Omayra Sánchez agonizó durante tres días frente a las cámaras de televisión, las lentes de reporteros gráficos y las miradas de rescatistas que poco podían hacer para ayudarla. La imagen de la niña de 13 años atrapada por el alud de lodo y los escombros dejados por la erupción del volcán Nevado del Ruiz, en el poblado de Armero, Colombia se convirtió en un icono de lo sucedido allí, de la negligencia gubernamental.
Su agonía quedó registrada también en un video en el que se le escucha despedirse de su madre. El rostro de esa niña condenada a muerte se convirtió, a los pocos meses, en el primer premio de la edición de 1985 de los World Press Photo Awards.
Javier Darío Restrepo, quien en su momento dedicó un libro a la catástrofe de Armero, admite que Omayra suscitó una gran reacción de solidaridad, pero el costo de esta —es decir, “la profanación grosera de un momento que es sagrado porque es el más íntimo e inviolable”— debe ser cuestionado. Omayra concitó un serio debate sobre la espectacularización de la tragedia, que sigue abierto en virtud de que la niña “murió en un escenario, en una función pública” sin aplausos.
El periodismo es capaz de crear imágenes perennes, memorias lacerantes de tragedias en las que hay personas y colectividades involucradas. Los periodistas, sin embargo, no han definido con claridad su lugar frente a la tragedia. El propio Javier Darío Restrepo al plantear un escenario catastrófico como una gran explosión de gas, encuentra que muchos profesionales no vacilarían respecto a qué hacer en la escena: los médicos atenderían heridos, los ingenieros examinarían otras tuberías que pudiesen generar un nuevo estallido, los bomberos extinguirían el fuego y ayudarían a las personas atrapadas entre los escombros…El periodista, en cambio, no tiene conciencia de su identidad profesional, duda, tiene una débil convicción de su tarea, estima que observar la realidad y transmitirla no es suficiente, y es ahí donde invade otros campos. Actúa como juez y condena o absuelve porque quiere suplir la lentitud o inoperancia de la justicia. O actúa como trabajador social porque desconfía de la capacidad de los otros para ayudar.
De ese pobre entendimiento de la profesión han salido numerosos libros oportunistas sobre las víctimas de la violencia que se pretenden memorial de miles de muertos anónimos, a los que el periodista habrá de devolverles nombre e identidad. El trabajo se agota en asumir la vocería de los damnificados y pretender que se le presta voz a los que no la tienen, aunque el único nombre que permanezca en la memoria después de tres meses sea el del autor (y es que a diferencia de otras piezas, los textos que recrean el sufrimiento ajeno siempre llevan firma).
Hace unas semanas el New York Post llevó a su portada la fotografía a toda plana de un hombre que tras ser lanzado a las vías del Metro, trataba de salir antes que el tren lo arrollara, lo cual no consiguió. Umar Abbasi, el fotógrafo, dice haber corrido por el andén, disparando el flash de su equipo, tratando de llamar la atención del conductor del convoy, sin una idea clara de lo que estaba fotografiando y que fueron los editores del periódico quienes recuperaron el material captado en la tarjeta de memoria y llevaron a la primera plana una de las fotos del hombre antes de morir.
Si bien el sufrimiento es relevante, nos resistimos a que este sea entregado con la misma frivolidad y distancia de un producto, porque entonces se hace del padecimiento un espectáculo. De ahí que lo hecho por el New York Post resulte tan intolerable en comparación con la forma en que otros se aproximan al dolor.
El proceso de construcción de la noticia exige de un rigor y un tratamiento en estas situaciones que no pueden dejarse en manos de nadie que no sea un profesional. Frente a la falacia del periodismo ciudadano (que confunde el ejercicio profesional del periodismo con publicar contenido, videos, fotos y texto, que pueden tener un valor informativo), el trabajo profesional del periodista como mediador es fundamental y una tarea indelegable en medio de las catástrofes y las tragedias personales cotidianas.
“Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan”, afirma Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás, sin embargo “la indignación moral, como la compasión, no puede dictar el curso de las acciones”. Cuando se sigue la muerte minuto a minuto como un melodrama o el periodista se levanta sobre las víctimas para producir un instant book, no debe extrañar a la larga que el horror del mal se convierta en menor aprecio, que se nos vea como turistas especializados y espectadores profesionales de calamidades.
“Un sentimiento de orgullo profesional recorrió las redacciones de medio mundo cuando los nuestros llegaron a Haití y empezaron a cumplir con el oficio: describir lo que hay, diceel periodista español José Luis Barbería sobre la cobertura del terremoto de 2010, y es que con sus miserias y sus lastres, el periodismo que entiende que el éxito es siempre efímero y la reputación profesional discurre al borde del precipicio, cumple una función imprescindible en esos lugares: describir lo que hay para partir de ahí.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).