Alonso Ruvalcaba
24 horas de comida en la Ciudad de México
Ciudad de México, Planeta, 2018, 288 pp.
En su ficha de autor Alonso Ruvalcaba dice que “sus inicios literarios se dieron en la poesía”. Yo sostengo que sigue haciendo poesía y este libro es una buena muestra de ello. A través de la comida, Ruvalcaba quiere dar una visión verbal de la ciudad. Su objetivo es capturarla en una imagen poliédrica y para ello se fija el plazo de un día para esa toma de larga exposición. Crea, a su vez, no un personaje sino una voz que narra la épica (y no pocas veces la lírica, y sin duda la comedia) gastronómica de la gran urbe. Una voz masculina que en los últimos capítulos se transforma en voz femenina.
Ruvalcaba (esa voz del libro que nos guía por las horas y los comederos de la capital) canta las delicias de la ciudad omnívora pero no lo hace solo, se hace acompañar de un gran coro. Este libro incluye comentarios de aproximadamente cuatrocientos sitios para comer (que van desde la cajuela de los carros en donde se despachan tacos de guisados hasta los restaurantes sofisticados). Imposible que todos los juicios provinieran de la voz que describe y canta en este libro, y por ello Ruvalcaba se hace acompañar por un coro formado de otras voces: entrevistas, artículos, libros, comentarios publicados en la aplicación Foursquare. Al citar e integrar estas recomendaciones a la imagen que busca transmitir, Ruvalcaba las hace suyas.
Lo primero que hace es conducirnos directo al corazón de la ciudad y de gran parte del país: la Central de Abasto, el mercado más grande de América. Es el corazón y no el estómago, porque ahí llegan los alimentos de toda la república y de más allá, y desde ahí salen a sus respectivos sitios de venta. Un órgano que bombea alimentos que serán comida y luego sangre de este corazón inmenso de la ciudad. Del corazón viaja a las venas, que son legión. Ruvalcaba, a veces exaltado, a veces íntimo, en ocasiones nostálgico y en otras plantado con firmeza en el presente (como cuando describe “cómo se siente el limón a los costados de la boca, cómo te jala los cachetes para adentro”), trata de abarcarlo todo.
Todo.
Las panaderías, las pulquerías, el taco de guisado, de canasta, al pastor, las quesadillas (con su variante “quesadilla frita”), las tostadas, las salsas (las hay “narcosatánicas, mochaorejas y mataviejitas”), la comida chatarra, las Sabritas, los refrescos, la comida china, japonesa y coreana, los sushis callejeros y el pollo frito estilo Corea, las albóndigas (platillo esencial de la comida de fonda), las pizzas, las tortas, las hamburguesas, los pozoles, los pollos rostizados a la leña, el cabrito, las botanas cantineras, los cafés, la comida del Oxxo, el esquite, el hot cake, las flautas, las gaoneras, el pambazo, los infinitos modos del taco… Todo.
Como el Ulises (o Mrs. Dalloway, o Veinticuatro horas en la vida de una mujer), el libro sigue la secuencia de un solo día. Arranca en la madrugada cuando abre la Central de Abastos y termina en la madrugada siguiente en un recorrido por los lugares donde recalan los náufragos de la noche, las taquerías abundantes en frituras, buenas para equilibrar el alcohol en la sangre. Ruvalcaba señala sus fuentes y también sus ancestros. Es bueno ser agradecido. Por supuesto menciona a Novo y a Alfonso Reyes, pero sobre todo a Artemio de Valle-Arizpe, uno de los primeros maestros en la crónica gastronómica de la ciudad en Calle vieja y calle nueva (1949). Uno de “los primeros”, pero no el primero, porque este lugar lo ocupa fray Bernardino de Sahagún, traductor y extraordinario antropólogo avant la lettre, al que Ruvalcaba rinde también pleitesía. Sus traducciones de las crónicas de lo que se comía y bebía en la ciudad al momento y antes de la llegada de los españoles es… Mejor le cedo la palabra a Ruvalcaba: “los invito a tirar el libro que tienen en las manos en el basurero más cercano, prenderle fuego, danzar una danza apocalíptica a su alrededor y ponerse a leer ya la Historia general de fray Bernardino…”.
El libro de Ruvalcaba no es un libro de recomendaciones para comer bien, aunque las incluya en abundancia pantagruélica. Es un libro rico en observaciones útiles y reflexiones varias. Como la audaz tesis de que “el taco es un dumpling”. O el profundo y secreto vínculo que se establece entre el comensal y su taquero de muchos años. O la aclaración pertinente de que la comida de fonda no es una comida sencilla, pese a su precio, “hay horas invertidas ahí, hay la lenta gestación y la cocción lenta”. Una revelación: a los cocineros los imaginamos como seres inspirados, concentrados “en su dramática o evocadora composición en el plato”, pero “olvidamos el meollo, el mero ápice de todo el asunto, que es este: vender comida”. De eso se trata todo, o gran parte.
El libro de Ruvalcaba, disculpen la obviedad, es un libro sensual. No solo para el gusto (y sus infinitos recovecos), también para el oído porque escucha a su pregoneros (el de los tamales oaxaqueños, el camotero y su lúgubre silbato, el bufón del mercado que llama a gritos pícaros a su clientela), y para la vista con precisas descripciones de la colorida mesa mexicana.
Ruvalcaba deambula por la ciudad. Como Sahagún, todas las proporciones guardadas, observa: que hay distinciones sexuales en la preparación de los tacos: que solo las señoras sirven tacos de guisado y los hombres de menudencias y de carne frita; que la comida se organiza en función de los horarios de trabajo; que además del de la calle de Dolores, en el Centro, existe otro Barrio Chino, al lado sur del Viaducto; que la comida se mueve: en carretillas, carritos de supermercado, bicicletas para el taco de canasta, triciclo para el de los tamales, cajuelas para los de guisado; que la comida que más sorprende en la actualidad, por su intensidad, es la coreana; que en la vida de los chilangos nos tocan en promedio cuatro buenos temblores; que la fonda casi siempre la atiende una familia y el que va ahí se siente como en su casa; que la rivalidad es intensa entre las pozolerías de la colonia Algarín, lo mismo que entre los muchos restaurantes nuevos en el Barrio Coreano (Zona Rosa); que la pugna entre la Casa del Pavo y La Rambla en Motolinía ha trascendido el tiempo.
24 horas de comida en la Ciudad de México ofrece (recrea, inventa) una imagen de la ciudad a través de su comida. Y de cómo esa comida es fruto de su accidentada historia. Una ciudad hecha de migraciones, que gusta de experimentar, fusionar, que está abierta, adaptándose siempre. “La ciudad no morirá”, dice Ruvalcaba, porque “la ciudad quiere consumir”.
Alguien deambula por la vieja ciudad. De noche y de día. Prueba lo de aquí y lo de allá. Prueba todo. Bebe todo. Y luego canta la historia general de la comida de la vieja y siempre nueva Ciudad de México. ~