El amor de Marie Jo Paz

En memoria de Marie José Paz, fallecida recientemente.
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“Fue lo mejor que me ocurrió en la vida, después de nacer”, le escuché decir a Octavio Paz sobre Marie Jo, su compañera, su esposa, su inspiración. Antes de conocerla a principio de los sesenta, la vida amorosa de Paz había sido intensa y apasionada, pero rara vez dichosa y plena. Era y no era querido. Paz podría haber sido el sujeto de aquel poema de Auden: “If equal affection cannot be, then let the more loving one be me”. Con la genial e inasible Elena Garro, con la misteriosa y volátil Bona, con otras mujeres que pasaron por su vida, Paz fue siempre “the more loving one” hasta que en la India, a punto de perder la esperanza de encontrar ya no digamos ese amor equitativo sino el amor sin más, perdido en su laberinto, encontró a Marie José Tramini.

A Marie Jo le encantaba narrar el papel del “azar creativo” en aquel amor, cómo al encuentro siguió un breve desencuentro y más tarde, en una calle de París, la comunión que no cesó nunca, ni siquiera con la muerte de Octavio, cuyas cenizas conservaba cerca de ella, en una urna. Lo invocaba por las noches, lo releía durante el día, con una naturalidad que nos conmovía pero que también nos preocupaba, porque al hacerlo se privaba de una vida que no habría sido imposible recomenzar a los sesenta años de edad. No quiso hacerlo. No por conformidad ni por miedo (era arrojada y valiente, “como buena corsa”, decía) sino por fidelidad. Octavio había colmado su vida y ella la de él. No podía ni quería desprenderse.

Supe poco de su vida anterior. Hija de un médico, quedó tan ligada a la figura protectora de su padre que en los últimos años, a pesar de sufrir severos dolores óseos y otros males, se negó a ver a cualquier otro médico. Su gran tragedia fue la muerte de su única hermana y sus sobrinos, hace varias décadas, en un accidente aéreo. Al final, ya sin Octavio, la consolaba hablar por teléfono con los hijos de su primer marido (que hubieran podido ser los suyos), y aun con él mismo, quien la idolatró. Su soledad era una orfandad.

Mitigaban esa soledad algunos viejos y nuevos amigos. Las comidas con ella en algún ruidoso restaurante de Polanco eran memorables. Era divertida, golosa, ingeniosa, informada, inteligente, sutil. Y sobre todo apasionada.

¿Cómo eran en la intimidad? Entreví siempre una armonía profunda, entrecortada por la ocasional intemperancia del poeta. Reían mucho (siempre buena señal). Ella cultivaba su jardín interior en el condominio de Guadalquivir y cuando había cenas cocinaba maravillas mediterráneas. Él trabajaba en la biblioteca. Paz era alérgico a los deportes. Marie Jo jugaba tenis. Escribió poemas con el anagrama de Yesé Amory (Paz los tradujo del francés) y hacía notables collages. Al anochecer tomaban un whiskey. Ella le escogía la ropa y corbatas que rimaran con el azul de sus ojos. Eran inseparables.

En su gran biografía literaria de Paz, Guillermo Sheridan ha descrito la huella de Marie Jo. Todos sus lectores tenemos una línea favorita sobre el tema. La mía es esta, al final de “Nocturno de San Ildefonso”. Al cumplir sesenta años, Paz hacía un durísimo examen de conciencia. Es el poema de una confesión, en el sentido religioso del término, pero tras el reconocimiento de los pecados (se refería a sus décadas de apoyo a la URSS) no llega el perdón. “La historia es el error”, pero el error no es paliativo de la responsabilidad en el desastre. ¿Dónde voltear en esa desolación? A la mujer que duerme a su lado y da sentido a la existencia. La mujer, única puerta de salvación, único asidero:
 

Todavía estoy vivo.

El cuarto se ha enarenado de luna.

Mujer:

fuente en la noche.

Yo me fío a su fluir sosegado.

Cuando lo visité por última vez en la casa de Francisco Sosa en Coyoacán, repitió la misma idea con una metáfora distinta. Miraba a una ventana. De pronto, con un dejo de angustia infantil, volteó a ver a Marie Jo, y recordando el espacio geográfico e histórico más cercano a su corazón, le dijo: “tú eres mi Valle de México”.

No olvidaré su ternura con mis hijos, sus repetidas muestras de confianza conmigo, sus llamadas de aliento para continuar la vieja e interminable batalla por la libertad que nos había unido en Vuelta. Su filo crítico y su sensibilidad política eran infalibles. La vida de Paz continuó en ella. La vida de ella se consagró a Paz.

Publicado previamente en el periódico Reforma

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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