX. Luego vendría la Chinese Exclusion Act de 1882, que a principios del siglo XX, con el Asiatic Barred Zone de 1917, se extendería a los pobladores de un territorio enorme, entre Tailanda y Arabia y entre Turquía y la India. En los años 40 y 50, ambas leyes fueron removidas, aunque otras renovaron restricciones similares.

Lo que sostiene Kramer es que luego de la gran batalla por los derechos civiles de los 60, comenzó a operarse un cambio en el lenguaje público en Estados Unidos, que acabaría produciendo un espejismo simbólico. El racismo y la xenofobia eran mal vistos en la esfera pública, pero seguían conformando buena parte del legado jurídico y de la cultura política de los norteamericanos. El peso de aquella tradición pudo comprobarse luego del 11 de septiembre de 2001 cuando, a pesar del avance del multiculturalismo en los años de Bill Clinton, se aplicó una severa política contra la inmigración del Medio Oriente.

El historiador sugiere que la vuelta a la lógica multicultural con Barack Obama reactivó aquel espejismo, que ahora se deshace con Trump. La retórica del actual presidente es fiel no solo a una tradición ideológica, sino a un entramado institucional y jurídico que persiste en levantar barreras entre un “nosotros americano” y el resto del mundo. La misma centralidad de Estados Unidos en lo que durante la Guerra Fría se llamaba el Oeste u Occidente comienza a desfigurarse en el discurso oficial y la lógica excepcionalista del mesianismo estadounidense llega a su mayor exaltación.

El problema con el razonamiento de Kramer es que, necesariamente, debe eludir el peso de la otra tradición americana, que es la de la apertura migratoria, la de la construcción de una nación republicana desde el principio del demos, antes que del etnos. Estados Unidos fue, en el siglo XX, el país con mayor recepción de inmigrantes y lo sigue siendo hoy, a pesar de que otras naciones, como los Emiratos Árabes Unidos, tienen un mayor volumen de población migrante en sus territorios. Un estudio reciente de Naciones Unidas señala que en los últimos veinticinco años habrían llegado más de 46 millones de inmigrantes a Estados Unidos, lo que equivale al 20% del flujo global.

El otro ángulo problemático del enfoque de Kramer es que al incurrir en el “hurto verbal” –Daniel Cosío Villegas dixit– de catalogar un rasgo histórico de Estados Unidos como “tradición americana”, sugiere que en otras zonas del mundo, como Europa o América Latina, las cosas han sido distintas en términos de racismo y la xenofobia. Estudios contemporáneos, como los de Erika Pani y Pablo Yankelevich para México, o de Lilia Schwarcz y George Reid Andrews para Brasil, alertan sobre lo opuesto. También en América Latina se han aplicado leyes migratorias basadas en la eugenesia y el deslinde entre civilizaciones “avanzadas” y “atrasadas”.

Con el tiempo la idea de una “democracia racial” en América Latina, que en una época sirvió para criticar la segregación al estilo de las leyes Jim Crow y, de paso, apuntalar un latinoamericanismo aldeano, se convirtió en un subterfugio nacionalista. Hoy la historiografía crítica está deshaciendo esos mitos sin caer necesariamente en una glorificación del multiculturalismo, que tampoco ofrece soluciones pertinentes en todas latitudes. Nuestra época demanda un esfuerzo de imaginación en el tema de los derechos civiles, que políticos, legisladores e incluso organizaciones de la sociedad civil defensoras de los derechos humanos no están dispuestos a asumir.

Poco sentido tiene persistir en diferencias sustanciales entre un racismo y el otro, enarbolando el mestizaje como causa identitaria, ya que la inmigración latinoamericana y caribeña de las últimas décadas en Estados Unidos traslada a este país una amplia población mestiza. En el siglo XXI, como vemos en Europa del Este, todos los racismos del pasado amenazan con la misma reaparición. La diferencia está en los gobernantes y en la mayor o menor capacidad que tengan para evitar la vuelta al fascismo. Si sigue propagándose, como hasta ahora, la ola xenofóbica en Estados Unidos y Europa, todos estaremos en riesgo. Navegamos, como dijo el filósofo, en el mismo barco.

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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