Foto: Andrew Smith, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

Exilios de derecha, exilios de izquierda

No se puede identificar a los exilios latinoamericanos con una sola tendencia política.
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Hace poco leí el artículo “La república latinoamericana”, del escritor cubano Carlos Manuel Álvarez, y me llamó la atención su visión de parte del exilio cubano, nicaragüense y venezolano, al que califica de “institución”: derechistas irredentos que llevan su desgracia a cuestas e interpretan sus países de acogida a partir de sus experiencias y, sobre todo, de sus prejuicios. Las víctimas de totalitarismo, afirma Álvarez, asumen posturas que lo invocan al cerrarse a las diferencias efectivamente existentes entre sus países de origen y los de acogida. Por ejemplo, señalan dictaduras donde no las hay cuando se trata de gobiernos de izquierda, una lamentable banalización de la experiencia de vivir en regímenes autoritarios, y aplauden derechistas al estilo de Javier Milei, Jair Bolsonaro y Donald Trump.

El tema es delicado en un momento en que mis connacionales emigran en masa a otros países y son víctimas de una xenofobia rampante. Las redes sociales en el período de elecciones de Chile, Colombia y Argentina han abundado en invectivas en contra de los “fascistas” venezolanos, dirigidas en particular a simple gente de a pie como manicuristas, repartidores de comida o personas dedicadas al comercio informal. También han sido frecuentes las críticas a sectores más acomodados que hacen gala de su fervoroso apoyo a las prédicas antifeministas, anti LGBTQ y anticomunistas de Bolsonaro, Milei, Abascal y Trump. Álvarez incluye el sionismo entre los pecados políticos de nuestros connacionales; este asunto, demasiado espinoso en este momento, toca fibras políticas de otra naturaleza. Hamás ha aplaudido abiertamente a Nicolás Maduro, al igual que otras organizaciones en favor de los palestinos, violentas o no, que olvidan que el dictador venezolano ha provocado una migración como la que ellos han padecido. No solo los “pijos” (fifís, sifrinos) exilados sufren de ceguera selectiva en materia política, también quienes luchan por los palestinos lo hacen. Personalmente apoyo la existencia de dos Estados, me alejo tanto de las políticas de Netanyahu como de las de Hamás y entiendo que la población civil palestina ha llevado la peor parte en el conflicto, pero no olvido, como feminista mujer lesbiana, en cuál país del Medio Oriente podría vivir libremente.

Sin duda, llama la atención el apoyo a opciones autoritarias opuestas a las que empujan a la decisión de la migración y, más específicamente, del exilio. Pasó también con exiliados de dictaduras de otro signo: en mis tiempos de estudiante, el exilio chileno, argentino y uruguayo que conocí era de izquierda, en unos cuantos casos de vocación totalitaria procastrista y prosoviética. Existía, desde luego, otra migración del sur desinteresada de temas políticos, amén de orientada, con toda legitimidad, al progreso material tan esquivo en sus países. No tuve contacto con el exilio de la Guerra civil española, ya convertido en leyenda en mis predios juveniles y conformado por una variopinta mezcla de simpatías políticas, entre ellas las comunistas estalinistas. La revolución fue una pasión política del siglo XX; los prorrevolucionarios se equivocaban, pero me toca comprenderlos, no simplemente atacarlos en retrospectiva (cosa que, por cierto, he hecho).

No es fácil tipificar políticamente la “institución del exilio” a partir de una sola tendencia. Hay otra ala de esta institución, la de los izquierdistas de los sectores universitario y cultural que suelen olvidar las dictaduras de las que salieron. En el caso venezolano, se trata de egresados y colegas de las universidades nacionales autónomas que al instalarse en Estados Unidos y Europa occidental se convierten en fervientes críticos del capitalismo y de la democracia liberal. Incluso, califican a Nicolás Maduro de neoliberal por su política extractivista, como si la destrucción del mercado y el manejo férreo del Estado sobre la economía, y sobre todas las áreas de la vida colectiva, no fuesen características clásicas de los gobiernos insertos en la genealogía del poder socialista del siglo XX. Eso sí: cómo les gustan a mis colegas y exestudiantes de Estados Unidos o Europa occidental sus sueldos de profesores o las becas doctorales, la vida cultural floreciente, las izquierdas caviar y el dinero del que no disfrutaron en sus empobrecidos países. Los chavistas de mi entorno en Venezuela, que reniegan del madurismo, no están en Cuba, Rusia, China o Irán ni por casualidad: estudian doctorados en Estados Unidos. Tienen razón, hay que adaptarse y sobrevivir; llenarse la boca con el neoliberalismo en el mundo de las ciencias sociales, las humanidades, el arte y la literatura sirve de pasaporte de entrada.

Soy feminista y, en cuanto a política del Estado nacional, soy demócrata liberal, entre la socialdemocracia y el liberalismo cosmopolita. Es imposible que Trump, Bolsonaro, Milei y Abascal sean santos de mi devoción; en especial, Trump me parece, junto a Vladimir Putin, uno de los jinetes del apocalipsis de la democracia liberal. Pero, por sobre todo, respeto la vida real, la de las personas de a pie, esas que salen de Nicaragua, Cuba y Venezuela a pasar trabajo y humillaciones, los que atraviesan la selva de Darién, se suben en el tren apodado “La bestia” o prefieren el riesgo de que se los coman los tiburones a quedarse en Cuba. Aunque no pertenecen a la “institución del exilio”, tienden a mirar con desconfianza a la izquierda que apoyó la Revolución bolivariana; también a la que permitió que minorías iracundas arrasaran Santiago de Chile y reventaran las estaciones de transmilenio en Bogotá, por no hablar del último gobierno peronista en Argentina y las necedades de Pedro Castillo en Perú, un xenófobo de primera línea. No apoyo sus equivocaciones o aciertos políticos, comprendo su origen, su ambición de paz y de un trabajo, su angustia por su familia.

Álvarez indica que el verdadero problema del mundo actual es la lógica del poder económico, la cual ha sobrepasado cualquier otra instancia de la vida social y organiza al mundo con el fin de seguirse reproduciendo, quitándole fuelle al ataque de las revoluciones izquierdistas, cadáveres políticos ya incapaces de influir en el mundo. Muy marxista el enfoque y, como todo abordaje economicista, olvida la variedad esencial de los fenómenos políticos en dos aspectos. El primero: las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela siguen en pie maltratando a la población y cuentan con el apoyo, discreto o indiscreto, de países como China y Rusia. El segundo: hay países con condiciones más favorables que otros en cuanto a bienestar social y derechos humanos.

Tristemente, la democracia liberal, que ha acompañado a tantos países prósperos, está bajo ataque desde la izquierda y la derecha; en consecuencia, cabe la posibilidad muy real de que seamos testigos de su naufragio en el mundo, asunto que no creo obedezca exclusivamente a la lógica del capital sino a profundas necesidades humanas que las democracias no están satisfaciendo, entre ellas la seguridad y la cohesión social. Es una lástima si esto ocurre, porque estoy segura de que Carlos Manuel Álvarez coincidiría conmigo en que España está mejor que Cuba, del mismo modo en que yo siempre le digo a mis colegas, estudiantes y amistades mexicanas que el gobierno de López Obrador es muy distinto al de Maduro. México, con todos sus problemas, está mejor que Venezuela. Aquí le doy la razón al escritor cubano: el miedo alimenta al autoritarismo; por ende, hay que disiparlo en la pequeña medida de cada quién, sin olvidar de dónde venimos y del porqué de nuestro exilio. ~

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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